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26 de Noviembre de 2018

Crónica: Entré a la mala a la histórica final de la Libertadores que no se jugó

“¡El que no salta, abandonó!” resuena en los cuerpos antes de abalanzarnos sobre la contención policial. Me pego a Brian, medio agachado, procurando entrar por el punto equidistante entre los dos policías, lo más lejos posible de la detención.

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Por Raimundo Echeverría. @raidemeli. Para Sofía, de la Provincia de Entre Ríos.

—«Tenés posibilidad de llamarme a las 13h??»

Avenida Rivadavia con Maza, Restaurant Casillo, Buenos Aires. Sábado 24 de noviembre. Eran las 13:23, me encontraba en la misma mesa en donde la noche anterior había olvidado el cargador. Apenas pude encender el celu vi el mensaje de Tincho, quién me había mencionado como hace un mes – en broma, pensé- que podríamos ir a la cancha sin entrada. Por teléfono dijo: «vente ya» y entendí que era algo más que un capricho de puntualidad. Sin otro panorama por delante no había destino que torcer, así que partí lo más rápido que pude en un Uber.

Me bajé unas cuadras antes para caminar la previa. Los fanáticos de River circulaban festivos, aunque el tumulto era reducido porque a esa hora la mayoría ya había ingresado. En el camino me topé con sucursales de Santander, Mercedes Benz, Starbucks, todo tranquilo, re cheto, sin inconvenientes. “¡Raimundo!, ¡el abrazo de Maipú!”, exclama Tincho al momento de encontrarnos. Nos abrazamos largo y apretado, hace como 5 años que no nos veíamos.

Andaba con Brian, Maxi y Rodrigo, argentinos hasta el cliché. Me compartieron la sencilla estrategia: apiñarse todos y empujar contra policías y rejas. A 90 minutos del partido, en plena Avenida Libertador, éramos unos 200 atentos en el acceso a la Tribuna Centenario Alta, cada uno sabiendo que no había un ticket a la redonda. «¡Cómo me voy a quedar afuera yo, la concha de la madre!», nos conversaba un hincha de que andaba en los sesenta, ojeroso, de voz raspada y tatuaje añejo de River en el pecho. Esperamos cerca. Y vamos: el pelotón de adelante bota rejas y la refriega dura el tiempo mínimo que Gendarmería opuso resistencia. Los uniformados, sobre el nivel de la calle, nos miraban desinteresados, mientras apoyaban sus armas en el suelo. Era parte del plan dejarnos pasar, el primer acceso fue un trámite.

Seguimos avanzando sin prisa por una calle residencial, clasemediera, de antejardines cercados por rejas bajas. El segundo acceso se resuelve parecido: chispeza y determinación. Los lumazos son titubeantes y aún no hay gas pimienta. El Monumental aparece a la vista y se me agrandan las pepas y el corazón late apretado. Tercer acceso y la yuta ahora parece decidida a no dejarnos pasar. Paciencia. Aguantamos un rato. «¡VAMO A CANTAR QUE SI ENTRAMO!», arenga Maxi, que enciende a la avalancha militar franjeada roja, decidida a abrazar el horizonte. “¡El que no salta, abandonó!” resuena en los cuerpos antes de abalanzarnos sobre la contención policial. Me pego a Brian, medio agachado, procurando entrar por el punto equidistante entre los dos policías, lo más lejos posible de la detención.

En adelante es vértigo. Le di fuerte y recto, con los ojos bien abiertos. Encarábamos a los policías en amplia superioridad numérica, a 50 metros del estadio. Nos caían palos bien puestos, recibo una atención en el hombro, que no impide que siga picando a un pórtico estrecho con cerca de 20 personas abalanzadas sobre él. A esa altura había perdido a mis amigos. Quedaban sólo dos gendarmes, uno nos arroja saca gas pimienta en spray, el aire queda picante, pero nadie se va a detener ahí. Soy empujado al torniquete, quedo atrapado con otro flaco, cooperamos y salimos del embrollo. Subí por las escaleras hasta que se acabaron y me preguntaba qué más quedaba. Nada. El llanto de los pibes de al lado señalaba lo inverosímil: estabamos adentro de la final de la Copa Libertadores de América.

La Centenario estaba desbordada. Yo también. Solté lágrimas al sentir a los 75.000 hinchas cantando, y al ver el pasto resplandeciente de la cancha del Club Atlético River Plate. Logré subir sólo un par de metros por un pasillo atiborrado de gente. Ahí unos chicos -habían entrado disfrazados de policías- me pusieron al tanto de los acontecimientos recientes: que el bus de Boca lo habían cagado a piedrazos, que había tiros afuera, que dos jugadores estaban ahogados, que no se jugaba ni en pedo. Los cantos ensordecedores se transformaron en murmullos y la multitud nerviosa no le sacaba la vista a sus celulares. Por alto parlante se informa que se parte a las 18:00 y soltamos un aplauso de hincha, tan auténtico como iluso. El tiempo pasaba lento, y otra vez se anuncia una postergación, ahora para las 19:15. Esta vez no son palmas, sino un estruendoso «¡Mauricio Macri la puta que te parió, Mauricio Macri la puta que te parió!», ante el cada vez más probable escenario de suspensión.

Bajé a comprar comida y me reencontré con la banda de Tincho. Me hacían en cana, no esperaban mi aparición. Ingresamos a otro pasillo, quedamos adelante, pegados a la reja, aferrándonos a la posibilidad de que se jugara. «¡Hay que meterse bien en la cabeza que como sociedad somos un desastre!», escuché a lo lejos, como resumen a viva voz de esa autopercepción tan generalizada de su país. «Ya está, boludo», dijo un cabro que a las 19:20 decide virarse. Toda la afición hace lo mismo 15 minutos después, cuando el locutor rompe con la incertidumbre y da por suspendido el partido.

Me sorprendió lo calmada que fue la salida. Los asistentes, exhaustos, sólo querían regresar a casa después de siete horas bajo el sol. Esto hasta que apareció la policía. Por una calle circulábamos apretujados cientos de personas en sentido opuesto, un completo desastre, hasta que estalla un escopetazo y todos corrimos espantados, lejos de la fuente del sonido. Me cagué de susto, los ánimos estaban caldeados. Pensé en el gatillo fácil y en la planificación policial diseñada para la catástrofe. Vi a un chico con la cabeza partida, a otro que no podría estar en pie por un ataque. Sólo la gente solidarizaba y agilizaba ayudas.

Nos alejamos, ilesos. Caminamos unas 30 cuadras largas en busca del bondi. Eternas. No me salía una palabra, a ellos pocas. Estaba cansado como pocas veces, derrotado. Mi cabeza discurría entre disquisiciones sobre el azar e imágenes más concretas, como el atentado del Frente a Pinochet, el palo de Pinilla y esa extensa tradición de casi-casis de la que me sentí un actualizado representante. Recordé a un viejo en el estadio que ironizaba: «En la Argentina las cosas que tienen que caer para abajo, caen para arriba». Me despedí de Tincho y sus amigos, tomé la 266 en dirección a la pieza que arriendo. Rogué por que no pasara nada fuera de lo normal. Todo el día caí para arriba, suficiente por hoy.

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