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Opinión

10 de Febrero de 2022

Columna de Montserrat Martorell: Los amores equivocados

Imagen de Montserrat Martorell mirando al frente, con la imagen de un libro de fondo que tiene las páginas dobladas simulando un corazón.

El otro día, en mi taller de cuentos, le di una tarea a mis estudiantes: escriban sobre algún amor equivocado. Sí, sí. Sé lo que están pensando: “para qué”, “cuál es la idea”, “todos sirven”, “independiente de cuál sea el final siempre hay experiencias, aprendizajes, vidas”, “de cada relación se saca algo bueno”. ¿Saben? A veces no es tan así y el consuelo termina siendo eso: una palabra.

Montserrat Martorell
Montserrat Martorell
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El otro día, en mi taller de cuentos, le di una tarea a mis estudiantes: escriban sobre algún amor equivocado. Sí, sí. Sé lo que están pensando: “para qué”, “cuál es la idea”, “todos sirven”, “independiente de cuál sea el final siempre hay experiencias, aprendizajes, vidas”, “de cada relación se saca algo bueno”. ¿Saben? A veces no es tan así y el consuelo termina siendo eso: una palabra.

Tengo 33 años, varios amores en el cuerpo y si algo he aprendido es que hay historias que con el paso del tiempo y con cierta perspectiva preferimos habernos ahorrado, habernos evitado.

Que nos asaltaron, de repente, porque vivíamos una época muy buena o una época muy mala para darnos cuenta qué era lo que estábamos sintiendo. Y sí, creo que he tenido amores equivocados. De esos para olvidar, de esos que exigían una renuncia precoz. Porque el final de las historias está escrito en los comienzos, en los inicios. En eso se parece a los libros.

Cristina Peri Rossi, poeta y escritora uruguaya, Premio Cervantes 2021, decía que “si los amores suelen ser equivocados, amar no es equivocado” (lo sostiene página a página, a través de relatos que destacan por su sensibilidad, por su humor, por su belleza, por su locura, por su originalidad, por su arrojo, por su erotismo, por su valentía).

Algo de cierto hay en esa declaración anticipada y me atrevería a decir que tú, lector o lectora, pensaste en alguien cuando viste el título de esta columna -que coincide con el nombre del libro de Peri Rossi-. Porque llega una edad donde es muy difícil que no hayas vivido la experiencia del desamor -la lenta máquina del desamor, que escribía Julio Cortázar-. Y sabes que duele. Que te partes.

Que en el camino del duelo te conviertes en otro y otro y otro y sucesivamente en otro, pero que el querer, la sensación de querer, te ha demostrado que estás vivo, que sigues vivo, que todavía estás acá.

Cristina Peri Rossi, poeta y escritora uruguaya, Premio Cervantes 2021, decía que “si los amores suelen ser equivocados, amar no es equivocado” (lo sostiene página a página, a través de relatos que destacan por su sensibilidad, por su humor, por su belleza, por su locura, por su originalidad, por su arrojo, por su erotismo, por su valentía)”.

Quizás lo más bonito y lo más terrible de las separaciones es eso: asumir que hay cosas que no se recuperan nunca. Que hay pliegues de uno que se fueron con esa sombra. Que hay trocitos de alguien que amaste que te van a acompañar siempre.

Cada uno sabe dónde están esos fragmentos, cada uno sabe dónde guarda sus recuerdos. No es tan fácil cambiar de piel. No es tan fácil volcarse al olvido. Amar implica riesgos, aperturas, desencuentros, luces y sombras de uno mismo. Encontrarse con miedos, con máscaras, con traumas, con esperanzas, con sueños, con expectativas, con la falsa ilusión de que existe alguien que puede completar nuestros propios vacíos, nuestros propios desgarros (Alejandra Pizarnik, poeta argentina, decía que “escribir un poema es reparar la herida fundamental porque todos estamos heridos”). También lo creo.

La vida puede sacudirte, pegarte fuerte, amainarte. Lo increíble sigue siendo nuestro ímpetu para volver a intentarlo, para sobreponernos, para seguir caminando, para seguir esquivando, para seguir saltando, para seguir corriendo, aunque a veces la velocidad no tenga sentido (“el tiempo está a nuestro favor y a la eternidad no le gusta la gente apresurada”, sentenció el poeta Diego Maquieira). Coincido con él.

Qué ganas de andar más despacio. De desacelerarnos. De descubrir, de describir, de girarnos sin apuros y sin ruidos.

“Y sí, creo que he tenido amores equivocados. De esos paraolvidar, de esos que exigían una renuncia precoz. Porque el final de las historias está escrito en los comienzos, en los inicios. En eso se parece a los libros”.

14 de febrero de 2022. Mundo pandémico, aislado de a ratos, triste y dormido y alegre y risueño. Sí, esta es nuestra época. Me piden que escriba una columna sobre el amor y lo primero que pienso es que me han roto el corazón un par de veces, que me atrevería a decir que he hecho lo mismo yo con unos cuantos amores. Pero que he seguido queriendo.

A veces con calma, otras veces con desesperación. A veces con cautela, otras veces con pasión. También con distancia, protegiéndome, protegiéndonos, de cualquier señal que pueda llevarnos a la grieta. Pero no nos libramos. Nadie se libra del amor. Y caemos.

Amar es muchas veces caer, reencontrarnos con ciertas frases hechas, con discursos amorosos que conocemos de memoria, con palabras que usamos, que vendimos, que intercambiamos con aquellos que ya no están.

Amar es mirar a alguien que a veces tiene otro rostro. David Foster Wallace, que se suicidó cuando tenía 46 años, dijo que “todas las historias de amor eran historias de fantasmas”.

Amar es muchas veces caer, reencontrarnos con ciertas frases hechas, con discursos amorosos que conocemos de memoria, con palabras que usamos, que vendimos, que intercambiamos con aquellos que ya no están”.

¿Dónde están los tuyos? ¿Cuáles son sus nombres? ¿Cómo rebautizamos, cómo reescribimos el amor en el siglo XXI? ¿En un mundo grotesco y frágil? ¿Cómo encontramos nuevas formas para amar? ¿Cómo nos vinculamos con nuestras heridas? ¿Con las que parecen nuestras derrotas? ¿Cómo volvemos al centro? ¿Al inicio? ¿Al final?

La literatura me ha ayudado con esas respuestas. Me ha hecho alejarme y volver. Me ha hecho perdonar. Me ha hecho entender. Me ha hecho liberarme. Me ha hecho aceptar, permitirme idas y vueltas. Me ha hecho saltar en una caja vacía.

No temerle a la rabia ni a la compasión. Jugar a ser otro, inventar diez mil escenarios, aceptar la locura. Abrazar la locura. Desconocer los mandatos, descocer los mandatos. Estar en mi vida, anclada a mi vida, aunque eso signifique asumir una soledad de ruido y de silencio.

Porque llega una edad donde es muy difícil que no hayas vivido la experiencia del desamor -la lenta máquina del desamor, que escribía Julio Cortázar-. Y sabes que duele. Que te partes. Que en el camino del duelo te conviertes en otro y otro y otro y sucesivamente en otro, pero que el querer, la sensación de querer, te ha demostrado que estás vivo, que sigues vivo, que todavía estás acá”.

Sigo pensando. A mi cabeza vienen nombres de autoras que me tocaron la puerta en tiempos difíciles y hostiles, en escritoras que me acompañaron en duelos ligeros y profundos, en poetas que caminaron conmigo cuando abandoné y cuando fui abandonada. Y encontré calma en la escritura.

Encontré calma en la lectura. Encontré calma en la muerte (tengo una amiga, Ana Ochagavía, que me dijo una vez que “incluso se puede ser feliz en la mitad de la tragedia”). ¿Nos ha pasado? ¿Hay que sentir culpa?

Pienso en “Después del invierno” de Guadalupe Nettel, pienso en “La mujer rota” de Simone de Beauvoir, pienso en “Cuando éramos unos niños” de Patti Smith, pienso en las cartas de Alejandra Pizarnik y su psicoanalista, León Ostrov. Pienso en “El amante” de Marguerite Duras y en la poesía de Idea Vilariño y de Stella Díaz Varín y Wislawa Szymborska. Pienso en Gabriela Mistral y Silvina Ocampo y Annie Ernoux. Pienso en Cecilia Vicuña y en Valeria Luiselli y Lucia Berlin. Pienso en Alice Munro y Vanessa Springora y también en Yasunari Kawabata. También en Siri Hustvedt y Natalia Ginzburg y Marta Sanz.

He aprendido del amor viviéndolo, quemándome a veces, quemándome transitoriamente, pero también he soñado nuevas maneras de estar en mi tiempo con un libro en las manos.

He contrastado mis historias con las historias que me cuentan, con las historias que me invento, con las historias que alcanzo a tocar más lejos y más cerca, desde el costado, desde más atrás. Y siempre llego a la misma conclusión. Que las mujeres tenemos que querernos. Y querernos mucho.

Y que tenemos que amar con libertad, con deseo, sin miedo y sin vergüenza. Por eso esta columna va para esos amores equivocados que nos enseñaron a perdernos, esos que hurgaron en la herida, esos que pudiste reconocer solo muchos años después. Como la belleza.

Silvina Ocampo, escritora argentina, dice en su cuento “El diario de Porfiria Bernal” que “para los que me ven de lejos soy hermosa: en el espejo aprecio lo necesaria que es la distancia para embellecer la asimetría de una cara. Frente a un espejo, en la infancia, deploré, llorando, mi fealdad”. Con las relaciones pasa lo mismo.

Necesitamos ese espacio en blanco. Incluso a veces el extravío como aconseja Jaime Gil de Biedma, poeta catalán de la generación del 50, “para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario. Y es necesario en cuatrocientas noches -con cuatrocientos cuerpos diferentes- haber hecho el amor”.

Recojo esa idea, recojo esa fuerza, recojo esa poesía. Porque los amores equivocados nos convierten en sobrevivientes de nosotros mismos y de otros que amamos muy bien o muy mal. De otros que fueron nuestros espejos. De otros que terminaron siendo una piedra, una imagen dormida, un pedazo de tierra seca. De otros que nos quitaron el tiempo. De otros que nos dieron espacios, besos absurdos, pesados y rotos, pero que nos situaron y nos marcaron como nos marcamos todos.

Quiero seguir amando, quiero seguir saltando hacia la otra orilla y seguir viviendo esas vidas que nos hacen tener siempre un nuevo nombre

“He aprendido del amor viviéndolo, quemándome a veces, quemándome transitoriamente, pero también he soñado nuevas maneras de estar en mi tiempo con un libro en las manos”.

*Montserrat Martorell es periodista y escritora, Máster en Escritura Creativa y Candidata a Doctora en Literatura Hispanoamericana. Es profesora universitaria y hace talleres literarios. Autora de las novelas “La última ceniza”, “Antes del después” y “Empezar a olvidarte”. Actualmente escribe su cuarto libro.


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