Opinión
31 de Enero de 2019

Columna de Patricio Hidalgo: El otro Pitazo final
"Con Tupper mantenemos un luto no resuelto, una herida que recrudece cada vez que nos topamos con su foto acostado boca abajo pero mirando de frente, abrazando dos pelotas Etrusco. Bonvallet nos dejó lleno de preguntas. Un hombre que trabaja como un animal de arado por tener dinero, para perderlo y recuperarlo multiplicado y nuevamente quedar hasta el cuello de deudas. Un hombre que deja la piel y la billetera para vencer un cáncer, porque sentía que no era su momento", dice Patricio Hidalgo en esta columna.
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De la muerte de Eduardo Bonvallet nos enteramos en fiestas patrias, despertando con los horarios cambiados, pinchando links que no se atrevían a nombrar lo sucedido, rogando porque no nos saltaran en el proceso detalles aberrantes. Entre la ducha y la calle el celular vibraba inclemente, apretándonos la garganta con la aparición de un recuerdo incómodo, una familiaridad dolorosa, Saprissa. Tiramos el celular en la mesa y caminamos al balcón buscando esa mañana de julio de 1995, entre la ducha y el almuerzo en las vacaciones de octavo básico. El sonido es de noticia de último minuto, pero en vez de histeria periodística el diálogo está lleno de silencios y eufemismos. Un despacho desde Costa Rica que se demora en decir un nombre que se suspende en el aire: Raimundo Tupper. Nuestra generación está marcada por esa vuelta a clases. Algunos se burlaron, otros lo vivieron como la pérdida de un familiar cercano. A muchos nos persiguió por años una sensación soterrada entre una pena difusa y un misterio profundo. En la superficie hasta nos reímos de chistes imbéciles, habiendo preferido no hacerlo.
Con Tupper mantenemos un luto no resuelto, una herida que recrudece cada vez que nos topamos con su foto acostado boca abajo pero mirando de frente, abrazando dos pelotas Etrusco. Bonvallet nos dejó lleno de preguntas. Un hombre que trabaja como un animal de arado por tener dinero, para perderlo y recuperarlo multiplicado y nuevamente quedar hasta el cuello de deudas. Un hombre que deja la piel y la billetera para vencer un cáncer, porque sentía que no era su momento. Un nacionalista que decide que su momento es precisamente en el aniversario de la independencia, un par de años después, en la mentada soledad de un cuarto de hotel. Tampoco en este caso faltaron los chistositos, ni menos los que se las sabían todas. Con el dolor ajeno apenas aspiramos a empatizar, lo que conocemos son sus contornos. Detrás de eso lo que hay son conjeturas.
Es enero de 2019 y el nombre de Hugo Alarcón es el que aparece en una mañana de vacaciones. Con un ojo vigilo a mi hijo que juega con un bidón de agua y con el otro trato de revisar el celular. No lo recuerdo en una cancha, pero de inmediato lo noto: tenía 26 años cuando, nos dice la prensa, “fue encontrado en su departamento”. Sí, la misma edad de Tupper en Costa Rica. Leo que también hizo las inferiores en la UC, que en Melipilla destacó con el número 21 en el dorsal y que por lo mismo van a retirarlo de sus camisetas. Jugó además en La Pintana, Linares y La Serena. Lo intentó. “En lo humano se integraba bien, pero a veces se apartaba del grupo. Tenía ese tipo de personalidad. Era imposible imaginar la procesión que llevaba por dentro”. La frase es de Marcelo Zunino, que lo trató en Melipilla. “Ese tipo de personalidad”, contornos del dolor.
Aparece la Cata, le entrego a Aníbal y salgo a la terraza, enciendo un cigarro. Pienso en los minutos de silencio, el ritual mundial con el que el fútbol nos enseña que la muerte merece respeto. No me acuerdo la primera vez que fui al Estadio, pero sí el primer minuto de silencio que viví. Mi viejo de pie en el invierno de 1991, mirando al horizonte indiferente pero solemne tras escuchar el nombre de Claudio Arrau en el estadio Santa Laura. Alguna vez mi querido Pancho me contó el minuto de silencio más impactante de su vida. Es el verano de 2006 y él está sentado en el piso, con la cabeza en las rodillas, esperando en una puerta del Nacional a que Solcita pase a buscarlo, golpeado en lo más íntimo tras recibir el mazazo del locutor nombrando al relator: Carlos Alberto Campusano. Las dos veces jugaba la U con la Unión. Las dos veces perdimos uno a cero. Mariano Puyol y Marcelo Salas fueron los verdugos.
Aunque en el ranking más reciente de tasa de suicidios por país ocupamos el lugar 50, el único problema filosófico verdaderamente serio se atraviesa en el mundo del fútbol con desapacible frecuencia. Hace un par de años fue Mauricio Villanueva, también formado en la UC, con 39 años. Un año antes de Tupper fue Manuel Araya, con 52. Apago el cigarro con ganas de escribir Hugo Alarcón, de escribirlo muchas veces, de que no se olvide nunca su nombre, Hugo Alarcón. El contorno del dolor nuevamente es un nombre propio.