Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Entrevistas

1 de Octubre de 2019

“Transición democrática es un eufemismo para hablar de impunidad”

Cedida

Este gallego de 38 años, catedrático de la Universidad de Princeton, analiza en su libro "Culpables por la literatura: imaginación política y contracultura en la transición española" (Akal, 2017), las claves de una generación que tomó decisiones en la transición española. Las consecuencias de esas decisiones, sus pactos y sus silencios, “reviven” en la actual situación de estancamiento que vive España, con cuatro elecciones generales en cuatro años.

Por

La encrucijada española actual tiene su raíz en los pactos de la transición. Así lo ve el español Germán Labrador (Vigo, Galicia, 1980), quien desde hace diez años analiza la cultura española en el departamento de Español y Portugués de la prestigiosa universidad de Princeton, Estados Unidos. Tras años de investigación poniendo el foco en las tres generaciones que se vieron involucradas en la recuperación de la democracia en España, analiza los efectos colaterales que privilegiaron un sistema político bipartidista, que “colapsó” en 2011 con las exigencias de los “indignados” en la puerta del sol madrileña.

Pero antes ya había dado muestras de fallos. Lo cruel del asunto es que cuando comenzó a dar fallos, la transición española se “exportó” a Latinoamérica en los noventa. Fue así como el modelo fue imitado por las débiles democracias que salían heridas de horrendas dictaduras y que se aferraban a un modelo que incluía en el mismo paquete las primeras privatizaciones.

Por eso es tan importante para ojos de cualquier país latinoamericano la crítica a la transición española. 40 años después de las primeras elecciones, 40 años después de la primera Constitución, hacen falta otras miradas que revisen lo que se pactó en ese entonces y su influencia en el presente.

La de Culpables por la literatura es una de estas miradas, pero es especial porque te has valido de la contracultura, poniendo el foco en los costes personales y sociales de esas luchas que llevaron a la marginación de la juventud democrática. Tú lo dices mejor, “hay una deuda de memoria con los sueños de esa generación”. ¿Todas las transiciones dejan deudas, efectos colaterales?

Sí y no. Lo diría al revés: toda transición está necesariamente mal hecha si no incorpora elementos cruciales de ruptura. Transición democrática es un eufemismo para hablar de impunidad. Aún asumiendo que una transición representa un proceso tutelado por el cuál una élite política y militar acepta ceder una parte de su poder para facilitar un cierto juego parlamentario a cambio de una serie de garantías, los márgenes de ese juego y de esa cesión sí pueden ser negociados. Hay ejemplos de transiciones profundas, como el proceso puesto en marcha por Gorbachov en la antigua Unión Soviética, y suelen tener respuestas involucionistas, como fue el golpe de Yeltsin. En general, una transición presupone el mantenimiento del status quo económico, lo que representa en la práctica la legitimación de las violencias en las que dicho status se basa, los procesos de saqueo, de acumulación originaria. Pero, además, una transición suele ser una respuesta política reformista puesta en marcha por un aparato político autoritario para contrarrestar la presión social y ciudadana. Ese elemento, la presión popular, determina muchas de las cesiones que ocurren durante una transición, típicamente de carácter simbólico, pero no solamente.

En la transición los ciudadanos lograron derechos nominales, pero no lograron modificar la correlación de fuerzas asentada por Franco. Las luchas sindicales consiguieron un aumento del poder adquisitivo obrero, que fue revertido justo después por una estratégica devaluación de la peseta. Y es que una transición sí conlleva una relativa pérdida de poder para la élite al mando, pero sólo a cambio de la legitimidad que gana al integrar a un sector de su oposición. En cierto sentido, una transición consiste en aceptar seguir alimentando tus demonios a cambio de que te saluden.

Transición ejemplar

-A los chilenos se nos ha “vendido” la transición española como “excepcional y modélica”. ¿Cuándo los españoles comienzan a darse cuenta de que esto no es así?

Es interesante pensarlo históricamente, porque a la altura de 1980 no eran pocos los que pretendían “vender” el golpe de Pinochet como una “solución” para “ordenar” la España postfranquista, aquello que Vázquez Montalbán nombró como “la vía chilena hacia el golpe de estado”. El contexto europeo aconsejó a los mismos partidarios de las intervenciones militares en América Latina ensayar otras formas de injerencia menos traumáticas. La transición española fue vigilada desde dentro y desde fuera. Hubo asesinatos políticos, matanzas de opositores, terrorismo de estado. Para nadie vinculado emocional y cívicamente con las luchas obreras, estudiantiles, vecinales del momento la transición pudo nunca ser considerada ni excepcional, ni modélica. Al contrario, se vivió como un proceso histórico decepcionante para quienes albergaban esperanzas de cambios estructurales. El discurso eufórico vino de la mano de sus principales beneficiarios. Pero la pregunta es sólo una ¿modélica para quién? Desde la perspectiva de las élites franquistas sin duda que lo fue, a pesar de las concesiones hechas a una ciudadanía movilizada. Ahí entrará el PSOE, para restringir y canalizar en la década siguiente esas concesiones, vía reformas económicas y sociales. Y fueron los publicistas del PSOE los que construyeron ese mito de una “transición ejemplar”, y lo hicieron con dinero público.

-Tu libro aporta una nueva visión a las revisiones románticas y pro monárquicas de la transición ¿Hay espacio en España para la revisión de la transición a través de un ensayo como el tuyo? ¿Qué tal ha sido la recepción de tu libro?

La base del proyecto es intentar un relato de la época que ponga en el centro no a los actores institucionales del periodo sino las prácticas ciudadanas, las percepciones populares, la experiencia cotidiana. Cuando no son los intereses del Estado los que importan, sino las reivindicaciones civiles, las luchas por los derechos democráticos, la presión popular, la imagen del periodo cambia. Al tiempo, se produce una ampliación de las experiencias, una democratización de la historia: la transición no fue, desde una perspectiva ciudadana, una sola cosa, sino un conjunto de cosas, un clima, un campo de posibilidades, un imaginario colectivo. Dedico el centro de mi proyecto a pensar cómo se elaboró ese imaginario, en qué consistía la democracia para una juventud antifranquista, empeñada en la ruptura personal y colectiva con el franquismo. Para esta juventud, las expectativas democráticas tenían más que ver con las formas de vida justas y deseables que con votar cada cuatro años a un señor para que haga lo que quiera. Había distintos modelos de democracia en juego, y la que se impuso no incentivaba la participación popular, ni las demandas de la sociedad civil. Los derechos de las mujeres, de los colectivos LGTBI, de los jóvenes fueron laminados. Las instituciones eran moralmente muy conservadoras, pero la sociedad en transición era muy vanguardista.

-Divides tu análisis en tres generaciones desde 1968 a 1986: antifranquistas (la generación marcada por mayo del 68), la generación de 1977, y los jóvenes de la Movida de los años ochenta. Un viaje desde las barricadas y las molotov hasta la exaltación de la superficialidad y la falsa democracia. ¿Por qué te has interesado en abordar el desencanto como eje que atraviesa a estas generaciones?

No es sólo el desencanto lo que me interesa: me interesa también la derrota y la voluntad de no claudicar en un proyecto político generacional. Si los jóvenes de 1968 asumieron los ideales políticos y éticos de su generación, el mandato de enterrar al régimen, hacer la revolución y cambiar la vida, cuando Franco se murió, muchos de ellos ya tenían trabajo estable, familia y casa. La transición se corresponde entonces con el proceso de su envejecimiento social. Esto les obliga a adaptar y/o traicionar sus ideales, lo que crea problemas. En el aburguesamiento de una parte de esa generación hay muchas claves de época, como la vulnerabilidad de las nuevas élites ante la corrupción, su autoritarismo, su derechización. Justo en el momento en que los jóvenes del 68 comienzan a hablar de compromisos y reformismos, sus hermanos menores, los del 77, que han sido educados por ellos en esas ideas van a tomar el relieve. Y lo harán de una manera más lúcida, más lúdica y más radical, conscientes de las trampas de la militancia, la ideología y los partidos autoritarios, y más interesados en la comunidad, las plataformas de base, las luchas concretas y el goce. A comienzos de los ochenta, todo este cóctel de época se visualiza a en una juventud sin rumbo, desmantelada, sin trabajo ni horizontes, criminalizada y encarcelada, psiquiatrizada, adicta a la heroína y muy pronto enferma. Aparece entonces el VIH. La mortalidad juvenil es uno de los procesos más dramáticos del periodo y menos conocidos. En los años ochenta una generación desaparece prematuramente, mientras su música, su cómic, sus valores morales son ensalzados como la nueva cultura democrática.

La Constitución de 1978

-¿Qué democracia era la que se imaginaban esos jóvenes? ¿Qué representó para esas vidas la “imposición” de la Constitución de 1978?

Yo diría que había un ideal de ciudadanía basado en la participación, la ruptura y el goce. Las ideas sobre emancipación individual y colectiva eran muy importantes, la unión de lo personal y lo político, la emancipación de la moral franquista, de las instituciones burguesas, de la familia patriarcal, del trabajo asalariado y la sociedad de consumo… Aparecía una agenda que hoy identificaríamos con el ecologismo: derecho a la ciudad, trasportes alternativos, vida sana, comunidad con la naturaleza, medios de comunicación ciudadanos. También las luchas feministas son muy importantes. Y las ideas participativas del municipalismo, de una democracia de poder distribuido y base comunitaria, con redes vecinales y barriales, proyectos locales, etc. Otro tema clave era la multiculturalidad de eso que llamamos España, la emergencia de sus otras lenguas (gallego, catalán, euskera…) y tradiciones periféricas, federales, regionales. También se movilizan comunidades como la gitana, marginadas históricamente. Es un momento de emergencia civil multiforme, desregulado. La transición fue un proceso de continuidad si lo vemos institucionalmente. Pero desde la perspectiva ciudadana, fue una revolución cultural. Otra cosa es la penetración y el retroceso de esa revolución en los años siguientes. Y ahí aparece la cuestión del desencanto que mencionabas.

-Cuéntanos algunos mitos de la Movida. En Chile se “compraron” muchos. Incluso yo que llegué en 2000 a España y me creía que iba a encontrar algún resabio.

La idea de que Madrid era la ciudad más divertida del mundo, la Nueva York de Europa, que España era un país nuevo, que había saldado su herencia de división y conflicto, y se proyectaba al mundo para conquistar con su cultura un nuevo imperio. La Movida es sólo una de las imágenes que se quieren proyectar desde el estado postfranquista para dotarse de un traje nuevo. Operaciones como los Juegos Olímpicos del ‘92 y las celebraciones del V Centenario sirvieron para enmarcar ese espíritu de novedad, que enmascaraba intereses económicos, reformas urbanas, y una legión de nuevos perdedores históricos. La música pop-rock española, las películas de Almodóvar, podían servir para construir ese nuevo escaparate. Sin embargo, no lo hacían sin ruido. La estética de la contracultura, sus mensajes, su espíritu venían de atrás y querían ser un revulsivo contra la sociedad franquista. Pero a pesar de ese origen contracultural, en los años ochenta muchos de esos productos se habían aclimatado, y resultaban inofensivos, folclóricos casi. Entonces, una vanguardia formal, desprovista de contenido, se promovió como literatura, arquitectura o teatro oficiales de la nueva democracia. Pero todos los experimentos en favor de una estética de la ruptura tensaban por debajo esas estéticas nuevas. Hay una cara B en el mito de la Movida, llena de muertos y de luchas.

-¿Crees que todo este cuestionamiento a la cultura de la transición ha incomodado de verdad a alguien? Está el cuestionamiento del 15M, el de Podemos, el de las Mareas, la revisión feminista, la de los expatriados, la de nuevos movimientos sociales, pero lo cierto es que Felipe González o Aznar siguen por ahí dando conferencias…

Lo interesante del mito transicional es que la distancia entre la verdad oficial y la experiencia colectiva es tan grande que al mito le falta agarre. La transición no ha conseguido crear monumentos, lugares de memoria, sus imágenes se basan en saqueos y reinterpretaciones de las luchas civiles. Obviamente, siempre va a existir una versión oficial de la historia, y mientras haya recursos públicos y privados para financiarla esta obedecerá a los intereses de los ganadores de la transición. Pero la percepción cada vez más extendida es que la verdadera historia de la democracia es la historia de los perdedores de la transición, la única que es democrática. A nivel colectivo, el relato de un rey democrático (una contradicción en si misma), inimputable, una clase política modélica, aforada, y una población ignorante y agradecida por una democracia maravillosa regalada ya no cuaja.

-¿Es posible a 40 años, saldar esas cuentas pendientes de la transición?

No lo creo. Aún no inventamos la máquina del tiempo. El pasado no puede saldarse más que simbólicamente, pero esas cuentas pendientes determinan el presente, lo que es más importante. El peso de la transición es tan grande que hace que hoy en día, en julio del 2019, en España sea imposible un pacto de gobierno entre fuerzas de izquierdas, porque ese fue uno de los límites que entonces se marcaron. Se trata de los efectos diferidos del mito del consenso obligado, y el miedo a traspasar los límites marcados hace cuatro décadas. Pero la ausencia de un relato histórico alternativo fuerte permite que la opinión pública asuma como normales en democracia cosas que no lo son, como que la socialdemocracia opere a favor de los intereses empresariales del peor nacionalismo español.

-Me queda claro en el 68 que no existías, pero ¿dónde estabas en 1986?

Disfrazado de Batman. Nos acabábamos de mudar de ciudad: nací en un barrio muy castigado por la crisis de heroína de los ochenta y mis padres pensaron que ese no era un lugar para niños. Creo que mi primer recuerdo político fue la campaña anti-OTAN de 1986, pero en la tapia de mi escuela todavía se podía leer «libertad para Tejero», el autor del golpe de Estado de 1981.

“Culpables por la literatura” se puede adquirir en formato ebook en https://www.akal.com/libro/culpables-por-la-literatura_35239/edicion/ebook-37598/

Notas relacionadas