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Opinión

11 de Octubre de 2018

Columna de Jorge Baradit: El ensueño entre dos mitos

Una de las razones para escribir el libro LA DICTADURA es lo que está ocurriendo en Brasil. Además de la larga lista de razones por las cuales un país se dirige alegremente hacia la garganta de un fascista, no debemos olvidar la falta de memoria. La idea de que somos todos iguales, que no existen […]

Jorge Baradit
Jorge Baradit
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Una de las razones para escribir el libro LA DICTADURA es lo que está ocurriendo en Brasil. Además de la larga lista de razones por las cuales un país se dirige alegremente hacia la garganta de un fascista, no debemos olvidar la falta de memoria.

La idea de que somos todos iguales, que no existen mejores y peores, que la sociedad está compuesta por ciudadanos en igualdad de condiciones es una idea reciente, no tiene más de doscientos años y ha pasado por diferentes etapas de profundización: George Washington, el gran republicano, tuvo esclavos, en la Feria Mundial de Francia a fines del siglo XIX se celebró a la revolución francesa mientras en el jardín de aclimatación se exhibía indígenas de todas partes del mundo —incluidos selknams de nuestra patagonia— como parte de las atracciones; los niños, los obreros, hasta hoy las mujeres, luchan por hacer de esa idea una completa realidad. Esa idea es frágil, persiste solo por un acuerdo, la buena voluntad de las personas, la educación de nuestros niños en las escuelas y en nuestro propio hogar. Se equilibra en el respeto mutuo, es una altura de la humanidad porque no es lo natural. Lo natural es la preeminencia del más fuerte, del más joven, del más inteligente, del más rápido, del más capaz. La idea de amor por todos los hombres, de fraternidad —frates significa hermano— nos llevó a construir un espacio artificial donde todos pudiéramos alcanzar la felicidad, no solo los privilegiados. Esa idea está en permanente tensión por quienes, movidos por el interés personal, no el bien común, buscan desequilibrar ese acuerdo para regresarlo a la ley natural del más fuerte, del privilegiado, del blanco, del mejor. Ese fue el gran cambio que introdujo la dictadura de Augusto Pinochet en nuestro país, la inoculó en un país amarrado de pies y manos, la incubó y luego lo soltó en un descampado, desmemoriado y confundido.

Una dictadura fue necesaria para refundar el país e instalar un modelo que no es solamente un instructivo económico, sino toda una cosmovisión, una manera de mirar el mundo, el arte, las relaciones humanas, todo. Solo durante una dictadura podrían haberse realizado todos los experimentos, cirugías e implantes necesarios para armar el Frankenstein en el que vivimos. Pinochet quebró el país dos veces experimentando sus menjunjes friedmanianos. En 1973 había 25% de pobreza y los alaridos de la derecha se escuchaban hasta en Washington, en 1983 la pobreza alcanzaba el 45%. Si no hubo golpe para salvarnos del caos fue porque los golpistas ya estaban en el poder.

Solo una dictadura podría haber hecho cambios de tan enorme magnitud en nuestro país sin consultarle a nadie.

Eso es lo que consiguen el autoritarismo y el totalitarismo: torcer el timón de acuerdo al interés de unos pocos y sin preguntarle a nadie. No podemos olvidarlo sobre todo hoy en que la serpiente salió a seducir de nuevo. Eso es lo que quiero conseguir con LA DICTADURA, intentar democratizar el conocimiento sobre los eventos desde 1970 hasta el 2006, de manera de conseguir que el grupo más amplio de lectores posible respire nuevamente esa atmósfera oscura, pegajosa y hedionda que sudábamos en el sótano donde estuvimos encerrados una década y media, para que no olviden lo que significa la paranoia diaria, el temor permanente, el estar maniatados sin poder decidir NADA, ni siquiera opinar. Un país como un enorme bus conducido por un chofer armado que no te dice dónde vas. Pero por encima de todo intentar que los más jóvenes, quienes no vivieron el período, respiren también un poco esa atmósfera oscura, pegajosa y hedionda que sudaban sus padres en el sótano donde estuvieron encerrados una década y media. Por ello este libro no es un libro técnico, es una crónica pero con fuertes y estrictas bases documentales y bibliográficas, que busca comunicar desde la emoción.

Los eventos históricos están movidos por el odio, la venganza, el amor, la esperanza, la furia y el dolor, a veces los libros de historia dejan fuera todos estos factores por cuestiones metodológicas absolutamente necesarias, pero algo se pierde en el proceso. Mi intención es comunicar desde la emoción, que el lector no solo observe los hechos sino que los respire, los recuerde, los sienta y los padezca. Que esté ahí de nuevo.

Este libro busca advertir lo que significa administrar la comunidad considerando que hay mejores y peores, que hay ciudadanos ilegales por sus ideas, que hay gente que merece morir, que hay colores de piel que delatan orígenes proscritos, que quienes merecen los beneficios y hay quienes no; que no todos merecen vivir sobre esta tierra, y que se tenga el poder de los fusiles y los tanques para entrar a una casa y sacar a un padre porque no se ajusta a los estándares y debe ser eliminado. Un país donde se quiebra esa idea frágil de la que hablábamos al comienzo.

Porque eso ocurre cuando se deja de explicarle a los hijos que todos merecen respeto, cuando se le enseña en los colegios que hay que ganarle a toda costa al resto, que no todos son iguales y que se fomenta la lucha por ser superior. Cuando esa idea se quiebra, se comienzan a pedir legisladores que actúen en consecuencia y se terminan eligiendo presidentes que enarbolan esas banderas. El resto es ceniza.

Eso está ocurriendo hoy en el mundo, en Brasil, en Chile. Se está quebrando ese acuerdo frágil que permite que todos: los más débiles, los fuertes, los discapacitados, los claros y los oscuros, los pobres y los ricos, todos puedan florecer y tener la oportunidad de ser felices. Ese acuerdo original se desvanece y es imprescindible recordar o saber qué ocurre cuando esa fractura toma el poder.

Porque no queremos fracasar por segunda vez.

Tengo 49 años, tenía 13 cuando Rodolfo Seguel llamó al primer paro nacional en 1983. Nosotros, los jóvenes de los ’80, vivimos en un estado alterado de conciencia, en un ensueño entre dos mitos: ese pasado mitológico de unos años sesenta plenos de libertad y revoluciones que nos dibujaba la literatura y la nostalgia, y la esperanza en la democracia allá adelante, luminosa, prístina y utópica, donde toda alegría se haría realidad; mítica. Mientras tanto, luchábamos contra el mal encarnado en un presente mitológico, éramos los rebeldes de Star Wars. Incluso el decurso dramático de esa nuestra adolescencia épica, coincidió con el libreto cuando finalmente derrotamos al monstruo, matamos al minotauro en su propio laberinto y salimos a las calles de Coruscant a abrazar a los stormtroopers mientras derribábamos las estatuas de Stalin, Palpatine y saltábamos sobre las fotos de Mussolini en la Italia liberada. La alegría había llegado como en el final del cuento de hadas en el que vivíamos, ahora felices para siempre. Pero chocamos con lo desconocido. Para la generación que vimos tomar el poder, la de Aylwin y Lagos, fue un retorno al Chile de siempre, no la construcción de la utopía, fue la continuidad de lo que siempre había sido la política chilena —y la de todos lados en realidad— el negocio, el acuerdo, lo posible. No el mito. Pinochet se había ido. Pero el verdadero caballo de Troya pasó piola con su carga de individualismo y neoliberalismo, la verdadera herencia de la dictadura, consolidados por nuestros propios líderes. Nuestra generación no lo podía creer, y todavía no puede absorber ese golpe de realidad. Quizás sigamos en ese ensueño mítico pensando que Chile debe ser abierto, inclusivo, libre e igualitario y por eso andamos a contrapelo. Quizá algún día lo logremos y estaremos inventando otro Chile. Un Tlön con empanadas y vino tinto. Quizá solo es nuestro ensueño y este país siempre ha sido de otra manera. Somos la generación encantada desencantada por un mito, y andamos por ahí tristes o cínicos. Con un Chile en nuestra mente construido a base de idealizaciones y arquetipos de pendejos empollados durante nuestra estadía en una forma del infierno. Tenemos otro Chile en el corazón y no se parece a este. Así que al menos trataremos de que no se parezca al otro.

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