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Opinión

18 de Diciembre de 2021

Columna de María José Viera-Gallo: Un presidente que sepa llorar

"Me gusta Boric por nostalgia y familiaridad, pero sobre todo por omisión, por ese joven, ese líder, que mi generación nunca vio crecer. Porque sin quererlo ni buscarlo, está dónde está", escribe María José Viera-Gallo.

María José Viera-Gallo
María José Viera-Gallo
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Es la tercera vez que votaré por Gabriel Boric.

Repaso este fact check, mientras miro el árbol que se asoma por ventana de mi pieza. Es un naranjo. No sabría cómo describirlo si no es por las naranjas que caen de sus ramas. Caen suaves, caen jugosas, caen gratis. Son las últimas de la temporada. Antes, en lugar de naranjas había azares, y esas flores blancas y diminutas me hacían llorar de alergia. Ahora quisiera llorar de otra cosa; de expectación, de confianza, de asombro, quizás. Supongo que es un éxito de marketing político, mirar un árbol, cualquier árbol, y ponerse a llorar.

Miro mi naranjo y pienso en Viviana, una joven escritora de mechas tigresas, quien anoche me dijo: “Yo juraba que la cúspide de mi generación había sido ver a Gepe y Javiera Mena tocando Sol de Invierno en el Festival de Viña el año 2014. Me equivoqué: va a ser este domingo cuando ganemos la elección”.

Ganemos. ¿Quiénes? Su generación, de partida.

También pienso en Evelyn, quien trabaja en la peluquería de mi barrio y vive en Puente Alto. ¿Por qué Boric? le pregunto mientras reconstruye la fibra capilar de las puntas de mi pelo. “Porque cacha los problemas de la gente de mi edad. Porque está en la realidad”. Evelyn, quien cría dos hijas sola, no concibe habitar en un mundo hecho a imagen y semejanza de una mujer que le guitarrea al marido mientras un número considerables de hijos le hace el amén frente a un plato de cereales.

Alguna vez, yo también tuve los mismos 35 años de Viviana, de Evelyn y de Gabriel Boric. En ese tiempo vivía en Brooklyn, me acostaba escuchando fake news de Bush sobre armas de destrucción masiva escondidas en un bunker en Iraq y me duchaba cada mañana bañada en alertas rojas o en el mejor de los casos, amarillas, de amenazas yihadistas.  La campaña del miedo era un modo de ver y entender la realidad desde la Casa Blanca, un libreto escrito por Karl Rove (sin el cual no existiría Trump), a modo de info-comercial barato y paranoide, show de autoayuda, adivinos que querían hacerme creer que mi vecino musulmán era un potencial terrorista y que, al bajar al metro, yo y una muchedumbre de inocentes explotaríamos como una bolsita M&M en el piso.

Miro el árbol y pienso: la derecha ama la oscuridad. Ama el miedo. Ama a Freddy Krueger. Ama a los rubios malos de las películas. Las imágenes de sus ficciones, sin embargo, se anulan ante otras que de vez en cuando, la realidad nos devuelve como el Angelus de Walter Benjamin que gira la cabeza y mira la barbarie; cámaras de gas, parrillas eléctricas, helicópteros que lanzan cuerpos al mar, niños encerrados en jaulas, zanjas en el desierto.

¿Y tú por qué Boric?, me pregunta mi peluquera.

Quisiera decirle que crecí rodeada de voces masculinas de jóvenes de izquierda, similares a las de Boric, la voz de mi padre y la de muchos otros padres, voces Mapu, por qué no decirlo, que a la edad de Boric, ya conocían su mayor derrota: el fin del proyecto de la Unidad Popular y el exterminio de su generación.

Sus fracasos, su resistencia, su espera durante los largos años de exilio, sus meaculpa, y todo lo que vino después con la recuperación de la democracia, me formó y deformó. Para bien y para mal.

Podría decirle que me gusta Boric por nostalgia y familiaridad, pero sobre todo por omisión, por ese joven, ese líder, que mi generación nunca vio crecer. Porque sin quererlo ni buscarlo, está dónde está. Porque sobrevivió al viento de Magallanes, a la maratón de firmas que inscribieron su candidatura, al Covid y a las mentiras de sus oponentes. Porque ha leído a Gramsci, la Biblia y Pasolini. Porque sonríe con los ojos. Porque sabe abrazar. Porque se agacha cuando conversa con un niño. Porque cuidó a su hermano cuando tenía cáncer. Porque a mis hijos les gusta. Porque no es un macho alfa revolucionario. Porque si hay que ponerse una chaqueta azul y peinarse, lo hace. Porque no tiene auto. Porque no pretende ser nadie salvo sí mismo. Porque habla y piensa al mismo tiempo. Porque cambia de opinión si es necesario. Porque escucha, sabe pedir perdón y decir gracias. Porque ya he votado por él una primera vez, y una segunda y la tercera será la vencida. Porque seguramente le gustan las naranjas.

Porque si hay que llorar este domingo, estoy segura de que lo hará.


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