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Reportajes

28 de Octubre de 2019

La historia de Víctor Marileo: Una bala militar en el rostro

La madrugada del domingo 20 de octubre, Víctor Marileo estaba dentro de su casa con su esposa Cristina Rivas. Allí, dentro de su casa, recibió un disparo militar que le impactó en la mejilla derecha. Aquí su esposa y sus tres hijos, Alexis, Kimberly y Ángelo, cuentan su historia, la de un hombre trabajador, honesto, que fabrica rodillos para pintar y que hoy se recupera milagrosamente de una bala que pudo haberlo matado.

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Cuando despertó, se dio cuenta de que estaba en una linda habitación de una clínica privada en Vitacura. Su mejilla derecha estaba cubierta de vendajes y gasas, su cuerpo sobre una camilla y no podía hablar: lo habían conectado para que pudiera respirar mejor. Su esposa Cristina Rivas y sus tres hijos – Angelo (28), Alexis (25) y Kimberly (23) estaban allí, acompañándolo, observándolo con cariño. ¿Recordaría algo de lo sucedido? ¿Qué tendrían que contarle acerca de lo que había pasado la madrugada del domingo 20 de octubre? Pero Víctor Marileo se acordaba de casi todo. De las manifestaciones fuera de su casa en Puente Alto la noche del sábado 19. De los carabineros repeliendo a la gente a punta de lacrimógenas y balazos. De los saqueos en el supermercado del barrio. De la llegada de los militares al pasaje donde vivía con su esposa. De la cara de niño del soldado que disparó la bala que entró por su mejilla derecha, salió por su nuca y lo tumbó en el patio de su casa, al lado de sus plantas. De su traslado a un hospital público donde le salvaron la vida y luego, del helicóptero que el mismísimo ministro de Salud, Jaime Mañalich, pidió para que lo llevaran hasta la clínica donde estaba ahora. 

A pesar de haber estado en riesgo vital y en coma inducido durante cuatro días, Víctor Marileo se acordaba de casi todo. Pero no podía hablar. Así es que pidió un papel. Con dificultad, escribió: “Cristina”. Luego, la palabra “perdón”. 

“Me estoy muriendo, Tina”

Eran las cinco de la tarde del sábado 19 de octubre cuando los primeros vecinos del pasaje en Puente Alto salieron a cacerolear. De a poco, fueron llegando más. Víctor Marileo (49) y su esposa Cristina Rivas (48) se asomaron por la reja de su casa a mirar, pero decidieron no salir. “Así apoyábamos nosotros, mirando nomás desde nuestra casa. Somos personas muy tranquilas, salimos poco”, cuenta Cristina. Lentamente empezó a llegar más gente. Más vecinos con cacerolas. Y de repente un grupo de hombres que avanzó decidido hacia el supermercado del barrio y empezó a saquearlo. Llegó Carabineros para repeler a los saqueadores. Llegó más gente, volvieron a saquear. Llegaron más carabineros y al oscurecerse el día, las cosas ya se habían salido de control: una masa saqueando el supermercado, vecinos tratando de impedirlo, carabineros lanzando lacrimógenas y balazos. En el living de su casa, Cristina y Víctor escuchaban todo: los disparos, los gritos, los bombazos. Con ese ruido, era inútil tratar de dormir. Así es que los dos se quedaron como siempre: haciéndose compañía dentro de su casa, esperando a que todo pasara. 

Llevaban más de 30 años juntos. Se habían conocido cuando los dos tenían 18 años en una fábrica textil coreana, cuando Cristina estaba a punto de salir del colegio y llegó allí a trabajar cosiendo. Víctor era el jefe de bodega en la fábrica. Ella lo vio el primer día y les dijo a sus compañeras de trabajo: “Él va a ser mío”. Y así fue. Empezaron a mirarse, coquetearse. Víctor le compraba almuerzos o darle el que le mandaba su mamá al trabajo: humitas, papas fritas, pollo. La acompañaba hasta el paradero de micros. Le compraba helados Crazy. Se sentaban en la plaza a pololear. Cristina le pidió permiso a su papá, que era muy estricto, para estar con Víctor. Él le dijo que no, que tenía que seguir estudiando, que le habían conseguido un buen trabajo en Johnson, que si seguía en esa historia con el joven Marileo, la mandarían al sur. Pero ya era tarde: los dos estaban enamorados. Los planes de Víctor de ser ermitaño, irse a un cerro a vivir solo y conectado a la naturaleza también se habían desbaratado al conocer a Cristina. Para quedarse juntos entonces hicieron un plan: tener un hijo. Así, Cristina quedó embarazada y a su familia no le quedó otra que aprobar su matrimonio con Víctor. 

Se casaron el 90 y el 91 nació Ángelo, su hijo mayor. Después vinieron Alexis y Kimberly. Desde entonces no se separaron más: él hacía rodillos para pintar y ella, lo ayudaba a venderlos y distribuirlos. Todo en distintas casas de Puente Alto por las que pasaban arrendando. “Todo el día estamos juntos. Trabajamos desde la casa, comemos juntos, vamos a vender juntos, lo hacemos todo juntos. Somos puro trabajo, llegábamos a la casa a ver tele, a Víctor le encanta la música. Los domingos, pone el equipo muy fuerte – porque no tenemos vecinos y no molestamos a nadie – y yo tejo a crochet. Nos acompañamos todo el día”, dice Cristina. 

Ya era domingo 20 de octubre. A las 3 y media de la madrugada ambos decidieron ir a acostarse, a pesar de que el ruido en la calle seguía.  Cristina les llevó comida a sus perritos al cuarto de lavado. Cuando regresó al living, Víctor ya no estaba allí. Miró hacia todos lados. La puerta de entrada estaba entreabierta. Cristina salió al patio de su casa y lo vio: Víctor estaba tirado en el piso, ensangrentado, tapándose la mejilla derecha con su mano, diciéndole: “Tina, Tina, Tina”. Cristina gritó: “¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Mi marido se está desangrando!”. Entonces los vio: una fila de militares estaban alineados justo afuera de su casa y la miraban, impávidos. Ninguno respondía a sus gritos, a su llamado de ayuda. “¡Por favor, ayúdenme!”, volvió a gritar. Los militares la miraron con la misma indiferencia. Corrió hacia la reja de la casa para salir a pedir ayudar. “No salga o le disparamos”, le dijo uno de los soldados. Se tiró al suelo, le tomó la mano a su marido y le dijo: “Tranquilo, quédate conmigo, voy a pedir ayuda”. Corrió al interior de la casa, sacó un almohadón y se lo puso debajo de la cabeza para que Víctor estuviera más cómodo. Y siguió gritando: “¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Por favor, una ambulancia!”. Miró hacia afuera y vio cómo un chico era reducido en el suelo y los militares lo apuntaban. Le tomó la mano a Víctor. “Tina, me estoy muriendo. No importa”, le dijo él. Entonces Cristina metió la mano dentro del bolsillo del pantalón de su marido, sacó su celular y trató de llamar a una ambulancia. No pudo ver nada. Estaba en estado de shock. “Tina, despídeme de los niños, diles que los amo, que los voy a cuidar desde arriba, que no los voy a dejar solos”, le dijo su esposo. “¡Ayuda! ¡Por favor!”, volvió a pedir. No sabe cuánto tiempo pasó cuando un soldado asomó la cabeza por la reja y miró la situación: ella sosteniéndole la mano a Víctor, él tirado en el piso, las baldosas ensangrentadas. Al rato, entró a la casa un paramédico y le puso unas gasas a Víctor en la cara. “¿Tiene auto?”, le preguntó el soldado a Cristina. “Sí, pero no sé manejar. Pero mi hija que vive cerquita sí sabe”. “Llámela”. Cristina tecleó el número de Kimberly. 

“Hija, le dispararon a tu papá. Vente al tiro”, alcanzó a decirle. 

En riesgo vital

Kimbery saltó de la cama, se vistió rápido y junto a su pololo y su suegra, salió rápido de la casa. Manejaron a toda velocidad hasta la casa de sus padres. El pasaje estaba cerrado y lleno de militares. Kimberly se bajó del auto y levantó las manos. Los soldados la apuntaron. “Soy Kimberly, mi papá está herido y necesito pasar con el auto para llevarlo al hospital”, dijo. Le dijeron que pasara solo ella y dejaron el auto retenido un rato. Finalmente pudieron convencerlos de que los dejaran entrar. Su pololo iba manejando. Cuando llegaron a la casa, levantaron a Víctor entre su pololo, su suegra y ella y lo subieron al auto. 

“Cómo lo hacemos si nos paran. Es toque de queda”, le preguntó Cristina al soldado. “No podemos hacer nada”, le respondió él. Entonces ella se acordó de haber escuchado que un pañuelo blanco era señal de emergencia. Corrió hacia el dormitorio, sacó una funda de la almohada. Mientras su yerno manejaba a toda velocidad por la carretera, esquivando barricadas, llevaban la funda al viento. Víctor le tomaba la mano y repetía: “Te amo, te amo”. Su cuerpo cada vez estaba más helado. Cuando llegaron al hospital, empezó a vomitar sangre. Cristina y Kimberly pensaron que estaba muriendo.

En el hospital Padre Hurtado llevaron a Víctor a pabellón. A las 5 de la madrugada Kimberly llamó a su hermano Alexis que vive en Linares con su esposa y sus dos hijos. “Alexis, le dispararon al papá”, le dijo. Alexis tomó el auto y viajó con toda su familia hasta Santiago. A las dos horas y media de haber llegado al hospital, salió un doctor a conversar con la familia a la sala de espera. Cristina no quiso escuchar. Creía que podía escuchar lo peor. Kimberly entonces habló con él. “Tu papá está súper delicado y en cualquier momento se puede morir. Y si sobrevive va a quedar con secuelas y daño neurológico”, le dijo. También, que nunca había visto un caso así. Que la bala era de alto calibre. Después supieron que le había destrozado la mandíbula y el pómulo derecho. En el hospital pidieron una ambulancia para trasladar a Víctor a una habitación en la UCI de otro hospital. Pero el hospital estaba en paro y no había ambulancias, la ambulancia nunca llegó. A las 9 de la mañana, Alexis llegó al hospital. A esa misma hora, Angelo se enteraba que su padre estaba gravemente herido gracias a su hermana y también se dirigió al hospital. “Tu papito se está muriendo”, le dijo Cristina a Alexis cuando llegó. “Nosotros siempre habíamos conversado de estos temas. Tuvimos un amigo con cáncer y lo conversamos: si alguna vez me ves conectado, por favor, desconéctame, me dijo. Yo le dije: tú igual a mí. Le pedí a Dios: Padre, te dejo a mi esposo en tus manos. Si me lo devuelves como estaba antes del disparo, bien. Pero si va a quedar con daños, llévatelo porque tú lo conoces y sabes que él no va a querer estar así en la tierra”, cuenta Cristina. 

En el hospital, pudieron detener la hemorragia y reparar el daño a la carótida y las arterias que la bala había roto. Recién en la mañana del domingo pudieron hacerle un scanner. Entonces llegó el ministro de Salud, Jaime Mañalich hasta allá. Conversó con los médicos, vio el scanner de Víctor y coordinó su traslado en helicóptero hasta la Clínica Alemana. Luego conversó con la familia. “Nos dijo que el scanner no arrojaba daño neurológico, sí mini infartos cerebrales. Nos dijo que el ministerio iba a costear todos los gastos médicos hasta el último día y que lo iban a trasladar”, cuenta la familia. 

El domingo en la tarde Víctor fue llevado hasta la Clínica Alemana en coma inducido y riesgo vital. 

Pena de no haber tenido ayuda

Víctor despertó el miércoles 23 de octubre con mucho dolor de cabeza, confundido, desorientado, pero recordando casi todo lo sucedido. A ratos le daban episodios de estrés post traumático y se ponía mal. “Cuando escribió perdón, me imagino que fue por todo lo que nos hizo pasar. Le dije: No es tu culpa, papá, tú no planeaste todo esto”, cuenta su hijo Alexis.

Después de la palabra perdón, Víctor también escribió la palabra “demanda” y “Ministro”. “Él sabe de leyes y que lo que le hicieron no corresponde. Él sabe y ya nos dijo que va a luchar hasta que corran con lo que él ha sufrido. Dice que siempre ha aguantado que todo el mundo haga lo que quiera con él porque él es bien bueno, pero ahora dijo que no, que va a pedir justicia. Yo al principio no pensaba en nada, estaba como los caballos mirando hacia él. Pero los chicos me dicen que sí, que hay que pedir justicia por los daños psicológicos que nos va a causar todo esto, no sabemos si él va a quedar bien, si va a tener secuelas en su cara. ¿Pero sabe? Él no tiene rencor con los militares. Dice que los soldados eran jovencitos, unos niños, que el gobierno tiene la culpa de esto por haberlos mandado. Me sorprendió cuando dijo eso. Yo respeto el uniforme. El bombero, los carabineros, pero ese día no entendía por qué no me socorrían, si les estaba pidiendo ayuda dentro de mi casa. Y sentí pena, pena de no haber tenido su ayuda”, dice Cristina. La PDI ya encontró la bala que hirió a Víctor en el patio de la casa. 

A Víctor le hicieron cuatro transfusiones de sangre: muchas personas llegaron a donar para él. Gracias a las redes sociales, varias personas anónimas y de distintas partes del mundo le han enviado a él y a su familia palabras de aliento y cariño. Incluso el mundo mapuche los ha contactado para darles apoyo. Ahora Víctor tiene mucho dolor de cabeza porque sufría de migrañas y tomaba mucho migranol. Eso es lo que más lo incomoda. Todavía tiene reacciones del impacto que vivió, pero está un poco más tranquilo y la hinchazón en su cara ha bajado un poco en los últimos días, aunque aún no se sabe bien si va a tener daño neurológico o psicomotor. Es probable, le dijeron a la familia, que tenga dificultad para mover el lado izquierdo de su cuerpo. Ahora están esperando un poco para que la herida no se infecte y poder hacerle cirugía de reconstrucción facial. 

Sus tres hijos y su esposa están todo el día con él en la Clínica Alemana. A Kimberly y Ángelo les dieron permiso en su trabajo. Alexis dejó su emprendimiento de distribución a ferreterías frenado en Linares para acompañar a su familia. Los tres hijos se están quedando con Cristina en su casa para acompañarla. “Lo echo mucho de menos. Ahora duermo con mi hijo mayor en la cama, y paso frío porque soy friolenta, no está mi media naranja y lo extraño. Antes de que pasara esto, queríamos irnos a vivir al campo, cerca nuestro hijo Alexis, a Linares. Nuestro sueño es vivir tranquilos, tener nuestra casita en el campo, nuestros animalitos y él dedicarse a lo que le gusta: tallar la madera, dibuja precioso, hace muebles, lo que usted le pida saber hacer”, dice Cristina. Cuando todo se calme un poco, Cristina también quiere encontrar al único soldado que esa noche les dio una mano. Quiere darle las gracias por haberla escuchado, por haberle puesto atención.

A pesar de que por ahora habla poco y gracias a un aparato que le ponen en la garganta y que también le da tos, Víctor les dijo algo a su familia que los dejó a todos sorprendidos. “Viajé. Fui a muchos lugares. Ya les voy a contar”. 

Hace poco, los doctores le preguntaron cuál era su hobby. 

“Hacer rodillos”, les respondió él. 

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