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Actualidad

23 de Octubre de 2019

Columna de los creadores del podcast Microtráfico, que vincula música y política: “Esto no salió de la nada”

Microtráfico es un podcast donde se habla del rol político de la música. En este espacio de opinión sus creadores, Andrés Panes y Miguel Ángel Kastro, comentan cómo artistas como Pablo Chill-e llevan bastante tiempo hablando del descontento social y la reivindicación.

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Somos hijos de la educación pública, salidos de liceos con número de La Florida y Puente Alto. Después pudimos entrar a la universidad y los dos nos sentimos estafados. Ninguno terminó su carrera, pero nos pusimos a trabajar de una en lo que nos gustaba, hasta convertirnos en un artista visual y en un periodista de música.

Insertarnos en el mundo de la cultura significó lidiar con gente de realidades muy distintas a las nuestras y nos dimos cuenta de que vivimos en un país donde dedicarse a las actividades artísticas posee tristes ribetes de privilegio. Por suerte, la realidad se chasconeó. Con la masificación de los estudios de grabación caseros, en los últimos años hubo un cambio cuyo primer síntoma notorio, aventuramos, fue una avalancha de discos de rap orgullosamente autoproducidos, un modus operandi que luego se volvería la norma de la música urbana, por lejos el fenómeno más interesante del cancionero chileno en años y ciertamente una señal de lo que estaba cocinándose en el país antes del estallido social que tanto nos esperanza.

Desestimada y resistida por la alta cultura tal como hace un siglo los gringos conservadores le temían al jazz, la música urbana chilena nos conmovió porque se colaban en ella, entre su contagiosa rítmica mueveculos, unas cuantas verdades acerca de la vida en la periferia.

A pesar de la brecha generacional que implica tener 33 años, nos identificamos con Pablo Chill-E diciendo que “los pacos, los ratis, también el congreso, han robado más que todos mis compadres presos” en “Facts”, una canción que además cita a “Sólo le pido a Dios” de León Gieco, como estableciendo un puente histórico hacia el pasado latinoamericano. Incluso en un dembow ultra vacilón como “Flyte”, junto al dominicano El Futuro Fuera de Órbita, el líder de la Shishigang deslumbra por la acumulación de sentido en todo lo que hace.

Uno: reivindica el término “flaite” con el que los hijos de la clase obrera han sido denostados históricamente. Dos: se apropia del término y lo vuelve una suerte de “nigga” chileno, un producto deseable incluso para hijitos de papá e incluso digno de exportación (asombran los videos de El Futuro Fuera de Órbita con sus panas diciendo “somos los flaites de Nueva York” parados en la Gran Manzana). Tres: se refiere al tema inmigratorio directamente en un coro que versa “los flaite y los domi haciendo money”.

Podríamos seguir, pero la idea de fondo es que Pablo Chill-E, nuestro propio 2Pac, es un artista tan digno de análisis como cualquier otro de los letristas que han sintetizado con maestría la realidad chilena, desde Víctor Jara hasta Jorge González, pasando por Mauricio Redolés o Cristóbal Briceño.

Microtráfico, nuestro proyecto sobre música urbana, partió como una excusa para juntarnos a conversar infinito sobre la música que estamos escuchando, la actividad a la que más nos hemos dedicado desde que nos conocimos siendo pingüinos. Se trata de un podcast sobre música urbana en el que intercambiamos sensaciones e ideas acerca del devenir de un fenómeno que siempre consideramos contracultural.

La noche en que decidimos su realización, escuchamos al menos 10 veces el “Mambo para los presos” de Yiordano Ignacio, objeto de polémica para la prensa mainstream, pero, para nosotros, una crítica al sistema penal magistralmente articulada por cabros de población que hace un tiempo nunca hubiesen pensado en ser cantantes. Que ahora exista esa posibilidad para jóvenes como ellos es una revolución de la que quisimos ser partícipes desde nuestra vereda, que es un programa de conversación equivalente al ejercicio de echarse al pasto a mirar las nubes y descifrar su forma. Nosotros decidimos aportar desde ahí a la fuerza del movimiento.

Por fin empezamos a ver a gente con el mismo aspecto de nuestros compañeros de liceo y de nuestros vecinos haciendo música. ¡Y música mortal! No tenemos ninguna duda acerca de que BlackRoy, un solista que hasta hace no mucho estuvo privado de libertad, es un genio de la cantautoría urbana capaz de escribir coros pegajosos en cosa de minutos. BlackRoy, que también usa el apodo Young Teflai (“joven flaite” en una maravillosa combi de inglés y jerga local), es un apóstol del coa chileno y su riqueza que, al ser entrevistado, plantea la necesidad de reivindicarlo y aboga por su incorporación al ya muy amplio acervo de la música urbana, donde no todos son necesariamente callejeros, pero cada uno está conectado a su manera con lo que pasa en Chile.

Ejemplo insigne: Gianluca, que se hizo conocido cantando sobre una melancolía típica de acá en “Siempre triste” y siguió calando hondo con temas salpicados de alusiones a la crisis de salud mental que sufre este país, otra verdad que tratan de esconder desde arriba los mismos que le echan leña a la epidemia depresiva con malas condiciones de vida. Esa clase dominante que no está interesada en hacerle frente y prefiere verla como un tema privado cuando en realidad es un asunto absolutamente público.

Los jóvenes artistas chilenos que mencionamos son caras visibles de un movimiento que le ha dado voz y cámara a gente y lugares que antes permanecían ocultos por no acomodarse a la estética de mall con que nos muestran a Chile desde la prensa grande, donde jamás hubo un acercamiento serio al fenómeno.

Cuando Canal 13 emitió su reportaje sobre narcocultura, estigmatizando a la música urbana como delincuencial, sacamos un episodio del podcast reclamando por su enorme clasismo y condenando su ceguera. Para los cabros en la música y para nosotros, lo que estaba pasando acá, la olla a presión a la que se refiere El País, era una cosa tan evidente que, una vez que se hizo el llamado a salir a las calles a dar cara por la dignidad y hacerse partícipes de esta verdadera explosión de amor propio, los primeros en apañar fueron intérpretes como todos los mentados y un ejército más de chicos que sabían, muchos de ellos en sus entrañas, en su piel, que ahora era cuando.

El portal que abrió Pablo Chill-E con ‘Facts’, a su vez heredera de todo nuestro cancionero de protesta, ahora es transitado por gente como Marginal 98K, un grupo de Conchalí y Quilicura (“el gobierno quiere delincuencia, por eso decimos fuck-fuck the police”, versa la letra de “Tírala”) o el puentealtino leninista Valenciaga Falsas, que escribió la canción definitiva sobre el sentir nacional justo antes de que explotara en el rostro del poder. Un tema llamado “Devuelvan los pe$o” que dice, por ejemplo, “la vida en la periferia siempre es más complicada, el estado no hace ni una hueá, ni una hueá, ni una hueá / la gente que es más esforzá, sufre más, sufre más, qué injusta esta vida culiá” y tiene un coro que parece diseñado para una marcha: “cuicos culiaos devuelvan los peso, pacos culiaos devuelvan los peso, milicos culiaos devuelvan los peso, feos culiaos no se hagan los leso”.

La postura antiyuta no es algo de los últimos días. Tampoco el descontento. Todo eso estaba ahí, en las voces de gente muy joven, en canciones con el tutuntuntún del reggaeton y las voces autotuneadas del trap, en la mera existencia del “mambo pistola” al que nosotros preferimos llamar “mambo poblacional” ante la necesidad de distinguirlo por respeto a Pérez Prado.

Había una cosa en el aire que la elite, con su educación en el extranjero y todos sus posgrados, nunca supo leer, pero que esta camada de artistas supo no solamente entender, sino también convertir en arte. Nosotros mismos, patipelados sin ninguna calificación, podíamos olerla. Se chorrea en los episodios del podcast, ahora que lo pensamos. Tenemos uno donde hablamos sobre el trolleo inmisericorde a ciertos artistas y por ahí lanzamos que “quizás hay una necesidad de aglutinarse contra algo” antes de hacer un llamado a dirigir la rabia contra el verdadero enemigo, la clase política que nos caga a todos.

En otro capítulo, que titulamos “Drogas, depresión y trap”, describimos las sensaciones de mierda que atraviesa un santiaguino promedio en su vida cotidiana y la infelicidad que produce en la población tener que someterse a algo así de insostenible. No contamos esto porque queramos aserrucharle el piso a los analistas políticos o cachiporrearnos, porque ojalá nos hubiésemos equivocado, sino para recalcar que no había que ser ningún genio para darse cuenta porque ninguno de los dos es experto en política, como dicen ser los giles que salen en la tele hablando una pescada tras otra. Y si nosotros, de puro fumar pitos escuchando trap, pudimos leer la situación, nos preguntamos qué más necesita Piñera para pegarse el alcachofazo y dejar el poder. Su permanencia en La Moneda obstaculiza la dignidad que Chile exige. 

Andrés Panes & Miguel Ángel Kastro / Microtráfico / 22 de octubre de 2019.

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