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Opinión

11 de Noviembre de 2019

Columna de Joaquín Castillo: ¿Qué democracia?

Joaquín Castillo
Joaquín Castillo
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El modo en que concebimos nuestro pasado configura la manera en que proyectamos nuestro futuro. Por eso, parece especialmente delicado que algunos lean la crisis actual comparándola con una dictadura, o que haya quienes afirmen que estos treinta años desde el fin del régimen de Pinochet han sido una ilusión de democracia. Sin desconocer los problemas de nuestra propia transición, es esencial también valorar lo que ella nos ha permitido alcanzar. Como ha dicho Sol Serrano, cuidar la democracia y avanzar hacia un futuro mejor requiere que seamos capaces de identificar aquello que queremos defender.

El sociólogo Daniel Chernilo señaló, en una nota de la BBC acerca de nuestro estallido, una cuestión dramática por su gravedad: parte de los protagonistas de nuestras protestas no creen en la democracia. La consideran una pieza más de la palabrería hipócrita que ha servido, durante años, para justificar exclusiones y abusos, para permitir la cómoda inacción de quienes dicen encarnarla. De ahí que la urgente alusión al diálogo y a la búsqueda de acuerdos transversales no tenga en ellos ningún significado relevante: sienten que es en nombre de esa democracia que se les ha dejado fuera del oasis chileno.

¿Cómo llega a esta situación un país que tuvo que hacer sacrificios gigantescos para recuperar su democracia luego del quiebre total de la convivencia? ¿Por qué parte de las generaciones más jóvenes no encuentran en ella ninguna fuente de sentido para la acción política? Pero, más urgente todavía, ¿cómo cuidar nuestras instituciones democráticas si hay quienes no están dispuestos a cejar en lo que sienten por primera vez como un espacio de poder, donde son escuchados o al menos vistos? Aunque sean, según el mismo Chernilo, grupos minoritarios, han acaparado parte importante de la atención debido a la desestabilización que generan en el orden público. Y a pesar de que muchas de las acciones que realizan sean, sin ambigüedad alguna, delitos, es importante preguntarse qué lleva a cientos de jóvenes a despreciar un orden y unas instituciones que se saben difíciles de construir y de mantener en pie.

Factores de desafección con nuestra democracia hay muchos: baja calidad del debate parlamentario, indiferencia frente a alternativas políticas que se perciben como únicamente preocupadas de las élites, desconfianza en que esas instituciones democráticas podrán dar soluciones a problemas acuciantes, entre muchas, muchas otras. A pesar de todo, probablemente no hay una alternativa mejor para organizarnos que ese mismo imperfecto sistema democrático: tenemos que jugar con las fichas que tenemos, porque las otras han probado no solo su ineficacia, sino unos costos enormes que siempre terminan pagando los menos favorecidos. 

Si la democracia se percibe por algunos como un sistema corrupto e insuficiente, un desafío primordial será renovar su sentido para volver a legitimarla. Toda la clase política tiene que aprender en este proceso, pues los mismos actores que llevaron a Chile a la OCDE y a los altos ingresos per cápita fueron quienes hicieron de la democracia un sistema anquilosado y cerrado sobre sí mismo, que hizo de la tecnocracia la razón de casi todo y que escondió algunas urgencias debajo de la alfombra. Pero no nos dejemos engañar tampoco por un masivo sentimiento de culpa ni las subidas a último minuto al barco de las protestas: Chile no era un oasis, pero no era tampoco un infierno escondido bajo cifras brillantes. Probablemente tenía (y tiene) algo de oasis y algo de infierno, y el problema es que ambos mundos dejaron de habitar un escenario compartido. 

Los peores enemigos en estos tiempos álgidos parecen ser la sensatez y la moderación. Y como muchos quieren ser parte de una revolución que cambie todas nuestras estructuras, no hay espacio para la prudencia y la duda. Nuestra democracia, sin embargo, se apoya en ambas. Es un sistema frágil, imperfecto, que desde el escepticismo y la moderación evita los cambios demasiado radicales. Necesita de la deliberación, del diálogo y del acuerdo entre los ciudadanos, por lo que sus tiempos son lentos, a diferencia de los de la revolución. La democracia, a su vez, es enemiga de las planificaciones globales. Nuestro pasado nos muestra con elocuencia que, cuando se planifica globalmente una sociedad, la realidad no se adapta a las abstracciones, que los costos de ese proceso suelen ser altos y que suelen pagarlo los menos favorecidos. El que en pocas semanas se haya avanzado en reformas que hace poco se consideraban imposibles nos muestra el peligro de una democracia anquilosada, una democracia que, en su lentitud e imperfección, hizo que muchos no se sintieran parte de ella. Uno de los grandes desafíos para cuidarla, entonces, será limpiar sus engranajes sin romper aquello que no sabemos cuánto tiempo nos tomaría reemplazar.

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