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Libros

3 de Septiembre de 2019

El Arte de Callar: El esperado regreso de Roberto Brodsky

Ana Portnoy

Con endiablada soltura y destreza se mueve Roberto Brodsky entre la ficción y el diario de vida, el ensayo y la crónica en esta novela excepcional. Y lo hace no en un alarde estilístico, sino como método para escudriñar un caso tan real e impactante como intrincado. En marzo de 1990, en Santiago, recién restablecida la democracia, el periodista inglés Jonathan Moyle apareció colgado en la barra del clóset de una habitación del hoy desaparecido Hotel Carrera. La prensa y la policía investigaron, los jueces revisaron los inciertos antecedentes y la ciudadanía comentó y especuló. “La ficción –afirma el autor en el epílogo a esta nueva edición publicada a quince años de su aparición– busca llegar hasta allí donde la realidad no podría desmentirla. Su verdad es una voz, frágil e incandescente, que se sustrae de las acusaciones directas tanto como de las abstracciones demasiado rebuscadas”. Así, los personajes de esta novela no saben todo lo que el lector sabe, y se mueven por la realidad como el novelista por su lenguaje, a tientas, vacilante, pero lúcido y siempre atento a lo que pueda aparecer. Acá, un adelanto exclusivo para The Clinic.

Por

Angosturas

Está decidido, tengo que mudarme. Las cosas sucedieron así: llegamos hacia los once y media a Rancagua. La disco estaba casi sobre la autopista, a la entrada de la ciudad. Estacioné y Lara me ofreció un trago antes de bajar. Había cargado su petaca de aluminio y no dejó de probar durante todo el viaje de ida. Acepté. Traía unos pantalones oscuros apretados a la piel, con relieves de flores y pétalos que brillaban al peinar las pequeñas incrustaciones de raso. No pude evitar el halago. Esos dibujos en tus piernas me marean, querida, le dije sin despegarle los ojos cuando bajamos. Ella me empujó cariñosamente hacia la entrada del local y no protestó cuando la abracé de la cintura y nos paramos a mirar. Presenté la invitación junto con la credencial y nos hicieron pasar a un recinto vasto como un anfiteatro, donde un mozo nos recibió y escoltó hacia una especie de puente en baja altura que rodeaba el escenario central. Tomamos asiento junto a unos vasos de plástico que alguien dispuso de inmediato mientras nos acomodaban. El local estaba atiborrado y hediondo, con gente que fumaba y aplaudía sentada en las mesas distribuidas a todo lo largo y ancho de la platea. Al frente nuestro una de las concursantes realizaba una rutina de saltos, acompañada de diez o doce tipos que hacían mímicas africanas al ritmo de una música de tambores. Pedí algunos datos. Luego vino el turno de una recreación tropical. Las presentaciones continuaron. Cada rutina demoraba entre cinco y diez minutos, hasta que un locutor flaco y jorobado anunció que el jurado se reunía a deliberar. Lara comenzó a apostar. La tahitiana, dos puntos; la tecno, cuatro. Así. En un momento me pareció que se divertía bautizando a las candidatas según sus arreglos. El jurado proclamó a las ganadoras empezando por Divina Day, una chica de pelo rubio y revuelto, no completamente teñido, que subió al escenario a recibir el tercer premio y dio inicio a un número erótico bastante banal, pero gracioso: bailaba ella sola un play back de Madonna y con las luces bajas el cuerpo dibujaba estelas como pequeñas llamas de fuego que salían de las extremidades. Había sido una de las primeras en subir al escenario, antes de que llegásemos. Por eso no la recordaba. Decidí acercarme y la encontré a la salida de los camarines, ya vestida, después de que agradeciera al jurado y cuando ya todo había acabado, mientras el público, las demás concursantes y los organizadores abandonaban la etiqueta de pacotilla y se arremolinaban en la pista de baile. Expliqué que estaba haciendo un reportaje y ella aceptó ir a sentarse con nosotros unos minutos. Le sobraban argumentos para llevarse el primer premio, pero igual estaba contenta. Aquí el desnudo fuerte no se usa mucho, me dijo, pero tomé el riesgo porque es lo que me gusta hacer. Lo mío es mostrar. Lara escuchaba en silencio. Cada tanto robaba una pitada del cigarrillo que la mujer, en verdad casi una chiquilla, sostenía entre sus dedos. Le pedí una cita para entrevistarla. Trabajaba en el Emmanuelle. Saqué la libreta y anoté sus datos junto al nombre de Divina Day y un par de jeroglíficos que me ayudaran a describir el asunto cuando volviera a la redacción. Quedamos de vernos en la semana. Lara la siguió con los ojos cuando ella se alejó. La mini dibujaba pequeñas ondulaciones sobre las curvas del trasero, como una laguna temblorosa bajo la sombra de la melena que caía a sus espaldas. El talle era fino y la polera sin mangas, pegada al cuerpo, se traslucía con el sudor de la piel. ¿Qué miras tanto?, le dije. Ella se sonrió. La Chica Material, diez puntos, sentenció. Nos sumamos a la fiesta y en un momento nos confundimos apretando los cuerpos al ritmo nervioso de la noche. Eran más de las cuatro cuando salimos. En la autopista una neblina densa y tenaz cayó sobre nosotros. Lara se estiró en el asiento y extrajo la petaca con lo que quedaba de licor. Anda despacio, pidió. Tranquila, le dije, evitando distraerme. Reduje la velocidad al mínimo, avanzando a la vuelta de la rueda y con la vista fija sobre la línea discontinua que dividía en dos la ruta, hasta que también las franjas del pavimento quedaron envueltas en una nube sin fondo. De pronto sólo distinguía oleadas de algodón que atacaban de frente y nos sumergían en un universo blanco y amenazador. Bajé un poco la ventanilla. Lara sintonizó la radio y tuvo la suerte de encontrar un especial de Cohen en un programa de madrugada. El locutor presentaba los temas salpicando trozos de biografía con un exagerado dominio del inglés al pronunciar los títulos. Era extraña esa conjunción de la voz aguardentosa y el camino ciego. Sabemos dónde estamos, me dijo ella. Yendo por la carretera equivocada, repuse. Pero vamos a llegar igual. So long, Marianne, agregué siguiendo la cadencia del coro. Lara subió el volumen. Al interior de la cabina el tributo a Cohen era lo único que volaba a un centímetro del piso. Estábamos en una isla, y eso ayudó a que ocurriera. Dejé caer al desliz una mano sobre su rodilla y le dije cuéntame algo o me voy a quedar dormido, pero antes de retirarla ella aflojó levemente la cintura y recostó la pierna en ademán encubridor. Ni siquiera nos miramos. Enseguida el muslo subió y bajó envuelto en la funda del pantalón. Puedes seguir así hasta Santiago, me dijo. Voy a tratar, respondí. Ella se sonrió. Echó la cabeza a un lado y cubrió el dorso de mi mano con la suya. Sentí el raso con el relieve de los pétalos pegados a la piel. Bonitas flores, observé. ¿Te gustan?, giró un poco sobre el asiento para mostrarme el dibujo completo. Siempre han sido tuyas, Bobe, acusó. No te hagas el tonto. A ver, dije y deslicé torpemente una caricia hacia el costado. Recogí el cierre y lo arrastré lentamente hacia abajo, hasta el extremo inferior de la costura. Un resplandor de carne saltó bajo el ángulo abierto del pantalón. Era como descubrir a una criatura hambrienta que sólo esperaba a que le dieran de comer. Me escabullí dentro de la piel tibia, y Lara no me escondió la cara ni el regodeo de sus labios cuando deslicé una caricia por la comba del vientre hacia el calzón. Tuve necesidad de decir algo, cualquier cosa con tal de no soltar el volante. Estamos llegando al punto más estrecho del territorio, informé. De veras, preguntó. Sí, en esta zona el mar y la montaña se juntan sobre una muy delgada franja de tierra, haciendo que el país se hunda como un valle. Aah, suspiró ella, y yo insistí, entre risas ahogadas: en serio, imagínate la montaña por un lado y el océano por el otro: entre esos dos límites estamos nosotros, como una rama sujeta a las profundidades por los misterios de la geología. Aquí Chile no tiene salida; por eso lo llaman El Paso de Angostura, concluí. La excitación me hacía improvisar, como si el hecho de hablarle distraídamente aumentara la deliciosa temperatura del contacto. Y la niebla, ¿tiene algo que ver?, jugueteó Lara. Supongo que la zona se presta para los microclimas, dije, pero no estoy seguro. ¿Y el lugar más abierto?, preguntó. Antofagasta, dije, o quizá Parinacota, en el norte de todas maneras, y ella tiró del pantalón hacia abajo para poder entrar con una mano tomada sobre la mía, mientras sus piernas desfallecían en cámara lenta sobre el asiento. Nuestras caricias se juntaron sobre el borde de un quejido. Ella balbuceó una súplica y su mano se retrajo contra el vientre para dejarme incursionar con descaro. No me había equivocado: era como alimentar a un cachorro hambriento. Sus labios me chupaban en un éxtasis remolón. Empezó a morder y a gemir, uy conchetumadre, qué bueno, y yo aceleré como si su fruición activara la velocidad del deseo y nos impulsara a un cielo de tormenta, cortado por bocanadas de aire caliente. Lara tensó la postura del cuerpo y oí que reclamaba entre dientes: cuidado, huevón, nos vamos a sacar la mierda. Mejor así, le dije, y ella respiró fuerte, oscilando con las caderas tenuemente levantadas. Un remolino ahogó la poca vergüenza que nos quedaba. De pronto Lara se arqueó, jubilosa en el asiento, como partida por un rayo que desataba y rompía su cuerpo en partes desiguales. Eso me enloqueció. Renuncié a recoger la humedad de su lengua que huía inalcanzable y traté de aflojarme el cinturón sin soltar el volante, mientras ella sustituía mis caricias con sus dos manos tomadas en un vaivén apenas cubierto por la superficie del calzón, sobre la arenosa iluminación de sus piernas. Liberé el sexo por completo y ella lo miró con ojos hambrientos, golosos, fijos sobre la carne tiesa en la empuñadura, y dijo, imploró casi: acelera, acelera, mientras yo obedecía con el pie hundido en el pedal y la muerte, queriendo atravesar el estrechísimo paso que impedía que nos tocáramos porque esa excitación no poseía medios para lograrlo, parecía formada por una materia distinta y refractaria a los orificios de rutina. La carrocería del Chevette comenzó a temblar, estremecida como una galleta a punto de romperse por el esfuerzo, y sentí que ella se iba con la vibración, lamiendo la acidez del aire cuando capturé de refilón el radiador del camión que pasaba en dirección contraria, haciendo sonar el trombón de la bocina encima nuestro. El marcador de velocidad pestañeaba en ciento diez, sobre el margen rojo, a la derecha del tablero. ¡Vamos a chocar!, chilló ella con una risotada nerviosa, y no pude más: estaba incomodísimo y solté el pedal justo cuando el acoplado pasaba bufando por el costado, a centímetros del caparazón del Chevette. Un tufo de advertencia, sibilino y envolvente como un escalofrío en la niebla, trepó sobre la carrocería y nos encogió al interior de la cabina. Lara exhaló, apoyada contra el vidrio del copiloto y yo relajé los brazos, dejando que el vuelo nos impulsara hasta un lugar donde estacionar. Me arreglé los pantalones como pude y encendí los intermitentes. Ella se abrochó, cogió un cigarrillo y abrió su ventanilla. Necesito aire, dijo, y los dos bajamos al frío de la madrugada. Estiré las piernas. La neblina comenzaba a disiparse alrededor. Pero habíamos pasado una línea. O peor: estábamos sobre la línea, arriba de un cable que nos hormigueaba en la planta de los pies. Volvimos al auto y al costado del camino comenzaron a surgir anuncios de posadas y moteles, señal de que nos acercábamos a Santiago. ¿Quieres que paremos? No, mejor vamos a la casa, dijo ella. Después nos metimos cada uno en su pieza sin molestarnos, rígidos por la temible expectativa de amanecer mezclados.

*Extracto de El arte de callar. Gentileza de Penguin Random House, Santiago 2019. Presentación del libro el jueves 5 de septiembre a las 19:00 horas en Espacio O de Lastarria, Villavicencio 395. Presentan la actriz Daniela Ramírez y el periodista Daniel Matamala.


Ficha técnica
Título: El arte de callar
Autor: Roberto Brodsky
Sello: Literatura Random House
N° pág.: 336

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