Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Reportajes

15 de Noviembre de 2019

“El baile de los que sobran” en el testimonio de una exresidente del Sename

Carolina Farías pasó casi diez años en el Sename, abandonada por su familia. Fue violada por su abuelo durante cinco años, maltratada por sus parejas y víctima de la droga. No puede asociar episodios de su infancia con una edad determinada, porque perdió la noción del tiempo. Hoy quiere contar su historia para que el Estado se haga cargo, porque le falló a ella y a todos los niños olvidados por el sistema. Hoy siente rabia porque el estallido social está dejando fuera una vez más a los niños del Sename.

Por

Está nerviosa. Carolina Farías prende un cigarro y narra algo que nunca ha contado, le cuesta. Le dio una alergia en la cara y cree que es por la entrevista. Tiene 38 años y pasó casi diez de ellos en el Sename. Fue abandonada por sus papás en distintas etapas de su vida, abusada por su abuelo y maltratada por sus parejas. Fue consumidora de cocaína y vivió en la calle. Quedó embarazada a los 21 años y, después de una depresión postparto, su hija le cambió la vida. Hoy viven juntas en un departamento en Peñalolén, luchando cada día para superar las dificultades diarias y los miedos del pasado.

Su vida cambió cuando sus papás decidieron cambiarse de casa y llegaron a Peñalolén. Su familia la componían sus tres hermanos, papá y mamá. Recuerda que nunca le gustó ese lugar. Con el paso de los días, era más común que sus papás pasaran toda la noche despiertos sentados en la mesa con muchos papeles pequeños, hasta que un día llegó la PDI y se llevó al dueño de casa. ¿El motivo? Los papeles pequeños. “Ahí empezó toda la historia”, dice.

Aunque visitaban a su papá en la cárcel, al poco tiempo, su mamá se casó con otro hombre. No sabe por qué, pero terminaron viviendo en la sede de la Democracia Cristiana (DC) en la intersección de Grecia con Tobalaba. Esta nueva relación le endosó prematuras responsabilidades a sus cinco años: cuidar a sus hermanos, uno de ellos era apenas una guagua. Su mamá salía todas las noches.

Un día su mamá la llevó a un lugar con una virgen que, ella recuerda, era “gigante”. Era un hogar. Le dijo que se quedara y en la noche la iría a buscar. Pasaron los días, semanas y ella nunca volvió. Carolina no recuerda ni el nombre ni la ubicación de ese recinto. Luego de tres años, apareció el papá en el internado, pero ella ni siquiera lo reconocía. Él tampoco tenía intenciones de retirarla.

Tres años después, la cambiaron a un hogar en Maipú, al frente del restaurant “El Chancho con Chaleco”, que es lo que más recuerda, porque les enviaban comida como carne y pollo. Ahí comenzaría el siguiente calvario: las visitas del abuelo. “Era como el abuelo de Heidi, así lo veía yo, pero de repente se convirtió en un monstruo”. Este hombre comenzó a violarla cada vez que la iba a buscar, cada 15 días, en la línea del tren, cerca del internado. Al recordar aquel periodo, Carolina llora. Su voz se quiebra, pierde el aire, pide que paremos un momento.

Los adultos que trabajaban en el internado, le decían que era mala por no querer a su abuelo, pero nunca se dieron cuenta qué era lo que le afectaba. “¿Cómo cresta nadie podía notar que yo no era una niña mala, yo era una niña buena, y que estaban vulnerando mis derechos por todas partes? ¿Cómo puedes ser psicóloga de niños y no darte cuenta de lo que estaba sufriendo?”, dice hoy con rabia. La castigaban obligándola a hacer el aseo los fines de semana, por eso dice que ahora no puede hacer el aseo sábados y domingos, porque es revivir esa sensación de niña.

Pasaron los años y ya adulta, un día pasó en micro cerca del primer hogar en el que estuvo. Le pidió a su prima que bajaran, sin embargo, cuando estuvo cerca, salió corriendo, no podía estar ahí. “Todavía sueño con ese lugar y me da miedo. Era frío”, dice.

Hoy día una de las cosas que le quita el sueño es que los niños del Sename siguen sufriendo. Como ella hay miles de niños y niñas abusados por sus cuidadores o por los mismos adolescentes que residen en los hogares. Según el informe que entregó la Policía de Investigaciones en 2018, en todos los centros que dependen del Sename, se han cometido “de manera permanente y sistemática acciones que lesionan los derechos de los niños, niñas y adolescentes”. En la mitad de ellos, se verificaron abusos sexuales. “No quiero que esto le pase a ningún niño más”, dice. No confía en en las instituciones.

Recuerda que pasó tanta hambre cuando niña que una vez se comió un ají y, a veces, cuando le tocaba servir la comida, cortaba un pedacito de cada vienesa: “No lo hacía de mala, lo hacía por hambre”. En otra ocasión, tuvo una infección estomacal porque encontró bolsas de manjar en la basura, sin saber que estaban descompuestas. “Yo prefiero ayudar a la gente en el bingo, dar un pancito a un caballero en la calle. Yo le pido a la gente que nunca dé nada a una institución, porque los niños nunca lo van a ver”, dice.

Carolina llegó hasta quinto básico. Nunca logró aprender las tablas de multiplicar y todavía le cuesta sumar y restar al pagar. El abandono, el abuso y la falta de una buena atención psicológica por parte del Sename, la convirtió en una persona insegura de sí misma. Ni sus papás ni los profesionales que estuvieron a su cargo le reforzaron que ella era capaz, que era posible salir adelante: “A mí me veían muchos profesionales, ¿cómo ninguno se iba a dar cuenta de lo que estaba pasando?”, dice.

Finalmente, cuando tenía 15 años, la expulsaron del hogar y sus abuelos quedaron con la tutela. Ese verano todos se fueron de vacaciones, menos ella y el abuelo. Un calvario. Todos los días abusó de ella. Aunque trató de pedir ayuda a sus familiares, nadie le tendió la mano. Sólo una vez su abuela le preguntó si pasaba algo, pero tuvo miedo de hablar.

Tras un mes con los abuelos, apareció su mamá, sin embargo, la abandonó en la casa de una amiga. Nuevamente, no tenía a su familia para refugiarse. “No sé porqué todavía le digo mamá, nunca nadie del Sename fue a ver cómo estaba”, dice.

Estaba vulnerable, sentía que su vida no tenía sentido y ahí fue cuando conoció a su primer pololo. Pensó que podía ser su salvación y que le traería la paz y el cariño que necesitaba. Sin embargo, la violencia y los malos tratos se hicieron comunes al poco tiempo. “Me pateaba, me tomé veneno para ratones, me intenté ahorcar. Su mamá también me agredía físicamente”, recuerda.

En la desesperación, buscó a su papá para escapar del maltrato, pero otra vez su papá la decepcionó. “Vivíamos con mi papá, mi hermano, nos daba 500 pesos para comer y había que tenerle pan. Ahí se me cayó mi papá. Robábamos uvas y envases a los vecinos. Recortábamos los vueltos cuando los amigos de mi papá ya estaban curaos, con eso nos comprábamos 100 pesos de arroz y unos cubos para tener postre”. Al verse con tanta hambre, volvió con su expololo, que le siguió pegando. Nadie le tendió una mano. “Yo de repente pensaba si el Sename no me iba a visitar, qué se iban a hacer cargo de mí mis papás”, dice. Por eso, escapó otra vez.

A través del trabajo, pensó encontrar una luz de esperanza. Terminó con ese pololo y trabajó en construcción, en la Academia de Guerra y de nana. Volvió a vivir con su mamá, para ayudar a sus hermanos, quienes son su máxima preocupación. Compraba comida para ellos y la tenían que esconder de su mamá y su padrastro, para que no les quitaran los alimentos. Mientras la mamá, hacía peticiones impensables a los hijos hombres: “Ella es la responsable de que mis hermanos salieran a robar”, dice.

Aún no era mayor de edad cuando comenzó a consumir cocaína. Recién tenía 16 años, se quedó sin trabajo y su mamá la echó a la calle. Carolina había descubierto que su padrastro consumía neoprén en presencia de su hermana chica y cuando lo acusó, su mamá se enojó con ella y le pidió que se fuera. Su amiga María fue su salvadora en ese momento, le ofreció un techo. “La María” era asesora del hogar y vivía con una mujer adulta mayor. Con el tiempo, empezaron a “carretear” y cada vez fueron más frecuentes estos “carretes”, todo en silencio para que la dueña de casa no se diera cuenta. Incluso, después se unieron la pareja de María y un amigo, ahí ya fue más difícil controlar la bulla. Todo terminó de un día para otro, cuando los pillaron y tuvieron que salir corriendo.

Carolina y María vivieron unos días en una plaza, hasta que la suegra de Carolina, les ofreció una pieza, pero con la condición que de lunes a jueves tenían que estar “acuarteladas” a las 11 y el fin de semana a las 2 y media. Pero “la María no respetó las normas y se fue a vivir con su papá”. A las dos semanas, el pololo de Carolina la obligó a vivir con él. Otro hombre que la maltrató en su vida. La golpeaba tanto que todavía tiene un diente roto por eso. Vivieron un tiempo en un campamento, adoptaron a un perro, pero no tenían nada para comer. El hambre y la violencia hicieron que nuevamente fuera en busca de su mamá. Esta sería la última vez que vivirían juntas.

En ese tiempo aumentó su consumo de drogas, se juntaba con traficantes y ladrones. Hoy se pregunta porqué lo hacía y dice que “era muy feliz consumiendo drogas, no tenía preocupaciones, yo de verdad era feliz consumiendo, me sentía bacán”. En ese tiempo carreteaba de lunes a sábado, sufrió algunas sobredosis, “lo hacía para borrarme, para evadir”. Dice que nunca tocó fondo, aunque “un día decidí que era hueona, que tenía que salir de ahí no más”. Tenía 21 años.

Fueron años los estuvo metida en la droga, hasta que un día decidió cortarse el pelo y cambiar de amigos. El día que sus hermanos cayeron presos, decidió dejar la cocaína. Quería dar un giro a su vida. Al tiempo, conoció al papá de su hija, con el que anduvieron muy poco tiempo hasta que ella quedó embarazada. Cuando supo que era mujer, pensó en suicidarse. No podía aceptar traer al mundo a una mujer que podía sufrir lo mismo que ella.

Su mamá la echó de la casa innumerables veces, incluso cuando estaba embarazada. Su pareja era adicto a la pasta base, pero fue su suegra la que le dio un hogar. El día que nació, le dio depresión postparto. “A mi hija yo no le di pecho cuando nació. Cuando me despertaron de la cesárea, yo pensaba ‘no la quiero. Yo pienso que todo eso me lo quitó mi abuelo, el Sename”, dice.

Una noche en el hospital su hija comenzó a llorar y ella le gritó, se descontroló. “Le dije cállate y me miró con unos ojitos como diciéndome algo, la besé, la abracé y desde ahí que sigo con mi hija pa’ adelante, contra viento y marea”, dice.

Hoy, que su hija es una adolescente, la va a buscar y a dejar a todas partes. Es mamá 24/7 y le da terror que le pase algo, la paraliza la sola idea de que a su pequeña se le acerque un hombre y viva lo que ella vivió. “En un momento entendí que yo no soy mi mamá y que ella no la Carolina, pero si tú me preguntai a mí, si yo saldría y la dejaría sola, no podría. No podría darle un padrastro. Tengo 38 años y todavía no puedo hacer mi vida feliz”, dice.

Ahora ella y su hija salen juntas adelante. Por hartos años fue vendedora ambulante, tuvo un carrito, vendió en la feria y así salvó su casa del remate. Juntó mil pesos diarios para estudiar reiki, peluquería, manicura y maquillaje. Comenzó lavando el pelo a sus clientas en la ducha y hace poco se ganó un lavapelo en la municipalidad de Peñalolén. Transformó su casa en una consulta particular: adaptó una de las piezas con una camilla para las sesiones de reiki y escritorio para leer el tarot; en el living tiene su carro con cepillos y planchas. En un tiempo más, pretende tener el espacio para instalar el lavapelo y tener una peluquería de barrio, donde sus vecinas se atiendan, pero también encuentren un refugio y se desahoguen. Su sueño es empoderar a las mujeres de su barrio, a las que según ella, “les hace tanta falta un cariñito de repente”.

Ha pasado hambre, pero ha encontrado buenos vecinos que le abrieron las puertas cuando ella más lo ha necesitado. Sobre todo, cuando no ha tenido ni un pan para alimentar a su hija. Carolina dice que, a pesar de todo, la vida es muy linda cuando se es libre. “Es hora de que las mujeres nos demos cuenta, que pase lo que pase podemos salir adelante. Las verdaderas princesas nos rescatamos a nosotras solas”, dice. Con el paso de los años, se siente orgullosa de todo lo que superó y sigue superando. Incluso se describe como un “mono porfiao” porque nada se la gana. Y dice que todo lo hará por su hija, no quiere que pase por lo que ella ha pasado y viva en un país “tan injusto”. Con el estallido social en Chile, ella está esperanzada. “Alguien tiene que hacer algo, somos como perros en este país, eso somos, es el momento de que escuchen a la gente. Todos se cansaron del abuso y es lo que me motiva a hablar. Me pone triste que nadie hable de los niños del Sename. Los políticos saben que ya no van a poder seguir haciendo lo que han hecho durante tantos años, el poder lo tenemos las pulguitas que nos juntamos para decir ya basta”.

Notas relacionadas