Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

26 de Noviembre de 2019

Columna de Rafael Gumucio: La dignidad y sus (¿malas?) costumbres

Agencia UNO

La esencia de las revueltas del siglo XXI es su radicalidad ética. Es el secreto de su éxito (y de su límite). No pierde el tiempo haciendo diferencias entre facciones y grupos. Llama a todos los que están descontentos, desde los que no quieren más Tag a los que no quieren más civilización occidental. Socialistas, ultraderechistas, da lo mismo, todos sabemos quien esta mal (Piñera) y todos sabemos quien está bien (nosotros).

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

Mayo 68 pedía lo imposible y lo consiguió. La revolución de 1848 sacó de las sombras de los panfletos las palabras socialismo y la hizo popular. La revolución rusa de 1917 desvió en pocas semanas la masa hacia su propia vanguardia y creó una república socialista que nadie había imaginado antes. La revolución francesa se obsesionó en crear, a golpes de guillotina, nuestros sagrados derechos humanos. Que se llame Lenin o Robespierre, Cohen Bendit u O’Higgins, la revolución tiene siempre como objetivo que una vieja élite gobernante deje el poder en mano de una nueva élite portadora de una idea también nueva del mundo. El pueblo que se arma al comienzo de la revolución la mayor parte de las veces no conoce las palabras ni menos los dirigentes que se transformarán en el símbolo por los que pelearon. 

El pueblo sabe que el pan está caro y que la reina gasta mucho dinero en pelucas, pero es un grupo de abogados que se juntan en una logia masónicos el que dota la revolución de palabras y de ideas que convertirán el desorden en que cae el orden anterior, en un nuevo orden. ¿Es lo que estamos viviendo en chile? En la forma es Mayo del 68 y Junio de 1848 y hasta la UP. En el fondo es su exacto contrario. Podría incluso decirse que esta revolución se construye por contraste a todas esas revoluciones anteriores. 

Esta es una revolución completamente nueva, nueva porque no tiene, o más no quiere tener, nada de nuevo. Las canciones oficiales de la protesta son “El derecho a vivir en Paz” de Víctor Jara, una canción de 1972 y “El baile de los que sobran” de los Prisioneros de 1985. No hay duda que se escuchan en la protesta otras músicas que esos vejestorios perfectos y que otros ritmos (trap, reguetón, etcétera) circulan en la plaza Dignidad, pero parece gobernar entre los que ahí celebran el acuerdo tácito de no llevar sus canciones a la tele.

 La decisión consciente de elegir de entre ellos un líder visible, ni una orgánica desarticulable, ni ninguna idea teórica nueva o propia que no sea una indignación perfectamente compartida y compartible con los viejos que viven con ellos en sus casas, y limpian sus ropas mojadas de lacrimógenas, y retiran de sus pieles los infinitos agujeros de balines con que la policía los condecora cada tarde épica en que están luchando por sus viejos también, para “la dignidad se haga costumbre” (verso del sexagenario Patricio Manns).

Aquí no hay nada que la publicidad, el periodismo o el arte pueda recuperar fácilmente, nada que se pueda vender o convertir en moda. Su crítica a las revoluciones anteriores es justamente que se convirtieron en objeto de mercado, que se hicieron mainstream, que, aunque no ganaron nunca del todo, igual ganaron en algo y se convirtieron en instituciones, en gobiernos, en poder. Ganaron algo que es para ellos igual a nada. 

En muchos sentidos esta es una revolución contra revolucionaria. Una revolución que piensa que reemplazar un signo por otro ya no basta, que es mejor imponer para todos un signo vacío en que puedas, como en la plaza de la Dignidad, ir a celebrar, a bailar, a morir, a reclamar y ser visto de la única manera en que la élite ve, desde su miedo infinito, al país que se empeña en desconocer. 

De parecerse a algo, esta revuelta se parece más que a cualquier otra revolución del pasado, a la Primavera Árabe en que una multitud, en su mayoría joven, decidió que era tiempo de botar a los tiranos que le habían dado prosperidad, pero también censura, cárcel y toda clase de inequidades. El internet, la multitud y el apoyo internacional logró articular una rebelión sin líderes y sin más proyecto que tener una democracia como las que se ven en la tele americana. Los tunecinos lo lograron, a los egipcios le salió el tiro por la culata y volvieron sus tiranos de siempre. Los libios y los sirios echan de menos hoy el rostro conocido del dictador al que podían odiar con nombre y apellido. 

Un tirano que prefieren mil veces a esos desconocidos de rostros encapuchados en que se mezclan entre integristas y traficantes de petróleo, que gobiernan más de la mitad de sus países. Un tirano, ese nuevo que no tiene cara, que no tiene tampoco límites, ni responsabilidades, que puede cometer las peores barbaries y al otro día sin su máscara saludarte como si fuera tu mejor amigo, porque puede que lo sea. Porque, envuelto en la capucha nadie es totalmente sí mismo, porque todos son un símbolo, una idea por la que vale la pena matar y morir mil veces, porque no eres tú el que muere o mata, porque otro llevará tu capucha, tu ropa y seguirá viviendo tu vida más allá de tu vida.

La esencia de las revueltas del siglo XXI es su radicalidad ética. Es el secreto de su éxito (y de su límite). No pierde el tiempo haciendo diferencias entre facciones y grupos. Llama a todos los que están descontentos, desde los que no quieren más Tag a los que no quieren más civilización occidental. Socialistas, ultraderechistas, da lo mismo, todos sabemos quien esta mal (Piñera) y todos sabemos quien está bien (nosotros). El mundo ese en la primera línea perfectamente dual: Están los violadores, los asesinos, los ladrones, los estafadores (los pacos) y estamos nosotros, que pedimos empatía a piedrazo y “no estamos” en guerra en la primera línea de fuego y somos feministas, pero confraternizamos con barras bravas que hacen apología de la violencia más machista posible. 

Esa contradicción ética entre el fin y los medios, entre la causa y sus efectos, -que en el siglo XX los combatientes solían soportar a golpes de ideología y dialéctica hegeliana-, se aguantan ahora gracias a la capucha y su hermandad de la calle que a la hora de las dudas y las preguntas te llaman a seguir la lucha “hasta que valga la pena vivir”. Sin rostros no pueden enrostrarte la contradicción que arrastras. Unidos puedes comprender que no estás solo frente a estas contradicciones. Sabes que lo que estás expresando no son sólo demandas sino también un lenguaje, un cuerpo que quiere tragarse la vereda, el cielo, el humo, el sol, que quiere ser parte de esa historia que desplaza siempre las estatuas de lugar hasta que vejadas de pinturas y eslóganes, sea uno más de nosotros.

Como en los chalecos amarillos de Francia y los Euromaiden en Ucrania, la violencia generalizada de las policías renueva el pacto ético que une a la plaza y no permite que afloren las diferencias de clases, de objetivos, de ideas que los atraviesan. Y ya no es un impuesto de más sobre el petróleo, o un acuerdo nunca firmando con la Unión Europea, o una Constitución nueva sino la mismas heridas que las protestas provocan. Es el círculo vicioso infinito de una protesta que porque tiene corazón y huevos (u ovarios) puede prescindir de tener cabeza. La cabeza es lo primero que se te corta cuando la revolución se hace gobierno. La protesta no es ya un medio sino un fin porque lo que se propone cambiar ya no son los vicios del modelo o siquiera el modelo mismo, sino los vicios del mundo moderno de Nicanor Parra que pueden incluir el automóvil, el culto al falo, el cigarrillo y los juegos de azar.

Como el Waze que sigue señalando que la ex Plaza Italia está perfectamente despejada porque ningún auto avisa que no lo está, parece que la única respuesta que tenemos es no pasar por donde el fuego sigue quemándonos. No escuchar es un crimen por cierto, pero peor es crimen es no entender cómo esta revolución está creando una nueva forma de sentarse en el mundo. No quiere crear nuevas palabras, pero sí colonizar las que ya usamos y cambiarles el sentido, empezando por quizás la más bella de todas, la palabra dignidad. 

Entiendo toda la falta que hace y el dolor de perderla, pero soy demasiado viejo para no saber que la dignidad empieza y termina cuando el que la exige da la cara y dice: “yo soy un humano que tiene nombre, historia, destino, un humano como tú, a cara descubierta”. La dignidad sin rostro, la dignidad sin nombre, la dignidad es algo que todavía me cuesta concebir. Pero quizás de eso se trate la revolución, ser alguien que fue la promesa vacía por las que las generaciones anteriores dieron su vida. Quizás la gran utopía—la del integrismo y la de la redes sociales—sea ser “NADIE”, es decir, todo el mundo.

Notas relacionadas