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Cultura

30 de Mayo de 2019

Crítica literaria: El revival chileno

"Matadero Franklin es una pésima novela que ha sido sobrevalorada por el medio, pero que cae en su propia trampa al reciclar lo decimonónico, sin darle espesor crítico a una revalorización de los márgenes. Además, de múltiples errores no sólo en la edición, sino también por la carencia técnica y postales de personajes cándidos, a los que solamente les falta una música de fondo festiva".

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Matadero Franklin (2018) es la primera novela de Simón Soto, quien no hace mucho sacó cuentos bien trabajados: Cielo negro (2011) y La pesadilla del mundo (2015). También, trabajado realizando guiones para telenovelas y para este volumen, ha desarrollado una investigación sobre parte de la historia del barrio que derivó en una adaptación para tv.

La historia novelada comienza con el responso de la madre de Mario Leiva, popularmente conocido como el Cabro Carrera. En el funeral de la madre del protagonista se cantan y se come. Allí se encuentra con el Lobo Mardones, un hombre de gran respeto en el barrio, líder de cuadrilla en el matadero y con quien entabla un escuálido diálogo, pero lleno de códigos silenciosos. Este encuentro que supone el primer capítulo apenas tiene relevancia, a diferencia del momento cuando es molido a palos por el equipo del comisario Negrete tras la delación del cojo Contreras.

Mientras tanto, nos encontramos con Torcuato Cisternas un jugador empedernido, que pierde su plata y el de su hermana en las apuestas ilegales del Club Hípico. Para solucionar este asunto, acude al Lobo Mardones para solicitarle quinientos pesos de la época, con el fin de irse a Argentina. Quince años después se verán las caras en circunstancias sumamente opuestas, lo que generará un choque entre el bienhechor y la incipiente mafia de Cisternas.

Que la novela tenga tres grandes partes, divididos en capítulos menores justifica la cantidad de personajes que emplea. Esta construcción aleatoria permite que el contenido tenga mayor fluidez, ya que desarrolla acontecimientos, sin darle mayor trasfondo narrativo a los sujetos. Ante esta ausencia, la novela se llena de cuadros costumbristas y descripciones corpóreas que tienen la intención de buscar el arraigo identitario nacional: “Torcuato necesita escuchar una buena cueca, dijeron, una cuequita gritada como solo saben hacerlo los guapos, los hombres rudos, los gallos bravos, de trabajo, que alimentan su espíritu de la cueca, al igual que él, que pese a no haberla escuchado como corresponde hace tiempo, la ha mantenido viva en su corazón, en su alma, porque la cueca, les dice Torcuato a sus invitados, suena en el alma, en todo momento, y en La picá del Negro Jorquera se entonan versos sobre cuadrinos, sobre el viejo barrio Matadero, sobre la gloria de maleantes desaparecidos, sobre el dolor y el amor de mujeres que no pueden corresponderles a los hombres que las aman, pese a amarlos ellas también.” (82).

De lo anterior, se hace patente una verborrea empalagosa que carece de la porosidad que el realismo social sí evidencia en los grandes escritores. Es decir, el narrador omnisciente está de visita por el barrio, porque la intención literaria no es ahondar en las características de los protagonistas, sino generar fascinación a través de los retratos tradicionales de un Chile republicano.

De qué sirve acomodarse en la novela decimonónica en este siglo XXI, si se repiten las apreciaciones de un tiempo antiguo. No por nada, se busca este revival cultural, representado en esta cita: “una cuequita gritada como solo saben hacerlo los guapos, los hombres rudos, los gallos bravos”, favorece la omisión de que la banda folclórica integrada por mujeres, como “las capitalinas”, sean incapaces de cantar cuecas bravas porque no satisface a estos tipos rudos y audaces.

El gran problema de esta novela, es que si la lees en voz alta, los párrafos más extensos no tienen puntos de descanso hasta el quinto o sexto renglón. Por consiguiente, la coma se utiliza sin pudor. Dicha confusión se extiende cuando la redundancia es un arte continuo por la falta de herramientas literarias: “Son las seis de la madrugada y están desde las dos trabajando duro (…) en el Matadero las distintas cuadrillas trabajan duro para lograr (…) (36)”. Asimismo, existe la extravagancia de emplear los nombres propios en varios turnos, en vez intercalar con los pronominales o la sustitución léxica como para variar un poco: “El Lobo Mardones se acerca al Cabro y le extiende la mano. El Cabro levanta la suya y el Lobo se estrecha con fuerza. Así se saludan los hombres grandes, piensa el Cabro (18)”. En este sentido, la elección del narrador omnisciente restringe las dinámicas de estas figuras, y esta forma de contar las historias pertenece al oficio de guionista, porque en aquel campo, no tienen que ampliar el relato, sino que dirigir y visualizar las acciones que los actores interpretan. Asunto que, en esta novela, se presenta fuertemente en reemplazo de la habilidad del proceso de escritura.

Finalmente, Matadero Franklin es una pésima novela que ha sido sobrevalorada por el medio, pero que cae en su propia trampa al reciclar lo decimonónico, sin darle espesor crítico a una revalorización de los márgenes. Además, de múltiples errores no sólo en la edición, sino también por la carencia técnica y postales de personajes cándidos, a los que solamente les falta una música de fondo festiva.

Matadero Franklin
Simón Soto (Santiago, 1981)
Planeta ediciones, 2018, 325 páginas.

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