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Opinión

17 de Junio de 2021

Columna de Álvaro Bisama: Aira, la huella de sombra

El Aira visible, el de sus propios libros, existe al lado del invisible. Su voz también es la de un montón de traducciones que realizó, pero nunca la reconocimos como tal. Es uno de esos autores que leímos sin saber que lo leíamos, con su escritura modulando o amplificando la de los otros.

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama
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Alguna vez me voy a poner a contar las novelas de César Aira que tengo. No, en realidad no lo voy a hacer, para qué. No tiene sentido; su gracia o su misterio descansa en aquella insólita ubicuidad, en el hecho de que aparezcan por todos los rincones de la casa como si estuvieran vivos, al modo de gremlins a los que les cayó agua encima, multiplicados por el azar. Esos libros nunca están juntos entre sí. De hecho, esos volúmenes de Aira se inmiscuyen en distintas pilas de ficciones, ensayos o poemarios ajenos, puros papeles donde no tiene nada que ver.

Pero ese Aira visible, el de sus propios libros, existe al lado del invisible. Su voz también es la de un montón de traducciones que realizó, pero nunca la reconocimos como tal. Es uno de esos autores que leímos sin saber que lo leíamos, con su escritura modulando o amplificando la de los otros, vuelta una huella de sombra, aunque él mismo no recordase con demasiado cariño esa labor. “Libros buenos, habré traducido una media docena, cuando dejé de hacerlo profesionalmente, por pedido de algún editor amigo, y por nostalgia de un trabajo que hice durante treinta años. Como lector evito las traducciones; de hecho, el grueso de mis lecturas son en inglés o en francés”, le dijo hace poco a Alan Pauls en una entrevista. 

“Es uno de esos autores que leímos sin saber que lo leíamos, con su escritura modulando o amplificando la de los otros, vuelta una huella de sombra, aunque él mismo no recordase con demasiado cariño esa labor”.

En cualquier caso esas versiones están ahí. Recuerdo, de modo azaroso, el “Maus” de Art Spiegelman, Jane Austen, Jean Potocki. También varias novelas de Stephen King, entre ellas “Cementerio de animales” (1984) en la edición de Emecé, que leí luego de ver la película una noche en el 13 y que me pareció un relato de horror perfecto y cerrado sobre sí mismo, una novela de cámara de King aunque eso quizás sea una definición más bien inexacta para todo esa historia de violencia familiar, niños muertos y gatos que volvían del otro mundo.

Consigno otro, más improbable aún: “Postales del abismo”, de Carrie Fisher, que circuló a comienzos de los noventa editado por Planeta y recuerdo como un relato impresionante y neurótico pero con un humor espontáneo y muy poca auto indulgencia en sus confesiones familiares. Lo compré en saldo en alguna parte y luego lo presté y lo perdí. Hace poco me acordé de él (y de cómo equilibraba la ligereza con el drama) cuando murió Fisher arriba de un avión, luego de filmar alguna secuela de Star Wars. 

Anoto esto porque volver a Aira puede resultar interesante en estos días en que buena parte de lo que pasa suena idiota o peligroso. Acaba de aparecer en España y Argentina “La ola que lee”, una recopilación de artículos y reseñas que publicó entre los años 1981 y 2010. Anota ahí, en un ensayo sobre por qué no sigue a sus contemporáneos, que “la historia no es más que su propio registro, y el de los modos de percepción y representación que la hacen posible”. Continúa: “los clásicos son la actualización de estos modos, vivos en tanto siga vivo el sentimiento de la Historia (que por momentos tambalea). Los mundos sucesivos de la realidad se saben fugaces, y se toman el cuidado de dejar a su paso los fragmentos con los que se los podrá reconstruir; es por eso, para fragmentarse, para hacerse pedazos lo más pequeños y portátiles posibles, que muestran tanta furia autodestructiva. Este mundo fragilísimo en el que vivo y escribo corre hacia su destrucción, y la mía; se diría que no hace otra cosa que precipitarse… Pero cuanto más rápido va, más abundantes y claras son las huellas que deja. Más hermosas”. 

“Anoto esto porque volver a Aira puede resultar interesante en estos días en que buena parte de lo que pasa suena idiota o peligroso. Acaba de aparecer en España y Argentina “La ola que lee”, una recopilación de artículos y reseñas que publicó entre los años 1981 y 2010”.

Otra idea; habría que entender esas traducciones como huellas también, pensarlas como el reverso del más de centenar de obras indexadas en el increíble “César Aira, un catálogo” de Ricardo Straface, y volverlas otro catálogo espejo, otra colección de preguntas sobre cómo un escritor huye o abraza otras lenguas para encontrar la propia. A lo mejor, en aquella invisibilidad estaba la marca de agua de Aira aunque dicha marca fuese una trampa que consistía en la ausencia de todo lo que remitiera o llevase hacia él: una colección de puras señales negativas, hecha de la imposibilidad de ubicar cualquier rastro suyo, con suerte era un tono que chirriaba levemente solo para desaparecer después como una sospecha o un desajuste apenas imperceptible, puros jirones de un fantasma. Quizás ahí estaba su voluntad alucinante y paradojal y el deseo de Aira de hacer una literatura o un arte que desconfiaba de la literatura y el arte (nadie ha escrito como él acerca de las reglas que declaran su obsolescencia) mientras pretendía abarcarlo todo y roerlo todo también, al modo de un universo completo o un diorama del mismo en una performance que ha durado décadas, acaso una biblioteca viral escondida dentro de otras bibliotecas.

“A lo mejor, en aquella invisibilidad estaba la marca de agua de Aira aunque dicha marca fuese una trampa que consistía en la ausencia de todo lo que remitiera o llevase hacia él: una colección de puras señales negativas, hecha de la imposibilidad de ubicar cualquier rastro suyo, con suerte era un tono que chirriaba levemente solo para desaparecer después como una sospecha o un desajuste apenas imperceptible, puros jirones de un fantasma”.

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