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Cultura

16 de Junio de 2019

Adelanto de Chacota: La república en la era del populismo

Una ciudadanía insatisfecha, molesta e incómoda e irritada con las elites. Resurgimiento del nacionalismo y el racismo. Una sensación de enorme desorden, una chacota. Las instituciones democráticas crujen y no es evidente cuanto más pueden resistir. Entonces aparecen los demagogos. En Chile acabamos de salir de un proceso exploratorio de reforma constitucional. Para muchos, esa idea era una expresión de populismo. Para Oscar Landerretche es todo lo contrario. Para salvar a la democracia y la República de las garras de la demagogia y el autoritarismo necesitamos una modernización del contrato social, una reforma constitucional, sólo que mucho más atrevida, avanzada y moderna de lo pensado hasta el momento. Aquí un adelanto en exclusiva para de The Clinic.

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Capítulo ii.1: teoría de Robin Hood

Toda era de crisis constitucional atrae bandoleros, de los buenos y sí, también de los otros, de los malos.

No siempre es sencillo distinguir entre ellos y, sin embargo, su rol siempre va más allá del crimen; a veces su rol es crucialmente político.
La leyenda del arquero del bosque de Nottingham es una historia de bandoleros de una época de guerras civiles inglesas. En las novelas y luego películas que buscan retratar al personaje, en ocasiones es un soldado veterano de las cruzadas del rey Ricardo Corazón de León, a veces no lo conoce, otras es un noble caído en desgracia con el sucesor de Ricardo, el rey Juan, a veces no; pero lo que siempre es cierto es que es un ladrón justiciero, un pirata heroico, un bandolero noble que roba para los pobres.

Los personajes clásicos de la historia siempre son los mismos: Mariana, la heredera huérfana de otro caballero perdido en tierras extranjeras que se convierte en objeto de deseo tanto por su fortuna como por su belleza para hombres poderosos que buscan reducirla o secuestrarla. La reina madre, la mítica Leonor de Aquitania, condenada a ver cómo los valores que ella representa desaparecen: el heroísmo caballeresco, la aventura romántica y la sobria responsabilidad de Estado se diluyen en las frivolidades, aventuras, ambiciones y debilidades de sus hijos. El fraile Tuck que siempre es obeso, gozador, borracho y rebelde frente a una iglesia corrupta al servicio de los poderosos y que termina siempre echando su suerte junto a la del pueblo. El sheriff de Nottingham que es el clásico villano y el heroico pequeño Juan, enorme, fuerte, justo y sencillo; depositario de todas las virtudes proletarias. Estos últimos dos personajes son especialmente reveladores del trasfondo teórico de la historia.

En tiempos de la Inglaterra feudal, la figura del sheriff era una posición clave de la organización del Estado. El puesto proviene de tiempos sajones previos a la conquista de Guillermo I y los normandos descendientes de Rollo el vikingo que tanta fama ha adquirido gracias a las series de televisión recientes. Sin embargo, el puesto de sheriff fue fortalecido por la conquista normanda debido a la política implementada por Guillermo, la dinastía normanda y luego la casa de Plantagenet de progresiva separación de las cortes religiosas y seculares (como forma de fortalecer la monarquía). Desde esos tiempos y por lo menos por tres o cuatro siglos, la posición de sheriff, ejercida usualmente por un militar veterano de origen noble o ascendido a ello por el rey, era la de un juez de paz, encargado de establecer el imperio de la ley, como una suerte de fiscal y jefe de policía, otras veces como eso y, además, juez.

El sheriff es el representante del poder judicial de la época y no es casualidad que sea el de Nottingham el villano de la leyenda de Robin Hood. El sheriff, no el duque o el barón de Nottingham, sino el sheriff. Es más, en algunas adaptaciones de la leyenda esos otros nobles que son representados como depositarios de una legitimidad más antigua, sagrada y ancestral son usualmente débiles y pusilánimes, viejos y decrépitos o bien estúpidos y corruptibles. No como el sheriff que es lo contrario: joven, fuerte, cruel y ambicioso, siempre de negro con los ojos entrecerrados en una mirada llena de concentrada inteligencia y ferocidad. El sheriff es, además, un individuo arribista y aspiracional, su peor perversión es la de abusar de su puesto cuya responsabilidad es la administración de justicia con el objeto de promover su propio ascenso político y social. En algunas versiones de la leyenda el sheriff de Nottingham busca juntar dinero para financiar un golpe de Estado que lo eleve a la corona; en otras, financiar el golpe de Estado del rey Juan que busca derrocar preventivamente a su hermano Ricardo en el evento de que retorne de las cruzadas; en unas versiones es un clásico funcionario corrupto cuyo norte son los placeres y lujos que el dinero puede comprar; en otras, es un cruel pagano que busca secretamente la restauración de demonios ancestrales y la derrota del cristianismo. Hay muchos sheriff, todos crueles, todos miserables, todos perversos.

Pero hay una responsabilidad del sheriff de Nottingham y de todos los sheriffs que es de particular importancia para nuestro análisis: garantizan la integridad y seguridad de la recolección de impuestos. El segundo de un sheriff es, en español, el alguacil que, curiosamente, en las historias del Far West se denomina deputy (delegado o subrogante), mientras que bajo los sheriffs medievales se llamaba bailiff. Si bien los roles relativos del sheriff y el bailiff cambian en el tiempo y a lo largo y ancho de Europa occidental, el sentido original del bailiff era el de un secretario financiero y gerente, una suerte de CFO encargado de las cuentas y, por ende, de los impuestos. Una curiosidad etimológica muestra cómo se encuentran relacionados ambos cargos: sheriff viene de la composición de dos palabras: la palabra normanda shire (comarca) y la palabra sajona reeve (jefe delegado del rey): shire-reeve, sheriff y, por otro lado, bailiff viene de bailli (gerente delegado). Esto es, el sheriff y el bailiff son el jefe de la comarca y su gerente.

Resulta ser que el bailiff es el personaje clásico asaltado por Robin Hood en el bosque de Sherwood. Va siempre en una carroza fortificada, pesada y lenta, escoltada por algunos soldados, cuando de pronto salen de sus escondites los “alegres hombres” de Robin Hood y ejecutan una ingeniosa emboscada digna del Vietcong. Si los hombres del sheriff dan pelea, los despachan con flechazos de francotiradores ocultos en las arboledas y si se trata de una versión para niños encontrarán siempre la forma de noquearlos y dejarlos amarrados, pero vivos, en paños menores, en medio del bosque para mayor ofuscación del sheriff. Los bailiff no son, tampoco, sujetos de devoción popular, siempre muy bien alimentados ya que era muy usual en los sistemas impositivos de la Antigüedad que los recolectores de impuestos fueran partícipes en cierto porcentaje de los fondos recolectados: una parte para el recolector, otra parte para el rey o quizás una parte para el bailiff, otra para el sheriff y otra para el rey, y en más ocasiones que las saludables un pedacito para su santidad el señor obispo también (de ahí el enojo del buen fraile Tuck).

Aquí radica la teoría política de Robin Hood: el problema de fondo tenía relación con la mezcla entre impuestos y libertades, autoridad y justicia, razón de Estado y corrupción, derechos y deberes.

El 6 de julio de 1189 ascendió al trono de Inglaterra Ricardo I, Corazón de León, el tercer hijo del rey Enrique II, pero más importante que eso, de Leonor de Aquitania, quizá la mujer más poderosa de Europa, de habilidades políticas portentosas y de una belleza legendaria que la convirtió en personaje, a la vez, de la intriga de las cortes europeas y de las románticas historias de caballería. Estuvo casada con Enrique II de Inglaterra y con Luis VII de Francia con lo cual fue reina de Francia por quince años y de Inglaterra por treinta y cinco. Además, de su habilidad innata para la política, fue una famosa amante de caballeros y aventureros de la época, fuente de envidia, escándalos, miedo y admiración. Le componían canciones y poemas, le hacían juramentos, morían en su servicio. Sus hijos se disputaban la corona de varios reinos, ducados y condados mientras ella los vigilaba, guiaba e inducía como una hermosa y feroz madre lobo que reina con serena crueldad sobre una manada de cachorros hambrientos y salvajes que gruñen en todas las direcciones.

Con semejante madre a Ricardo no le quedó otra que convertirse en una representación del ideal caballeresco de la época, dedicando su vida a las guerras medievales requeridas para mantener territorios franceses, normandos y bretones bajo la corona inglesa. Como si fuera poco no se le ocurrió mejor idea que liderar la tercera cruzada a Tierra Santa en la que se enfrentó nada menos que a Saladino. A pesar de ser un rey que estuvo más que nada ausente de Inglaterra y dedicado a la guerra es recordado en el folclor inglés como un rey bueno y justo cuyo retorno es esperado para restablecer el régimen de la ley y la justicia. La mala fama de Juan, su hermano, se remonta a un verdadero golpe de Estado que dio contra el regente que gobernaba Inglaterra en nombre de Ricardo mientras este se encontraba en su cruzada. Durante ese golpe de Estado Juan incluso alcanzó a tener brevemente el control militar de Londres hasta que la insurrección fue desarmada por enviados de Ricardo. Juan es recordado, hasta hoy, como la representación del impostor.

Como sea, luego de una vida de aventuras, Ricardo volvió a su reino (que era más Francia que Inglaterra), restauró un cierto orden institucional en sus tierras y luego de perdonar a Juan lo nombró su heredero. A su muerte, Juan fue coronado como rey de Inglaterra el 6 de abril de 1199.

Hay un punto de vista histórico que argumenta que heredó una corona financieramente debilitada como resultado del costo de las aventuras militares de su hermano (que incluso habían requerido la venta de algunas de sus propiedades feudales) y particularmente de los costos del rescate de Ricardo cuando fue secuestrado por Leopoldo V de Austria. El reinado de Juan fue, además, inaugurado por un período de malas cosechas, inflación y escasez. Luego, cuando intentó retomar las guerras francesas necesarias para mantener sus posesiones continentales decretó un conjunto de alzas tributarias que tuvieron dos efectos: primero, una clásica contracción de la demanda interna (se recaudaba internamente para gastar afuera) que profundizó la recesión (por definición estos impuestos financiaban campañas militares y gasto en el exterior y, por ende, demanda externa) y debido al uso en el exterior de moneda de plata recogida en la economía local una contracción, también, del pequeño y frágil mercado de dinero y crédito de la época, lo que generó un canal financiero para profundizar la recesión.

En términos de macroeconomía contemporánea, Juan generó contracciones monetarias y fiscales simultáneas. Todo esto con el objeto de mantener territorios que sin duda eran de interés para la dinastía Plantagenet, pero que representaban poco que ganar para los barones de Inglaterra y, eso sí, pérdida segura (de vidas, tesoro y productividad) para su pueblo. Para colmo, en 1214 Juan perdió la Batalla de Bouvines con la que Francia terminó de quitarle Inglaterra el control sobre Normandía y Bretaña, posesiones centrales de la dinastía. Así que, además, mucho impuesto y poco resultado.

Se podría argumentar que Ricardo Corazón de León tampoco logró mucho con sus guerras; aunque, para ser justos, hay que decir que no perdió el control de toda la costa francesa del Canal de la Mancha y las tierras ancestrales de la familia real inglesa como Juan. Sin embargo, sigue siendo cierto que Ricardo gastó y consiguió poco tanto para la corona como para sus nobles, al igual que Juan.
¿Por qué odian tanto a Juan y hasta hoy aman a Ricardo? Hasta el día de hoy la estatua ecuestre principal del patio del Parlamento inglés es de Ricardo, fornido y heroico alzando su espada en un gesto de victoria, estatua de Juan simplemente no hay. Quién sabe, se especula que la ausencia romántica de Ricardo y las noticias de sus aventuras lo convirtieron en objeto de admiración mientras eran sus administradores locales los que lidiaban con los descontentos entre nobles y comunes. Juan, en cambio, es famoso por involucrarse directamente en la gestión, en las decisiones políticas en que siempre hay ganadores y perdedores. Quizás, al final del día, Ricardo era mejor político y entendía como una historia de caballería podía solventar un gobierno en que un ministro de Hacienda no podía hacer cuadrar las cuentas.

Un ejemplo del tratamiento dispar que da la memoria a Juan y Ricardo se relaciona justamente con los sheriffs. La costumbre de que el monarca venda el puesto de sheriff por una generosa suma usada para financiar guerras no era nueva, ni fue inventada por Juan. De hecho, aparentemente ya se había hecho bajo el gobierno de Ricardo como mecanismo para recaudar fondos para sus campañas militares. El nuevo sheriff pagaba por el privilegio y luego recibía su pago en un modo similar a las concesiones actuales. Primero, recuperaba su inversión y luego construía su fortuna con una parte de la recaudación tributaria que, justamente, tenía bajo su cuidado. Aparentemente, en momentos en que la crisis fiscal del gobierno de Juan se tornó particularmente grave este comenzó a vender y concesionar cargos de sheriff a diestra y siniestra. De ahí es que aparece nuestro personaje central y villano legendario: el sheriff de Nottingham. Parece ser un hecho de la causa que esta decisión fue de enormes consecuencias políticas para Juan, convirtiéndolo en depositario y culpable de las arbitrariedades y crueldades de estos empresarios fiscales que esperaban, premunidos de su concesión real, recaudar con un máximo de efectividad los impuestos que Juan ya había subido.

Juan había perdido la Batalla de Bouvines en julio de 1214 y ya en octubre de ese mismo año tenía una revuelta desatada entre los barones (nobles), particularmente los que provenían del norte del país. Los barones habían movilizado sus ejércitos, establecido una junta militar de gobierno y tomado el control de Londres. La protesta de estos líderes y caudillos regionales era por la arbitrariedad de los impuestos, su tesis era que el rey debía disponer de una autorización para subir impuestos y que, sin la venia del parlamento, esa alza era ilegal. El rey contra argumentaba que su autoridad tenía una fuente divina y su legitimidad no se podía cuestionar. La confrontación era inevitable: los barones representaban sus intereses y la de toda la población afectada por las alzas de impuestos; el rey Juan representaba al Estado, pero también a una empresa militar y fiscal fracasada.

Robin Hood es un guerrillero de esta época. Su causa es, también, la objeción a los impuestos del rey Juan y la administración que de ellos hace el sheriff de Nottingham; pero su actuar es diferente. Los barones despliegan una estrategia política para derrotar estos nuevos impuestos, Robin se dedica al boicot, pero es la misma pelea.

En enero del año siguiente (1215) Juan parecía haber capitulado frente a sus barones y firmaba la Magna Carta, el documento que muchos señalan como la primera Constitución nacional de la historia. En ese documento se establecen un conjunto de límites al poder del rey. Hay cláusulas que colocan límites al impuesto a la herencia que cobraba el rey; otras que establecen los principios de debido proceso en la justicia (famosamente la cláusula 39 que se considera el origen del hábeas corpus); pero a nosotros nos interesa especialmente las cláusulas 24, 28, 30, 38 y 45:

(24) Ningún sheriff o alguacil (bailiff) podrá recibir solicitudes a nombre de la corona (presumiblemente cobraban por ellas).

(28) Ningún sheriff o bailiff podrá tomar posesión del grano u otros bienes de otras personas a menos que pague en ese instante o pueda acordar con el vendedor un pago futuro (presumiblemente expropiaban frecuentemente).

(30) Ningún sheriff o bailiff podrá tomar posesión de los caballos y carros de otra persona para ser usados en trabajos de transporte sin el consentimiento de su persona (presumiblemente no era un hecho tan raro).

(38) Ningún bailiff podrá someter a alguien a juicio sobre la base de su palabra, sin testigos confiables que aparezcan con ese propósito (probablemente la frecuente).

(45) No se nombrarán a personas a los cargos de jueces, policía, bailiff y sheriff que no tengan un conocimiento de las leyes del reino y la intención de cumplirlas (como explicamos más arriba se licitaban algunos de estos cargos, otras veces se usaban como prebendas clientelistas).

Ni los barones desmovilizaron su ejército o devolvieron el control de Londres, ni Juan reconoció la legitimidad del documento que lo habían obligado a firmar. Es más, logró que el papa Inocencio III excomulgara a los barones por firmar ese documento y forzar la mano del rey. Los siguientes dos años, Inglaterra se consumió en una guerra civil en la que incluso intervino Francia (del lado de los nobles en rebelión); esta guerra se conoce como la Primera Guerra de los Barones (1215-1217) y durante el transcurso de esta murió Juan por enfermedades adquiridas en campaña. La guerra terminó con una victoria de las fuerzas leales a Enrique III (hijo de nueve años y heredero de Juan) y la expulsión del territorio inglés de las fuerzas del príncipe heredero de la corona francesa, hijo del rey Felipe que había derrotado a Juan en Francia y que aspiraba a la corona inglesa (el Príncipe Luís que algunos años más tarde sería Luís VIII de Francia). Parece evidente que la rebelión simplemente perdió fuerza y apoyo político una vez que ya no estaba Juan y existía la posibilidad de un heredero legítimo que formara un gobierno que diera garantías a los barones.

En 1225 Enrique III, seguramente aconsejado por los nobles leales a su causa (tenía dieciocho años) firmó una nueva versión de la Magna Carta que se conoce como la Gran Carta de 1225 en un gesto que buscaba, evidentemente, apaciguar a los barones rebeldes que estaban inquietos nuevamente y a quienes necesitaba para sustentar y estabilizar su incipiente reinado. Este gesto termina por legitimar esta idea de “contratos sociales” como un mecanismo para dar gobernabilidad a esa nación.

De esta historia proviene la leyenda de Robin Hood: de la resistencia guerrillera y bandolera al rey Juan, sus sheriff y la Primera Guerra de los Barones. No parece improbable, aunque es pura especulación del autor, que hayan existido este tipo de bandoleros, empujados a la clandestinidad por los elevados impuestos y también asaltantes de caminos dispuestos a depilar los carros llenos de impuestos recolectados. Quizá podamos imaginar, incluso, que uno que otro varón insurrecto, activamente armó y apoyó a grupos clandestinos dedicados a sabotear impuestos o que toleró su existencia. Y quizás no haya faltado el noble que, disfrazado tras el capuchón verde, haya querido participar de algo de piratería revolucionaria: por el pueblo, por el premio y por la Magna Carta; vaya uno a saber.

Una de las escenas clásicas de la leyenda de Robin Hood es el combate con bastones largos (conocidos como quaterstaff) que tiene con el Pequeño Juan. Recién pasado a la clandestinidad, Robin huye hacia el Bosque de Sherwood para esconderse. Al poco andar, se encuentra con un estero bravío que solo es posible atravesar por unas rocas y un tronco cruzado a modo de puente. Cuando lo quiere pasar aparece al otro lado un enorme hombre, habitante de los bosques que demanda un peaje por el paso o bien un duelo a bastonazos. La leyenda dice que el Pequeño Juan derrota a Robin y lo derriba al río desde donde lo salva de ahogarse y lo lleva a su campamento de forajidos que viven en forma libre y clandestina en las profundidades del bosque. Robin termina convirtiéndose en el líder de esos forajidos y los convierte en una feroz banda guerrillera dedicada a atormentar al inefable sheriff y sus recolectores impuestos.

No es casualidad la importancia de los hombres del bosque en la leyenda.

En agosto de 1217, ya instalado el niño rey Enrique III en la corona bajo la protección del regente William Marhsall, conde de Pembroke y conocido en español como Guillermo el Mariscal, se produce una batalla naval en el estrecho de Dover en que es derrotada una flota que trae refuerzos y provisiones a las acosadas tropas francesas. Tras esa derrota, deciden retirarse de suelo inglés el príncipe Luis y sus tropas dando fin a la guerra

Se le atribuye a Guillermo el Mariscal tres actos públicos cruciales que sedimentan el régimen del niño rey a su cargo y la leyenda de Guillermo como un gran estadista. En septiembre de 1217 firma un generoso y compasivo tratado de paz con los barones derrotados, en noviembre del mismo año revalida (con la firma del joven Enrique III) la Magna Carta y complementa esta con una nueva “carta constitucional” emitida ese mismo mes y conocida como La carta del bosque (The Charter of the Forrest). Es evidente el gesto político que implementa Guillermo: la victoria militar de la monarquía se combina con la consolidación constitucional del Estado de derecho, lo que sirve para desarticular el motivo político de los barones rebeldes derrotados.

Lo que es interesante de La carta del bosque es que, a diferencia de la Magna Carta el sujeto al que busca proteger en sus derechos no es un barón o un noble si no un ciudadano común y corriente.

En esos tiempos los bosques eran un recurso esencial para la supervivencia; en ellos se podía casar, recoger hierbas, frutos, leña y alimentar cerdos que se nutrían de las piñas caídas de los árboles. Adicionalmente, en el lenguaje de la época, se denominaban como “bosques” territorios naturales libres que no eran, en el sentido estricto de la palabra “bosques”: esto es, la categoría incluía pastizales y humedales que también contenían caza o que servían para pacer y engordar ganado. En definitiva, el acceso a los bosques era, en esos tiempos, un derecho crucial para las gentes comunes que no tenían tierras propias. En el siglo XIII no existía siquiera el concepto de protección social, de hecho, no aparecería por lo menos en quinientos años. No existía la idea de que era una obligación del gobernante y un deber del Estado proveer los medios de subsistencia mínimos a sus gobernados. Lo que hizo La carta del bosque fue revolucionario porque estableció un derecho al acceso de recursos con los cuales cada cual podía ganarse la vida y lo estableció, nada menos, que como un derecho constitucional.

La lógica indica que Guillermo el Mariscal percibía que los beneficios de la paz debían alcanzar al hombre común. Si bien se vivía en una era de feudalismo y absolutismo, no se debe ser ingenuo y creer que el apoyo popular, las opiniones y estados de ánimo de las personas comunes no eran de todos modos cruciales para el funcionamiento de la política, la economía y el poder. Si los barones se habían atrevido a tamaña revolución era porque los apoyaban sus siervos y campesinos y, por ende, también debían ser desmovilizadas las quejas de esa incipiente ciudadanía por plebeya que fuera.

La carta del bosque es un acto público magistral. En su cláusula 15 establece una amnistía a los que han sido condenados por delitos relacionados con el uso ilegal de los bosques; en sus cláusulas 1 y 3 revierte las declaraciones de categorías de bosque (protegido y prohibido) hechas por los anteriores tres monarcas (Enrique II, Ricardo I y Juan) revirtiendo seis décadas de expropiaciones sistemáticas hechas por la corona de tierras comunales y privadas de comuneros y plebeyos mediante el mecanismo de declararlos “bosques” y, finalmente, en la cláusula 10 se prohíbe la pena de muerte por la caza de venado sin permiso en el bosque y se fija la condena a una multa o una estadía máxima en la cárcel de un año y un día. Es frecuente en las versiones de la leyenda de Robin Hood su rescate de algún plebeyo (usualmente un niño) condenado o perseguido por cazar en el bosque sin permiso para alimentar su famélica y hambreada familia.

Es imposible minimizar la genialidad política de este acto constitucional. Sin embargo, no hubiera sido razonable para Guillermo el Mariscal esperar que el asunto terminara allí. Ya en 1225 Enrique III tuvo que reafirmar su compromiso con las cartas.

A pesar de todo lo avanzado, a las alturas de 1258 un grupo de barones “magnacartistas” liderados por un noble de origen francés llamado Simón de Montfort obligó a Enrique a firmar una reforma constitucional llamada las “Provisiones de Oxford” que prácticamente eliminaban los poderes ejecutivos de la monarquía. Resultaría inevitable, entonces, que entre 1264 y 1267 se produjera la Segunda Guerra de Barones en que Montfort alcanzó a establecer por un período de algo más de un año una suerte de democracia republicana con representación, incluso, de los plebeyos en un parlamento. La radicalidad de las ideas de Montfort para su época condujo al resquebrajamiento de su coalición y a su derrota y ejecución. Pero no por eso moriría el “magnacartismo”.

La imaginación y fantasía sobre el personaje de Robin Hood ha evolucionado con los tiempos. Fueron Douglas Fairbanks y Errol Flynn en sus películas de 1922 y 1938 quienes masificaron la clásica imagen que a estas alturas se ha vuelto un cliché: apretadas calzas marrón de bailarín de ballet, camisa verde y chaquetilla de cuero, gorro verde con una pluma de faisán y una sonrisa perfecta de galán enmarcada por estilizados y exitosos bigotes de mosquetero. En 1973 Walt Disney convirtió a Robin Hood en un zorro (algo parecido a Flynn) y al Pequeño Juan en un oso sospechosamente similar a Baloo (de El libro de la selva de 1967). En 1991 Kevin Costner protagonizó un intento por construir un Robin Hood más a tono con la estética del cine de acción de la época (más guerrero y menos acróbata, más vestido como militar de la época), pero preservando el romance con Mariana como pieza central de la historia. En el 2010 Russell Crowe ya nos entregaba un Robin Hood en las sangrientas y brutales claves cinematográficas de hoy, totalmente desprovisto de romanticismo y ya convertido explícitamente en un líder político “magnacartista” y guerrero profesional de élite.

Pero allí, atrás de su evolución estética está la teoría de Robin Hood: el bandido justiciero y guerrillero constitucionalista.

La reencarnación contemporánea del personaje es, por cierto, Arrow, que es la nueva forma que tomó el superhéroe de DC Comics conocido como Green Arrow en los tiempos en que leíamos cómics físicos (de papel). Hay, como ocurre en la lógica de multiverso de los cómics, muchas variantes del personaje, pero, en general, Arrow es un hijo de la oligarquía de una gran ciudad capitalista que descubre cómo su fortuna y privilegios son, en realidad, el resultado de corrupción, explotación y abuso (algo de parentesco tiene con el Zabalita de Vargas Llosa). Se convierte, entonces, en un vigilante privado que busca ajusticiar a quienes abusan desde posiciones de poder. Y tal como ocurre en las claves del cómic y de los juegos de computador: rápidamente se vuelve lo central la acrobacia bélica y las coreografías de combate con aire de artes marciales orientales, pero claro, esta vez incluyendo arco y flecha.

Green Arrow existe como personaje desde los años cuarenta y, por ende, hay aventuras para todos los gustos; pero, a lo largo de sus historias siempre aparece el tema central que ha inspirado emocionalmente izquierdas de todo tipo a lo largo de las eras: las élites abusan a los pobres y, por lo tanto, hay que defender a los vulnerables y a los menos privilegiados de las tropelías de los poderosos. Aparece frecuentemente, incluso, un viejo tema de la crítica cultural marxista y existencialista clásica: los delincuentes son víctimas de un contexto social alienante y de una economía explotadora; los verdaderos delincuentes son esos inmaculados caballeros que ponen a los pobres en esa posición. Es hacia ellos que apunta sus flechas Green Arrow.

Quizás sea motivo de decepción para el lector enterarse de que mi Robin Hood favorito es otro, con muchas menos pretensiones de seriedad, menos habilidades de combate y menos posiciones heroicas sobre reformas constitucionales. Es el cortometraje de 1958 en que actúa el pato Lucas como Robin Hood acompañado de Porky Pig como el fraile Tuck. Esta extraordinaria cinta animada es una de las mejores expresiones de las características del personaje de Lucas: el clásico antihéroe. Lucas siempre planifica para hacer lo máximo, para lograr todas sus metas, para alcanzar la gloria y siempre fracasa, de allí su perpetuo mal genio. Lucas constantemente se enfrenta al fracaso de sus monumentales planes heroicos, lo que asienta su convicción de que el mundo se ha aliado en contra suyo para no permitirle realizar su destino glorioso. Si revisan los cortometrajes del pato Lucas verán este tema una y otra vez: como explorador espacial, como vaquero, como mosquetero, etc. En su personificación de Robin Hood cae en lo mismo: fracasan todas sus gestas heroicas y cuando trata de atrapar al bailiff entra en una espiral de planes fallidos, catástrofes logísticas y dolorosos accidentes muy al estilo del Coyote y el Correcaminos; véanlo, se los recomiendo.

Hay en la historia de la Magna Carta un definitivo sabor a antihéroes. Está lleno de personajes que ganan perdiendo o que pierden ganando. Nadie realmente triunfa ni pierde completamente. No hay gloria al final, sino un resultado balanceado, negociado, revisable e inestable que tiene que estar siendo constantemente actualizado, que todos entienden como interino. El documento por el que luchan, que negocian o defienden es siempre provisional y transitorio. Siempre tendrá que ser ratificado, enmendado, reformado. Cambiará, como cambia la sociedad. Todos los contratos sociales de alguna época serán, finalmente, derrotados y, sin embargo, el contrato social, como concepto, saldrá triunfante.

Esta es la naturaleza central de la historia este libro: la del anti heroico contrato social.

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