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Opinión

23 de Marzo de 2019

Columna de Agustín Squella: ¿Qué nos está pasando con el fútbol?

Si la frivolidad y la corrupción son el gran peligro a nivel de directivos, a nivel de los hinchas el peligro es el embrutecimiento, la creciente idiotización de las barras y sus improvisados líderes, quienes no consiguen entender lo que el fútbol  hace con la guerra: reemplazarla, no fomentarla.

Agustín Squella
Agustín Squella
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El fútbol, que es un juego de balón, es mucho más que un juego de balón. Tiene millones de hinchas  que concurren a los estadios, lo ven por televisión, o lo escuchan por radio. Si hay algo completamente globalizado es el fútbol. Enciende usted el televisor y aparecen tres o cuatro partidos que en ese mismo momento, o poco antes, se están jugando en distintos lugares del planeta. Lo único malo es que hay que soportar a los relatores de los partidos, siempre demasiado afiebrados, lo mismo que a esos reyes del lugar común que son los comentaristas, aunque siempre está el recurso de quitar el audio y formarse uno sus propias opiniones.

Pero el fútbol no solo se juega, también se habla, se escribe, se conversa. ¿Cuántos libros relacionados con él han sido publicados en todas las lenguas del orbe? ¿Cuántos programas de conversación sobre fútbol hay en radioemisoras y canales de televisión? ¿Cuánto se habla de fútbol en las mesas de los cafés, de las casas, de los restaurantes, y también en el Metro, en los autobuses, en taxis comunes,  en  colectivos? La democracia da señales de poder estar agotándose, el capitalismo también, ¿pero el fútbol? Además, y tanto para bien como para mal, el fútbol se ha transformado en una industria –una más- que mueve muchísimo más dinero que lo que el balón se mueve en la cancha. Lo que más mueve hoy el fútbol, más que el balón, que hinchas, que corazones, es dinero, y si son muchos los que pagan por él, muchos son también los que viven de él, ya sea con buenas o malas artes.

Además de distraer y apasionar, el fútbol tiene la gran virtud de reemplazar a la guerra, lo mismo que ocurre con la política. Esta y aquel sustituyen el enfrentamiento armado clásico por una pacífica rivalidad, y en tal sentido son actividades que civilizan  las relaciones humanas. Pero como sustituto  que es de l guerra, esta  a veces se toma la revancha y los jugadores se van a las manos o lo hacen los hinchas en las tribunas. Con la política es igual: a veces los políticos se dan empujones, mientras que los ciudadanos aportados en las tribunas del Congreso empiezan a lanzar monedas a la sala o se trenzan a golpes unos con otros. La paz completa, absoluta, nunca está asegurada, ni siquiera cuando la guerra ha sido reemplazada por formas más civilizadas de enfrentarnos unos a otros. La guerra permanece allí, agazapada, esperando su oportunidad de manifestarse.

Dentro de ciertos márgenes, a mí me gusta cuando en el fútbol la guerra se toma la revancha. De allí que deteste la práctica de que los equipos rivales entren al campo de juego por un mismo túnel, y ni qué decir cuando sus jugadores lo hacen tomados de la mano de unos  inocentes niños que llevan un lienzo que proclama el juego limpio. El fútbol no es eso ni puede presentarse de una manera tan  cándida. Una pequeña mocha en la cancha o en la tribuna pone pimienta al espectáculo, y hasta el día de hoy recuerdo con excitación el silbido de las antiguas barras haciendo marcar el paso al escuadrón de Carabineros que antaño ingresaba formado al estadio para imponerse por pura presencia.

Pero habría que ser necio para no admitir que las cosas están hoy desbordándose. La intolerancia al fracaso de los futboleros es impresionante: si su equipo pierde un partido, exigen la salida del arquero; si pierde dos, piden la cabeza del entrenador; y si tres, la del Presidente del club. Si los partidos que se pierden son cuatro pueden aparecer los cuchillos, con los que se amenaza no a los hinchas contrarios, sino a los del propio equipo que se muestren más calmos. Ni qué decir si el equipo baja a segunda división –hoy eufemísticamente llamada Primera B-, porque entonces los jugadores responsables del descenso pueden temer fundadamente por sus vidas y por las de su familia.

Si bien el fútbol es con pasión o no es en absoluto, tampoco parece muy saludable que en el caso de muchísimas personas se haya transformado en la única pasión que son capaces de sentir, en la única convicción incluso, en el exclusivo tema en que a la hora de conversar o de discutir se exigen posiciones claras, firmes, irreductibles. Ni la política, ni la religión, ni el arte son ya actividades respecto de las cuales las personas quieran formarse opinión. Solo sobre el  fútbol y, bueno, también sobre el clima. Nadie parece  encenderse ya si no es por algo relacionad con el fútbol. Fuera del fútbol todo da más o menos lo mismo, creyendo que carecer de opinión en otros asuntos de importancia personal y social equivale a haber alcanzado un estado de serenidad e incluso de sabiduría. Deberíamos preocuparnos por nuestra salud mental si nos pasamos toda la semana hablando solo de fútbol, especialmente si se considera la muy mala calidad que tiene hoy en el medio local.

Tampoco es que haya una sola barra por equipo. Hay varias. Varios piños de hinchas que tienen cada cual su propio cabecilla y que en los estadios disputan por la hegemonía. Se ignoran unos a otros, o se muestran directamente los dientes, o sacan el arma blanca que llevan consigo.

Los estadios son lugares para la irracionalidad, de acuerdo  (en mi caso también los hipódromos), y algún desmadre tiene que producirse en ellos. Nadie podría pedirme que en un estadio me comporte de la misma manera que lo hago en la sala de clases. Pero todo debe tener un límite. Pifiar a los árbitros no más ingresar estos al campo de juego –quienquiera que sean- es una conducta perfectamente racional, pero no lo es lanzarles botellas ni esperarlos al término del encuentro para lincharlos a las puertas del estadio. Otros países han sabido controlar los excesos en los estadios. En Chile no, porque hay colusión entre barras bravas y dirigentes y estos tampoco quieren gastar parte de los enormes ingresos que produce el espectáculo en mejorar la seguridad en los estadios. Existen jugadores que se hacen amigos de los cabecillas de los piños y los apoyan con dinero. Así se aseguran de que no serán pifiados ni pedidas sus cabezas si hacen un autogol.

Si la frivolidad y la corrupción son el gran peligro a nivel de directivos, a nivel de los hinchas el peligro es el embrutecimiento, la creciente idiotización de las barras y sus improvisados líderes, quienes no consiguen entender lo que el fútbol  hace con la guerra: reemplazarla, no fomentarla.

 

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