Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

4 de Diciembre de 2019

Columna de Íñigo Adriazola: Destrucción y patrimonio

Agencia Uno

"La preocupación por la destrucción de patrimonio parece no aplicar a la acción conjunta de privados y el Estado, que a través de los años ha ido efectivamente desmantelando la noción de lo común en un continuo acto de vandalismo antirrepublicano que se encuentra al origen de la crisis actual", escribe Íñigo Adriazola.

Iñigo Adriazola
Iñigo Adriazola
Por

*Íñigo Adriasola enseña historia y teoría del arte en la Universidad de la Columbia Británica, Canadá

Mucho se ha hablado sobre la destrucción de patrimonio en estas últimas semanas de movilización social.

Por una parte el gobierno y sus aliados denuestan a las “turbas de vándalos” presentes en las protestas, quienes se encontrarían tras la destrucción de inmuebles históricos y monumentos. Vinculan este fenómeno a una falta de respeto por la propiedad, lo que de algún modo justificaría la violenta represión de la protesta social.

Un argumento similar se escucha frecuentemente en partes de la izquierda. Algunos dicen, por ejemplo, que la destrucción de patrimonio es síntoma de un sistema educacional en bancarrota, o de la desafección y anomia producidas por la falta de oportunidades en una sociedad desigual. Para ellos, es natural que los vándalos no aprecien el patrimonio y su importancia, y acusan desidia del Estado en su resguardo. Resulta curioso que ambas posiciones en efecto busquen mayor represión.

Otra similitud entre estas dos posiciones es que presuponen la existencia efectiva de la figura de tal vándalo. Ambas lo imaginan como un sujeto unitario y coherente, toda vez que subrayan lo inescrutable que resultan sus acciones. Poco importa que aún no se aclare las circunstancias en las que ocurrió, por ejemplo, el siniestro que azotó a la Casa Schneider, o qué motivos, quizás no tan esotéricos, habrían llevado a que el histórico edificio del Mercurio de Valparaíso terminase en llamas.

Pero más allá de expresar ansiedad sobre la violencia, estas sombrías opiniones parecen compartir también cierta idea sobre lo que es patrimonio. De lo que dicen, se desprende que el patrimonio es un catálogo de edificios y objetos con características específicas e inmutables. Eso explicaría que para ellos preservar la caparazón de un inmueble sea más importante que el uso que se le da: más importa la fachada que el que su interior albergue una franquicia de cafetería internacional, o una universidad privada. Una posición así refleja una visión estetizante que disocia objetos y edificios de su contexto social e histórico, tanto en relación al pasado como al presente. Los monumentos se contemplan de lejos: posiblemente se les visita una vez al año, ya que son simplemente parte del decorado urbano.

Hay que notar que esta visión de patrimonio, tiene muy poco que ver con cómo éste es considerado en el discurso especializado. La legislación chilena contempla una visión relativamente estrecha de lo que es patrimonio: la ley lo define como los bienes que conforman la herencia cultural de Chile. En comparación, André Malraux—escritor y ministro de cultura francés de la posguerra, y uno de los arquitectos del marco internacional para el patrimonio, cristalizado en UNESCO—articulaba una visión mucho más expansiva. Para Malraux, patrimonio era la memoria colectiva de la humanidad. Esta visión más amplia es a su vez recogida en la ley que forma en Chile el Ministerio de las Culturas, Artes y Patrimonio, que lo redefine como sustrato de la identidad nacional. Comparándola con estas ideas—de ya conservadoras—la noción de patrimonio que aparece en el discurso en torno al “vandalismo” resulta aún más estática y anticuada.

Si pensamos en patrimonio como cultura—esto es, como lo que hay en común—cabe preguntarse si al quemarse un edificio en una manifestación, no cumple en cierto modo un rol aún más importante que el de decorado. El edificio que se quema se transforma en catálisis de debate: tiene un uso, se politiza, gana una vida social que como simple inventario no tiene. Cuando manifestantes botan una estatua que conmemora a un estanciero que promovió el genocidio del pueblo Selk’nam, o cuando es rayado y travestido un monumento ecuestre dedicado a un militar que además de participar en la ocupación del Wallmapu, destacó como bastión del orden conservador en el Siglo XIX, estas estatuas, y las historias que rememoran, cobran vida como problemas en la vida actual del país.

Lo que describo puede sonar a algunos como una provocación gratuita, pero vale la pena recordar que la iconoclasia es un fenómeno recurrente a través de la historia precisamente por su contenido simbólico. Riegl notaba ya a comienzos del Siglo XX que, más allá de su valor artístico, parte del culto moderno a tales monumentos está ligado a la preservación de cierta visión de la historia. Entonces, una imagen es atacada no por el simple infortunio de haber estado al paso, ni porque algún bárbaro no entiende lo que es: muy por el contrario, el iconoclasta acusa recibo del mensaje. La destrucción en sí pasa a ser parte de la historia de ese objeto o edificio, los que pueden, por cierto, ser reparados—no así la visión perdida por las víctimas de la represión, que como es costumbre en nuestro país, es la única y verdadera violencia.

Por otra parte, la preocupación por la destrucción de patrimonio parece no aplicar a la acción conjunta de privados y el Estado, que a través de los años ha ido efectivamente desmantelando la noción de lo común en un continuo acto de vandalismo antirrepublicano que se encuentra al origen de la crisis actual.

Un ejemplo reciente y doloroso es la venta y cierre de la Radio Beethoven, una organización privada pero con vocación pública, que centrada en el registro, difusión y educación en torno a la música clásica en Chile, desarrolló en casi cuatro décadas un modelo dinámico de relación con sus auditores, único en Latinoamérica y el mundo. Pero la importancia de esa contribución—inmaterial, pero verdaderamente patrimonial—no logró protegerla de la entropía capitalista, ni la tendencia monopólica de los medios en Chile. El Gobierno, fiel a su estilo, simplemente se desentendió de su rol de garante de lo común.

Tampoco parece ser considerado destrucción de patrimonio el negligente manejo que se ha dado a instituciones públicas cuyo rol en crear un espacio en común ha sido crucial: por ejemplo, la crónica mala administración del Teatro Municipal de Santiago (que con un presupuesto irrisorio desarrolla un programa que sirve al país completo), o el continuo y francamente vergonzoso estado de abandono en el que se encuentra todavía hoy el Museo Nacional de Bellas Artes—por nombrar sólo dos entre tantos otros casos.

En una época en que se vislumbra la posibilidad de construir una nueva sociedad, es hora de reimaginar lo que es patrimonio: ante todo, pensarlo de un modo que lo sitúe y movilice como parte de ese tejido que llamamos lo común. Porque cultura, ante todo, es ciudadanía.

Notas relacionadas