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Opinión

6 de Mayo de 2020

Columna de Josefina Araos: Mil años después

Con la pandemia actual de coronavirus pareciera que los temores y milenarismos de aquel año -el año 1000 de nuestra era- regresan con toda su fuerza; y sus características adquieren una semejanza inquietante.

Josefina Araos Bralic
Josefina Araos Bralic
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Algunas crónicas medievales relatan que en el año 1000 de nuestra era, las personas vivían sumidas en el temor por el día del juicio final y la venida del Anticristo. Los testimonios dejaron registro de que Europa había temblado por todas partes y que la presencia de un cometa en el cielo auguraba los peores presagios. El derrumbe definitivo del Imperio Romano se identificaba con el caos universal e incluso se dice que algunos reyes fueron en busca de los restos de Carlomagno para intentar mantener, como señala el historiador francés Georges Duby, “los cimientos del mundo”. Según Duby, era una época de profunda incertidumbre, donde las narraciones, fascinadas con lo insólito y lo fantástico, daban cuenta de un mundo salvaje, de una naturaleza misteriosa e inexplorada. El hombre, por su parte, luchaba contra sus fuerzas irreductibles, incapaz de dominarla, resignado a ella, sólo rogando poder resistir el hambre y la enfermedad. ¿Cómo lograban moverse en esa oscuridad? Sin duda la fe era un soporte fundamental, en tiempos todavía profundamente cristianos; fe que servía de sostén para transformar esa incertidumbre angustiante en una espera confiada.

En periodos de normalidad -a los que estábamos tal vez demasiado acostumbrados- el relato de Duby nos resulta sumamente lejano, separado por una distancia no sólo temporal, sino también de mentalidad y formas de vida. Sin embargo, con la pandemia actual de coronavirus pareciera que los temores y milenarismos de aquel año regresan con toda su fuerza, y sus características adquieren una semejanza inquietante. Es evidente que estamos a siglos de ese periodo, en años y en desarrollo. La tecnología y la ciencia modernas hace mucho tiempo nos liberaron de la preocupación cotidiana por la sobrevivencia, y con ellas hemos construido un mundo aparentemente seguro, sostenido en la premisa ilustrada de la dominación definitiva de la naturaleza. Pero la crisis sanitaria irrumpe de pronto para echar abajo esa certeza, haciéndonos tomar consciencia de los radicales límites de esa vana expectativa, así como de la resistencia de aquello que nos rodea a someterse a nuestros términos. Y quizás es sobre todo hoy que percibimos cómo a pesar de los múltiples avances, seguimos invadidos por los mismos temores y dilemas que atraviesan la condición humana y que no parecen borrarse por el simple paso del tiempo. 

Así es como vuelven a aparecer las preguntas más fundamentales –¿qué será de nosotros?, ¿nos espera un destino bueno?–, al mismo tiempo que las reacciones más salvajes, esas mismas que creíamos superadas, señales de siglos de barbarie ya muy distantes. Al comienzo de esta pandemia vimos muestras de ello en el acaparamiento de bienes de primera necesidad en los supermercados; hoy, a ratos, en la mezquindad y egoísmo de quienes no quieren aceptar que su libertad se vea condicionada, como nunca, para mantener el bienestar de otros, incluso desconocidos. Son todas señales quizás sutiles, pero claras, de que rápidamente volvemos a poner en vigencia la ley del más fuerte, tensionando la lectura autocomplaciente que muchas veces inspira la mirada sobre nuestras civilizadas sociedades. 

La narrativa del progreso que domina nuestra era -tan distinta a aquella de la confiada espera que describe Duby-, se ha convertido a ratos en la pretensión, frente a los indudables avances alcanzados, de que podremos alguna vez escapar a esas preguntas y a esas tensiones, como si se tratara de resabios obsoletos y no de elementos constitutivos de nuestra humanidad. Y parte del caos y la histeria en que nos hemos visto sumidos desde que empezó esta nueva crisis se relacionan justamente con eso: al ver al estado y a la política pública al límite, sobrepasados, descubrimos que todo aquello que creíamos resuelto, no está superado, y eso nos descontrola y nos aterra. 

Algunas hipótesis tan extendidas desde octubre, respecto a maquinaciones de los poderosos que intentan controlar los acontecimientos para su propio beneficio, se muestran más insuficientes que nunca. Por más que las redes sociales sigan intentando imponerlas, rápidamente revelan su simpleza, porque todos sabemos que el escenario es infinitamente más complejo e imprevisible. Tal vez, en medio de toda esta dura experiencia, podamos sacar al menos eso en limpio y salgamos de todo esto -si es que hay salida, claro- con una actitud más humilde, necesaria para los desafíos del futuro. Después de todo, el aprendizaje del cuidado, del respeto por el otro, del valor de la comunidad, de la solidaridad y la cooperación, que hoy tanto echamos en falta, exige asumir primero que no somos omnipotentes y que es sólo gracias a un mundo recibido y compartido con otros que podemos, con seguridad, habitarlo.

*Investigadora Instituto de Estudios de la Sociedad.

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