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Opinión

13 de Enero de 2020

Columna de Rafael Gumucio: Carta de un (d)esperanzado

Agencia UNO
Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

Tienes esperanzas, me dices. Algo se movió de la normalidad aplastante en que vivíamos hasta octubre. Ya no nos peleamos por Greta o el fútbol femenino o los portonazos en Chilevisión. Todo un país acallado y distante se hizo visible de pronto, con ruido, con música, con colores extravagantes, con un nuevo lenguaje rico en gestos y voces nuevas. El carnaval le dijo al rey que estaba desnudo y Piñera demostró de qué estaba hecha su total incapacidad que se torno de frívola a criminal.

Tienes esperanza, me dices. La élite está asustada y el pueblo habla en el centro del centro de Santiago su idioma, que nadie parece poder callar. Y la Constitución de Pinochet va a ser reformada por una asamblea, que quizás no se llame Asamblea Constituyente, pero donde habrá de seguro gente de todos colores y una mitad consistente de mujeres que podrán hablar y discutir de lo que ha sido acallado por los siglos y los siglos.

Foto: Agencia UNO

Tienes esperanza, me dices, que de ese proceso saldrá, con toda seguridad, un nuevo pacto social en que dejemos de medirnos con Finlandia y esperar ser alguna vez Portugal, y nos encontremos siendo por primera vez chilenos, por primera vez en esa larga y angosta historia en que hemos intentado ser tantas otras cosas.

Tienes esperanzas, dices, y algunos motivos para tenerla porque al final, dices, todos los cambios son para mejor. Porque al final, dices, lo que se estanca muere, porque al final la gente es sabia y sabe mejor que nadie lo que necesita. Porque al final, los excesos se temperan con el tiempo y la aguja después de ir para el extremo izquierdo y pasar por la extrema derecha, llega al extremo centro

Foto: Agencia UNO

Qué saco yo con decirte que en un viaje de un extremo a otro de la aguja caen cabezas, muere gente, se desesperan los más desesperados y lo que termina gobernando es Napoleón, Julio César o Stalin.  Qué saco yo con nombrarte las infinitas veces que los cambios—incluido el golpe militar chileno—no fueron para mejor. Qué saco yo con recordarte las infinitas veces que el pueblo en su sabiduría votó por Parisi o Joaquín Lavín. Qué saco yo con enumerar la destrucción obsesiva de todo lo público, la escuela pública, la universidad pública, el transporte público y el espacio público de parte de esas víctimas del neoliberalismo que parecen sus mejores propagandistas. Y los edificios que tienen como gran culpa ser viejos y bonitos, y las iglesias que pagan por los curas pedófilos. Qué saco yo con decirte que los pocos ascensores sociales que Chile se permitía están rotos y que el pueblo, ese amado pueblo porque tantas esperanzas derramas, vive con más y creciente dificultad subiendo y bajando calles y escaleras, sudando el doble, ganando la mitad, esperando el también, porque la esperanza es lo último que se pierde. 

Qué saco con decirte que han ido perdiendo casi todo lo demás a cambio de un acuerdo político aplaudible y loable que está llamado, sin embargo, a defraudarle.

Qué saco yo, finalmente, con que decirte que esa esperanza tuya es justamente el fruto de esos treintas años que detestas con toda el alma que te queda. 

Qué saco con decirte que solo porque eres chileno y no peruano, argentino, hondureño o colombiano, piensas que las cosas por las que luchamos desde la dictadura en adelante, empezando por la democracia, son hechos de la causa que nada ni nadie pueden remover de raíz. Que porque vives en Chile no piensas que el Instituto Nacional puede dejar de ser nacional, que el metro puede tener menos líneas y no más, que puede que el horrible sistema de pensiones que tenemos puede llegar a ser peor, que el horrible gobierno que tenemos puede dejar paso a otro peor. 

Y que el FONDART que te alimenta, que la Beca Chile con que estudias, que el hospital público puede no existir, y que es tu lucha, tu combate que existan y se amplíen, que haya más derechos y no menos, que haya más igualdad y no menos. 

Foto: Agencia UNO

Tienes esperanza, dices, y no piensas que esa esperanza tuya se parece a la de los que votaron por Piñera sabiendo que era un estafador, con la esperanza ciega que les salpicara plata a sus bolsillos. La misma esperanza que los/nos hizo creer en Franco Parisi, en los Felices y Forrados, los pronósticos financieros de Rafael Garay y Alberto Chang y sus estafas piramidales. Este país que no confía en nadie ni en nada confía ciegamente en cualquier estafador que prometa todo por nada. El neoliberalismo nos educó así o, quizás, se ajustó este a una forma de ver el mundo que ha vivido siempre entre nosotros, el país que votó masivamente por Fra Fra en 1989 y la escoba del General Ibáñez en 1954, el general de la esperanza que no tenía ni programa ni propuesta, sino, justamente, la esperanza que de que con él todo iba a cambiar porque se barría a los de antes para poner a los de nunca. 

Y nadie cambió porque somos los mismos después de Arturo Alessandri también y la República Socialista de 12 días, los mismos después de todas las borracheras, con la misma caña que nos parte el cráneo en dos. 

Porque los cambios en Chile ocurrieron, cuando ocurrieron (en el Frente Popular y la Unidad también Popular) con paciencia y pasión cuando el pueblo dejó creer en redentores y carnavales, y se organizó en partidos, sindicatos, y federaciones de estudiantes. Cuando fue capaz de crear su propia élite y hacer leyes y reformas tan decisivas y complicadas como la Reforma Agraria o la nacionalización del cobre que pidieron de todos sacrificios, espera y las formalidades del caso. Todo lo contrario de lo que alimenta tu esperanza llena de impulso, fuego, batallas, héroes y víctimas. 

Esperanza en lo que no tiene líder porque no tiene como decepcionarte, esperanza en lo que no tiene plan porque no tiene cómo medir su éxito o fracaso, esperanza en lo que es eso que tanto sabe proveer el neoliberalismo: a falta de pan circo, a falta de circo hambre, a falta de hambre fuego.

Yo quiero tener esperanza también, pero me impide el tener historia, el cargar con un pasado de muertos asesinados por la buena voluntad de los redentores sin planes. Y sé que tienes razón y que no hay revolución sin guitarra, sin pintura, sin delirio, sin graffitis, sin afiches, sin símbolos. Pero no hay revolución tampoco que sea solo eso y nada más que eso. O la hubo, la inventó Mussolini, se llamó fascismo, y tuvo la audacia infinita de hacer la revolución sin cambiar los privilegios de clase, solo convirtiendo su país en una eterna marcha llena a rabiar justamente de esperanza. 

No creo que estemos cerca de eso, pero no estamos tampoco en el otro lado de esto. Cuando la esperanza solo se nutre de sí misma es, quizás, solo una forma sonriente de la desesperación. Si es así, quizás, sería sano que nos desesperáramos juntos y le buscáramos a esto que no parece tener salida, alguna que no sea volver a un antes que no existe y a un futuro que tampoco sabemos qué es, sino a un presente en que aún nos guste mirarnos a la cara, con tus esperanzas y mis dudas, que no son más que el mismo deseo; que esta oportunidad única no sea ni una anécdota ni una locura. Para que esta masa que está feliz de ser solo masa, entienda que sin poder no hay libertad duradera posible.

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