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Mundo

12 de Septiembre de 2019

La dolorosa carta que escribió un padre trabajólico: Su hijo de 8 años murió mientras estaba en reunión

En su cuenta de Linkedin, el empresario J.R. Storment reflexionó sobre su adicción al trabajo y cómo se perdió los momentos más importantes del pequeño.

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El empresario J.R. Storment ostentaba un nutrido currículum en su cuenta de Linkedin. Su mayor éxito fue ser fundador de Cloudability, que le había permitido vivir una vida holgada junto a su esposa e hijos.

Sin embargo, todo ese éxito le significó prácticamente largas jornadas de trabajo ininterrumpido. De hecho, él mismo reconoce que apenas se tomó una semana consecutiva para compartir con los suyos.

Él nunca le había tomado el peso hasta la muerte de su hijo Wiley de sólo ocho años. En una carta viral, Storment revela que se enteró en medio de una reunión y que desde ese día no ha vuelto a trabajar. Te compartimos a continuación la carta íntegra.

Es más tarde de lo que crees

Hace 8 años, en el mismo mes, cofundé Cloudability y tuve hijos gemelos. Hace unos 3 meses, compraron Cloudability. Hace unas 3 semanas, perdí a uno de mis hijos.

Cuando recibí la llamada, estaba sentado en la sala de conferencias con 12 personas, en nuestras oficinas de Portland, hablando sobre políticas PTO. Unos minutos antes, había admitido en el grupo que en los últimos 8 años no me había tomado más de una semana libre seguida.

Mi esposa y yo tenemos un acuerdo: cuando uno de los dos llama, el otro responde. Así que, al sonar el teléfono, me levanté y salí inmediatamente por la puerta de la sala. Aún estaba traspasando el umbral cuando le dije: “Hola, ¿qué pasa?”.

Respondió enseguida con voz helada: “JR, Wiley ha muerto”.

“¿Qué?”, dije con incredulidad.

“Wiley ha muerto”, repitió.

“¡¿Qué?! ¡No, no!”, grité.

“Lo siento, tengo que llamar a emergencias”.

Esa fue toda la conversación. Lo siguiente que hice fue salir corriendo por la puerta de la oficina con las llaves del auto en la mano, iba por la calle murmurando “mierda, mierda, mierda”. A medio bloque de distancia me di cuenta de que no tenía el mando para abrir la puerta del estacionamiento. Corrí de vuelta a la oficina y grité “¡Que alguien me lleve, que alguien me lleve!”. Afortunadamente, un compañero lo hizo.

Llegué a casa 12 minutos después, y el callejón estaba lleno de vehículos de emergencia. Corrí por la puerta y fui directo al dormitorio que compartían mis hijos. Media docena de policías me bloquearon el paso. Cuando un niño muere de repente, se convierte en una potencial escena del crimen.

Pasaron 2,5 dolorosas horas antes de poder ver a mi hijo. Tras una hora esperando en shock, les dije a los policías armados que vigilaban la puerta que no podía esperar más. Me dejaron acercarme para mirar a través de la ventanilla de cristal. Estaba tumbado en su cama, tapado, y parecía dormir tranquilo. Puse la mano en el cristal y ya no aguanté más.

Cuando el examinador médico terminó su trabajo, nos permitieron entrar y una extraña calma se apoderó de mí. Me tumbé junto a él en esa cama que le encantaba y no paraba de repetir: “What’s up, bro? What’s up?”.

Me quedé unos 30 minutos a su lado y le acaricié el pelo antes de que vinieran con una camilla a llevárselo. Salí con él sosteniendo su mano y su frente a través de la bolsa para cadáveres. Entonces se fueron todos los vehículos, el último fue la mini furgoneta negra que tenía a Wiley dentro.

Wiley estaba obsesionado con montar un negocio. Un día era un puesto de jugos, al otro una galería de arte, luego una compañía de realidad virtual, luego otra para construir naves espaciales. En todos estos escenarios, él era el jefe. Su hermano (a veces nosotros) era invitado a trabajar para él, no con él, y se asignaban tareas. Por ejemplo, en la galería, tenía que ocuparse de la caja registradora.

Cuando tenía 5 años, Wiley decidió que quería casarse de adulto. A los 6 años, ya había identificado a la chica, dándole la mano en el recreo el primer día del jardín infantil. En los siguientes dos años, nos estuvimos mudando de Portland a Londres y a Hawái, y mantuvo el contacto con ella enviándole cartas escritas. Poco antes de que volviéramos a Portland, ambos estuvieron de acuerdo (por carta) en casarse. Ella se lo pidió y él aceptó. Felizmente, se vieron dos veces después de que volviéramos a Portland en junio.

Uno de los incontables momentos difíciles de este mes fue firmar su certificado de defunción. Ver su nombre escrito arriba fue muy duro, pero rellenar algunos campos me destrozó. El primero decía “Ocupación: Nunca trabajó” y el siguiente “Estado civil: nunca contrajo matrimonio”. Él tenía muchas ganas de hacer ambas cosas. Me siento a la vez afortunado y culpable por haber tenido éxito en ambas.

En las últimas tres semanas se me han ocurrido una cantidad interminable de cosas que lamento. Suelen entrar en dos categorías: las cosas que desearía haber hecho de forma distinta y las cosas que me apena no haberle visto hacer. Mi esposa me recuerda constantemente las cosas que sí hizo: Wiley viajó a 10 países, condujo un auto en una granja en Hawái, hizo senderismo en Grecia, buceó en Fiji, se puso un traje para ir a una maravillosa escuela británica durante dos años, fue rescatado de un tiburón con una moto acuática, ha besado a muchas chicas, era lo bastante bueno al ajedrez como para derrotarme dos veces seguidas, escribía historias cortas y dibujaba cómics obsesivamente.

Y entonces murió en su cama, de noche. La tarde anterior fue normal. Wiley estaba sano y comprometido. Unos amigos con hijos se quedaron a cenar. Todos saltamos en la gigante cama elástica que compramos para la casa nueva, que solo teníamos desde hace unas semanas.

Esa tarde, Wiley se puso mandón con los otros niños (aparte de su madre, es una de las personas más testarudas que conozco) y empezó a decir que estaban jugando mal. Yo me lo llevé a un lado y fui estricto con él. Demasiado, quizá. Y le hice llorar. Esa fue una de nuestras últimas interacciones y no puedo más que arrepentirme. Aún veo sus lágrimas cayendo y protestando. “Pero no me escuchas. Nadie me escucha”.

Unas horas después se había calmado todo. Encargamos comida y Wiley pidió su favorita: Arroz con dhal amarillo. Luego llevamos a los niños a la cama. Hablé dulcemente con Wiley y me disculpé por hacerle llorar. Nos abrazamos y me fui a dormir.

Unos 15 minutos después, estaba en la cama y vi su figura en la habitación a oscuras, tan alto y esbelto para su edad, subiendo las escaleras a nuestro dormitorio.

“No puedo dormir, papá”.

Unos vecinos estaban de fiesta con música fuerte y no le dejaban dormir. Le llevé de vuelta a su cuarto y cerré todas las ventanas. Dijo que así estaba mejor. Le di otro abrazo y me fui a la cama.

A eso de las 5:40 me levanté para preparar un puñado de reuniones. Llamó un analista al que atendí desde casa, un compañero mientras iba camino a la oficina y el resto ya allí. Nada de eso parece importante ahora. Esa mañana me marché sin decir adiós ni ver cómo estaban los niños.

Más tarde, Jessica pensó que Wiley estaba durmiendo hasta tarde. Le encantaba dormir, su cama, y llevaba una semana de acostarse tarde y muchas actividades divertidas con amigos durante el día. Pero llegó un momento en el que le pareció que dormía demasiado y fue a ver.

Estaba frío. El examinador médico estimó que llevaba muerto al menos 8-10 horas cuando lo encontró, indicando que falleció por la noche, temprano.

El año pasado se le diagnosticó a Wiley una forma generalmente benigna de epilepsia llamada epilepsia rolándica, común en niños entre 8 y 13 años. Normalmente acaba desapareciendo sola con la pubertad. La de Wiley era muy ligera: solo tenemos confirmación de que tuvo un ataque. Ocurrió hace nueve meses, mientras visitábamos Portland cuando aún vivíamos en el Reino Unido.

Todos los pediatras y neurólogos con los que hablamos del tema dijeron que no había mucho de qué preocuparse. Tenía el “mejor” tipo de epilepsia y debíamos dejar que pasara. Ninguno mencionó lo que le mató: SUDEP, muerte súbita e inesperada por epilepsia.

Es tan rara que hay un debate en la comunidad de neurólogos sobre si se debe mencionar a los padres.

SUDEP suele ser impredecible, no prevenible e irreversible una vez que empieza. Puede estar ligada a un ataque, pero a menudo el cerebro se apaga, sin más. Estadísticamente, era improbable que le tocara a nuestro hijo, ya que sólo afecta a 1 de cada 4.500 niños con epilepsia. Pero a veces eres la excepción.

Muchos preguntan qué hacer para ayudar. Abracen a sus hijos. No trabajen hasta tarde. Lamentarán no haber gastado tu tiempo en ciertas cosas cuando ya no tengan ese tiempo. Seguro que tienes reuniones con clientes o de trabajo planificadas. ¿Te reúnes regularmente con tus hijos? Si hay una lección que sacar de esto, es recordarles a otros y a mí mismo no perderse las cosas que importan.

Aún no he vuelto a trabajar, así que, si alguien me ha mandado un mensaje, no lo habré respondido. Cuando vuelva, quizá declare una bancarrota de emails.

La cuestión es cómo volver al trabajo de una forma que no me haga volver a arrepentirme como hago ahora. La verdad es que he pensado no volver.

Pero como dijo Kahlil Gibran: “el trabajo es amor hecho visible”. Para mí, esa frase muestra lo que ganamos, crecemos y ofrecemos a través del trabajo que hacemos. Pero el trabajo necesita un equilibrio, y yo raramente lo he vivido. Uno que nos permita ofrecer nuestros regalos al mundo, pero no a costa de uno mismo y su familia.

Mientras escribía esto, mi hijo Oliver vino a pedirme jugar al computador. En vez de decirle que no, como hago habitualmente, dejé de escribir y le pregunté si podía jugar con él. Quedó felizmente sorprendido por mi respuesta y conectamos de un modo que anteriormente me habría perdido. Los pequeños gestos importan. Algo bueno en esta tragedia es que mi relación con él sigue mejorando.

Nuestra familia ha pasado de ser dos unidades de dos (los padres y los gemelos) a ser un triángulo. Oliver dice: “pero papá, el triángulo es la forma más fuerte”. Por alguna triste y bella ironía, Oliver ha conocido a tres parejas de gemelos de ocho años en el vecindario desde que murió Wiley.

He aprendido a dejar de esperar para hacer las cosas que piden los niños. Cuando vendimos el negocio, les di a cada uno de los niños un billete de 100 dólares y ellos decidieron que lo juntarían para comprar una carpa para ir a acampar. Pero no lo logramos antes de que Wiley muriera. Otra cosa que lamento. Así que cuando acabó la primera ronda de visitas tras su muerte, me llevé a Jessica y Oliver a la tienda y salimos deprisa de la ciudad para ir a acampar cerca del monte St. Helens.

No sé cómo, pero llegamos a la zona y no teníamos suficiente efectivo para pagar la tarifa de campamento y tuvimos un ataque de pánico. Entonces Jessica se dio cuenta de que el billete de 100 de Wiley aún estaba en el bolsillo de su asiento.

Toda la familia le dio las gracias en voz alta. Fue uno de los muchos momentos agridulces que experimentaremos el resto de nuestras vidas. Cada momento feliz trae la tristeza de que él no está ahí para experimentarlo.

Wiley era feliz escuchando música y bailando, y bailaba muy bien. Le encantaba la feria del Country de Oregón, y el año antes de ir a Londres, escuchamos ahí a una banda que tocaba una versión de “Enjoy yourself (it’s later tan you think)”. La letra se me quedó pegada ese día hace tres años y ahora la recuerdo dolorosamente:

“Trabajas y trabajas durante años y años, nunca paras, no te tomas un minuto libre, estás demasiado ocupado ganando plata. Algún día, dices, te divertirás, cuando seas millonario. Imagina lo mucho que te vas a divertir en tu vieja mecedora. Disfruta, es más tarde de lo que crees. Disfruta, mientras aún seas joven. Los años pasan rápidos como un parpadeo. Disfruta, disfruta, es más tarde de lo que crees”.

Mientras mi esposa escribe su precioso artículo (ella siempre ha sido más elocuente que yo) todo lo que queda es recordar: “Por favor, pregúntanos por la vida y muerte de nuestro hijo. Nos curamos un poquito mientras hablamos de ello”.

De estas cenizas han surgido muchas conexiones nuevas y restauradas. Gracias por ser una de las mías. Y espero que con esta tragedia empieces a considerar las prioridades de tu propio tiempo.

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