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Opinión

13 de Noviembre de 2019

[Columna de Brodsky] Cancha rayada: Sobre el odio, la funa y el opio de los intelectuales

Agencia Uno

"Que el futuro sea de los jóvenes no constituye ninguna novedad. Que digan que estuvimos dormidos treinta años es una ignorancia mayor. Pero se entiende el subtexto, hay que escribir el presente como si nunca hubiese existido antes de ayer".

Roberto Brodsky
Roberto Brodsky
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Hace más o menos doce años escribí en estas mismas páginas de The Clinic una columna titulada “La hora del asco”, con motivos de los funerales oficiales de Augusto Pinochet en la Escuela Militar. Después de eso, salí de Chile con mujer e hijos, y aún estamos fuera.  Nadie nos echó del país, nadie nos financió los pasajes para poder irnos. Fue una decisión privada ante una evidencia pública: el consenso celebratorio de Pinochet y su rol de criptoconductor de la nación nos tenía hartos. Eran días de odio, entonces, y Pinochet lo personificaba mejor que nadie; el odio era su marca de fábrica, su firma personal en la historia reciente. Había traicionado la confianza del Presidente constitucional para detener un golpe de estado; había encabezado durante 17 años una dictadura sangrienta y arrogante; había realizado la transformación de un país de tradición democrática e inclusiva en un territorio de privilegios para grupos económicos y patotas ideológicas afines; había sido investido como senador vitalicio y convertido por sus propios rivales en un factor de estabilidad institucional tras la llegada de la democracia; había sido detenido en Londres por la Interpol y liberado gracias a Chile y su transición; había sido juzgado por los tribunales locales y había sido declarado enfermo mental para eludir su responsabilidad en los crímenes que se le imputaban; había hecho perro muerto y se había ido sin pagar, finalmente, con varias cuentas personales en bancos internacionales y en medio de unos funerales llenos de pompa y fantasía bélica, solemnes e insultantes para la mayoría del país, pero empujados y sostenidos por los mismos que hoy gobiernan e intentan controlar el estallido social y político más importante desde el retorno a la democracia. 

Hago memoria para no abundar en el ruido y el humo, considerando que una nueva temporada de odiosidad mutua se ha declarado en el país. Me interesa en particular el campo cultural donde trabajo, que es el de los escritores y escritoras, poetas y críticos, intelectuales y columnistas. La cancha parece estar rayada de lado y lado, y como dice Gonzalo Martner en una columna de respuesta a Carlos Peña, “en estos días cada uno ha tenido la ocasión de demostrar dónde se sitúa”. Si es claro para todos que el rector ha tomado el camino de la defensa del modelo de modernización capitalista que se ha dado Chile en los últimos 30 años, criticando lo que llama “el opio de los intelectuales” que busca borrar con el codo el orden del cual ellos mismos han sido portavoces y articuladores políticos, lo soprendente es que sea Daniel Mansuy quien ponga el dedo en la verdadera llaga, al señalar que “es imposible construir un proyecto político sobre la ignorancia deliberada de la realidad”, en crítica directa a su propio sector: “La derecha eligió no ver”, escribe Mansuy, mira por dónde, en medio de decenas de manifestantes literalmente cegados por los balines de las fuerzas especiales. Osea; en esta coyuntura el progresismo de Peña hace de intérprete del orden y el conservadursimo de Mansuy lo hace de la protesta. Esto viene a decir que el opio, en verdad, somos nosotros, los intelectuales.

Hacer del estallido social un problema de orden y seguridad interior es lo que, por su parte, Arturo Fontaine buscó resaltar en su desafortunado artículo “Asonada en Chile”, publicado en Letras Libres y donde se pliega a la tesis de una juventud deseosa de destrucción y fuego redentor. “En medio del caos, la demanda por orden pasa a ser prioritaria”, escribe Fontaine remedando la declaración de guerra de Sebastián Piñera. Tras cartón, doce escritores de la plaza, encabezados por Alejandro Zambra y Nona Fernández -cuyas firmas asegurarían que no se trata de un matonaje ‘juvenil’ contra Fontaine- redactan y hacen llegar a Letras Libres una carta de respuesta con el título de “Sobre una ‘asonada’ paranoica y deshonesta”. Allí el ex director del CEP es acusado de deshonestidad intelectual por no transparentar sus vínculos de hermandad con la derecha, mientras su biografía es exhibida como vergonzosa representación de “la casta a la que pertenece”. Es decir, agrupados gremialmente bajo la identidad de ser escritores reconocibles y reconocidos, los firmantes de la carta condenan a Fontaine a llevar su nombre y apellido como una mancha: la de un antipatriota disfrazado de liberal en momentos en que “Chile despertó”, como dice la consigna.

No es el diagnóstico de los firmantes lo que impresiona aquí. Todos sabemos que Chile es un país esencialmente injusto, hacendal, anclado a medias en el pasado de una casta que administra privilegios desde ese mismo orden perfumado por la modernidad donde ancla su otra mitad. Eso es así y no hay discusión al respecto. El problema no es el diagnóstico que hacen los firmantes de la carta, sino las acciones a las que ellos creen que ese diagnóstico da derecho. Funarlo, en síntesis, es la autoridad que se arrogan quienes se sienten libres y virginales por su distinto origen social, por su edad, biografía, logros y perspectivas. A no ser que el factor del rencor se lo lleve todo por delante, y entonces la respuesta de funarlo le estará dando la razón a Fontaine en su profundo desprecio por la realidad de lo que vive Chile hoy en día. 

Con todo, este supremacismo moral contra Fontaine -manifestado en la forma de un gremialismo dudoso- tuvo su guinda de la torta en la carta pública que el poeta Zurita, grave de salud como ha estado en estos días, le hiciera llegar a Javiera Parada tras la asistencia de la ex RD a La Moneda junto con un centenar de profesionales vinculados al mundo del arte y la cultura. Sin ningún apego a la estética de la contención, Zurita fue cruel y abusivo al enjuiciar la iniciativa de diálogo de Parada y, en tono vergozosamente paternal, desearle “mucha fortuna a ti con tu vestidito lleno de sangre”, como si el premio nacional, la poesía, el arte de frasear lamentos, los fusilados de Pisagua y los desaparecidos de Lonquén que han llenado su obra, otorgasen autoridad y derecho de piso en el dolor y la memoria de una víctima directa de la dictadura. 

A lado y lado, el opio somos nosotros, en verdad, los poetas y escritores, un gremio de mierda para el mejor oficio del mundo. Cerrando el desfile, la crítica Patricia Espinosa (aclaro que no tengo enconos con ella aparte del oficio de escribir: defendió mi primera novela en contra de la crítica conservadora, y reseñó positivamente la segunda antes de  desaparecer yo de su radar, lo cual no es ningún delito) hizo saber en una entrevista a La Tercera que va a “releer todo”, y que nada será lo mismo en literatura después del estallido social, por lo que “el ejercicio debe ser hacia atrás”. Qué buena noticia, aún cuando se vista de amenaza. Para los que hemos hecho de la mala memoria nuestra obra, deconstruyendo el pasado y confrontándolo sin compromisos, a costa incluso de perder el favor de la crítica, se trata de un momento excepcional para subirse a la micro. Leo la lista de autores favoritos de Espinosa en este nuevo afán y sólo veo autoras, muchas autoras de la post memoria, a excepción de Carlos Labbé que debe estar ocupando el cupo de discriminación positiva que nos tiene reservada la revolución feminista. Ya lo dijo la crítica norteamericana Pauline Kael: en las artes, la crítica es la única fuente independiente de información; todo el resto es propaganda, advirtió, incluidas las entrevistas, las columnas de opinión, las cartas al director y el twitteo del pajarito azul en la red.

Como se deja ver en todos estos episodios, la literatura es una excusa que nada tiene que ver con la literatura, sino con la política que se hace de ella, con los usos instrumentales que se le dan sin importar ya lo que la literatura tiene para decir por sí misma. Quizá esto ocurra porque la literatura está muriendo, y preferimos entonces matarla como a la democracia misma con la intolerancia que le prodigamos cuando la cercamos en la calle para que baile y pase la prueba de la blancura. Qué exigencia horrorosa, qué horroroso es Chile. Sigo creyendo que irse fue una buena decisión. Pero no es ésta la hora del asco ni del retiro. Es la hora del incendio y del goce loco de una subjetividad que hizo real una convivencia rota desde mucho antes de la primera fogata en el Metro. Que el futuro sea de los jóvenes no constituye ninguna novedad. Que digan que estuvimos dormidos treinta años es una ignorancia mayor. Pero se entiende el subtexto, hay que escribir el presente como si nunca hubiese existido antes de ayer. Por lo mismo, lejos de “leer hacia atrás”, la literatura y en especial las escrituras de la memoria deberían llegar allí donde ya no se le espera. Suscribir un nuevo pacto podría ser la única novela que ahora esté dispuesta a leer y escribir.

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