Entrevistas
10 de Agosto de 2024Ramón Griffero, Premio Nacional: “La verdadera crisis es que estamos insertos en un país donde simplemente no hay cultura”
Crítico de la privatización de la cultura y del rol subsidiario del Estado, el dramaturgo, director y Premio Nacional se rebela ante los tiempos de producción del teatro actual. Aquí explica por qué: “No me desgastaría en escribir una obra que va a tener apenas 20 funciones”.
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En septiembre de 2019, mientras era aún director del Teatro Nacional Chileno, Ramón Griffero (1954) obtuvo el Premio Nacional de Artes de la Representación. Semanas después, el centro de Santiago estaba convertido en el principal escenario del estallido social y el dramaturgo solía echarse a andar entre la marea humana que avanzaba por la Alameda, de regreso a su hogar. A veces llevaba consigo su cámara filmadora, con la que comenzó a registrar las manifestaciones y distintas acciones de los artistas y colectivos jóvenes.
De esa “experiencia catártica”, el autor de obras como “Cinema Utoppia” y “99 La Morgue” –y uno de los creadores fundamentales del teatro chileno surgido en los 80 y en resistencia a la dictadura cívico-militar– extrajo el concepto de “creación social”, su más reciente exploración artística.
“La gran maravilla del estallido fue haber visto a esas miles de personas que usaban los lenguajes artísticos como forma de manifestación. De ahí partió todo esto, al ver esa creación social y entender y constatar que todos, teniendo un saber, pueden manifestar su emoción y crear”, comenta Griffero en su casa en el barrio Italia, en la comuna de Providencia.
A mediados de septiembre del año pasado, cuando se acercaba la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado, el director realizó una primera intervención para la que convocó a unas 30 personas, entre hombres y mujeres de distintas edades, sin estudios de actuación en su mayoría, y que habían participado de sus talleres de la “Dramaturgia del Espacio”, teoría que le ha dado renombre principalmente al interior de círculos académicos del teatro, en países de Europa y Latinoamérica. Griffero ubicó a su elenco a un costado del Palacio de La Moneda, por calle Teatinos, para pronunciar los nombres de los detenidos desaparecidos.
Replicando la misma fórmula (convocatoria abierta, taller e intervención), realizó nuevos “site specifics” junto a Ricardo Balic –su pareja y colaborador más cercano desde hace 36 años– en espacios como el Museo Nacional de Bellas Artes y la Casa Poli, ubicada en la península de Coliumo, en la Región del Biobío; otra en Valparaíso y en ciudades como Puebla (México), El Bolsón (Argentina) y, más recientemente, en Bahía (Brasil), de donde retornó hace unos días.
Este 30 de agosto, Griffero intervendrá también el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos con una nueva acción en el marco de la conmemoración del Día Internacional de las víctimas de desaparición forzada, para la que abrió una convocatoria a través de su cuenta de Instagram. Antes del cierre de esta entrevista, se habían llenado los cupos.
“Las intervenciones proponen un ejercicio colectivo en el que nos tiene que unir una misma causa. Por esa razón, cada intervención tiene su propio espíritu, su propio impulso. La que hice en Puebla hablaba de la violencia y fue muy impactante, al igual que las de los 50 años del Golpe, que estuvieron súper emotivas. Terminábamos todos llorando al final”, cuenta.
“Todas estas acciones funcionan como un loop. Pueden durar 10 minutos y luego vuelven a partir. Hay ocasiones en que los mismos participantes componen la música, y si no tenemos parlantes, cada uno la reproduce en su celular, se lo echan al bolsillo y así todos están siguiendo la misma atmósfera. A partir de ahí o de un tema, ellos componen también las imágenes que luego seleccionamos para llevar a los distintos espacios como una forma de recuperar también esos espacios negados por la profesionalización del medio artístico”.
—¿Qué mirada tiene hoy del estallido social y cómo se liga a esta nueva fase en su trabajo?
—El estallido revivió las pasiones y los anhelos de transformación que todos o muchos deseamos. Yo salí con mi cámara a grabar desde el comienzo y aún estaba de director del Teatro Nacional, donde hicimos un ciclo de Teatro en Resistencia. Uno estaba empapado de todo ese espíritu. No se pierde nunca la esperanza del cambio, pero al mismo tiempo uno se da cuenta que la especie es incapaz de cumplir sus anhelos. Solamente los puede enunciar y los puede manifestar a través del arte, porque la igualdad, la fraternidad y la solidaridad no existen desde la Revolución Francesa.
Estamos en una utopía constante, y desde ahí el arte es un lugar donde uno puede cumplir lo que no se cumple en la realidad. Pero, al mismo tiempo, hace existir lo que nombras en esa ficción. Antes la gente moría por la patria, por las demandas sociales, por una causa. Hoy nadie muere por nada de eso. Hoy la gente dice: ‘Por mi familia’, ‘por lo que amo’. Cada vez más se pierde la fe en que los colectivos puedan lograr colectivamente el mismo deseo.
Ha pasado con todas las utopías que han querido instaurar mundos mejores: fracasan. Y eso tiene que ver, yo creo, con ese problema atávico de la especie de querer liquidar y asesinar al otro. Es decir, el héroe de nuestro país es el asesino del país vecino. Son las paradojas de nuestra construcción social, y por esa razón el ‘nunca más’ no es más que una ilusión.
Galpón abandonado
No es primera vez que Ramón Griffero se aproxima a escenarios improbables y fuera de la caja negra del teatro: en 1984, hace exactamente 40 años, estrenó su obra “Historia de un galpón abandonado”, precisamente en un galpón de 20 metros de profundidad que permanecía cerrado, en calle San Martín.
Poco tiempo después, el espacio abrió sus puertas como El Trolley, que pronto se convirtió no solo en la sede de su compañía Fin de Siglo, sino en un ícono absoluto de la resistencia y la renovación cultural de la época. Por su escenario pasaron bandas emergentes como Los Prisioneros y Electrodomésticos, y artistas novatos como Vicente Ruiz y Andrés Pérez.
Griffero había vuelto a Chile hacía dos años. Estaba rearmando su vida tras volver de Europa, donde partió tras el Golpe. Vivió en Londres, luego en Bruselas, donde estudió Sociología, además de Cine y Teatro. Volvió convertido en un joven dramaturgo de poco menos de 30 y estaba emparejado con el escenógrafo belga Herbert Jonckers, uno de sus grandes colaboradores, y quien falleció en 1996 de un infarto cardíaco. Juntos, montaron obras que hablaron por primera vez de detenidos desaparecidos y diversidad sexual.
—40 años después, veo que ha habido un camino de autonomía —dice el dramaturgo, quien cumplirá 70 a fines de noviembre.
“El año 85 escribí un texto que se llamaba el ‘Manifiesto del Teatro Autónomo’, que era justamente autónomo porque decía que ‘nada nos dieron y nada les debemos’. Autónomo porque ‘nos auto conducimos, nos auto generamos’. Es similar a la manera de sobrevivir que sigue existiendo hoy en día. Y esa autonomía, implica buscar otros espacios, construir tu propio lenguaje, desarrollar tu forma de actuar o de dirigir. No se trataba tampoco solo de una búsqueda artística: todos los espacios eran negados en dictadura, y hay muchos que aún lo están para los artistas”, opina.
“Si a mí me hubieran pasado el Teatro Municipal en esa época, yo feliz hago ‘Cinema Utoppia’ o cualquier otra obra ahí. La única opción de enfrentarse a la negación de cualquier otro espacio, fue construir un lugar clandestino como El Trolley. Por eso nunca estuve de acuerdo con que nos dijeran ‘under’; los marginales no éramos nosotros, era la dictadura. En El Trolley se estaba haciendo la cultura que estaba siendo negada, no estábamos ahí por opción, como ocurre en Nueva York o en Londres, donde hay un off que existe en un esquema democrático donde algunos no quieren estar en el establishment o en el teatro principal. Aquí, era una consecuencia. No había otra opción. Buscábamos, en primer lugar, un espacio donde tuviéramos la libertad de hablar, porque en ningún lugar podías hacerlo”.
—Entonces, ¿no cree que exista o haya existido una escena ‘under’ u ‘off’ del arte en Chile?
—No existe una “escena under”, en el sentido de que no hay un movimiento. Hay espacios que uno podría nombrar, como La Maestranza en Valparaíso, o La Perrera, aquí en Santiago, que tienen un modelo de autogestionamiento y que artísticamente apuestan también por las nuevas corrientes y formas, pero lo que ocurre ahí no se transforma o no se traduce en un movimiento. Yo creo que eso en Chile nunca ha existido, en realidad. Han existido creadores que han tenido posición política, pero igual han estado respaldados por partidos. Siempre hay un arte resistente que no tiene espacio, pero es extremadamente minoritario y no logra constituir un movimiento. Yo veo más un arte y una cultura por el entretenimiento, que es la que se originó en dictadura, cuando se instaló el neoliberalismo cultural que tenemos hoy.
El último montaje que Griffero estrenó a la fecha fue “La iguana de Alessandra” (2018), con Paulina Urrutia, que giró mundialmente en algunas de las escenas del documental “La memoria infinita”, de Maite Alberdi. El exitoso montaje se presentó tanto en el Teatro Camilo Henríquez, como en la sala Antonio Varas de la Universidad de Chile. Ambas dirigidas por el dramaturgo, quien desde entonces no ha vuelto al teatro. De momento, tampoco está pensando en hacerlo, y tiene sus razones.
“Estoy viajando mucho, como en otra etapa, y cada vez es más difícil gestar una obra con la forma de producción de la cultura de mercado que existe hoy. Yo normalmente hacía obras que se presentaban por tres meses. ‘La iguana’ fue un caso, y antes lo hice también cuando estaba en el Teatro Camilo Henríquez, con ‘La Morgue’, y todavía antes, en Matucana, cuando ‘Cinema Utoppia’ estaba ocho meses en cartelera. Es complejo reunir a creadores, escenógrafos y a todo un equipo para temporadas de cuánto, tres semanas máximo. No me desgastaría en escribir una obra que va a tener apenas 20 funciones en una sala”, argumenta.
–Nadie o muy pocos harían teatro en Chile, en ese caso, ¿no cree?
–Estamos de acuerdo, pero hablemos entonces del problema de fondo y de cuál es la razón de lo precarizado que está el sector, que es de lo que hablan todos hoy en día. Cuando se creó la institución cultural, se aplicó el concepto de modernización del Estado, que es el Estado que no se involucra en nada. En Chile, la Feria del Libro, los festivales de teatro, las salas, todo es privado. Y es nefasto, porque dejan todo el patrimonio de la cultura a merced de los privados, y lo privado es efímero y perenne.
Si una editorial no quiere publicar a Antonio Acevedo Hernández, nadie lo conocerá. Si no quieren publicar el teatro chileno clásico, nadie la va a conocer tampoco. Desde la dictadura, el Estado subsidia, delega y no cumple con su misión de ser el que resguarda la soberanía cultural del país. Es como si el Ejército le pidiera a los regimientos que postulen a fondos o que generen sus propios ingresos. ¡Ahí sí sería un escándalo! Pero no al tratarse de la cultura.
–¿Cuál ha sido la peor consecuencia que trajo esa privatización de la cultura, según usted?
–La privatización atomiza, aísla y niega a los creadores y a los colectivos artísticos. Eso es lo más grave. Y luego, los transformaron en pequeños empresarios obligados a postular a fondos concursables y a tener personalidad jurídica, en algunos casos, y a hacerse cargo de todo un aparataje en pleno abandono. No hay un Estado que ampare eso. Encima surge el discurso de las “industrias creativas”, cuando una industria es algo que genera plusvalía. El teatro no genera plusvalía. Entonces, ¿dónde está esa industria? Me encantaría saber.
La pandemia dejó en evidencia que Chile es uno de los pocos países donde no hay ni un solo actor o actriz, director o dramaturgo contratado en ninguna parte. Los privados tampoco contratan. Y si lo hacen, es por proyectos. En México, Argentina y Brasil, por nombrar solo algunos países, existe en cada capital de región un centro de creación con sus cuerpos estables y sus talleres de escenografía, de vestuario, y donde los creadores se dedican solo a hacer lo suyo y no tienen que encargarse de la difusión o de crear audiencias. Aquí, en cambio, los centros culturales son, más bien, centros de eventos que no son públicos ni para la creación. Aun cuando fueron levantados en el marco de una política de centros culturales.
–¿Cómo ha visto usted el rol del Ministerio de las Culturas, las Artes y Patrimonio en relación a esta materia?
–Lo primero que creo es que Boric ha establecido un buen gobierno al cual se le ha bloqueado la posibilidad de implementar su programa desde una derecha que ya no tiene pudor en validar la dictadura, pero lo cierto es que nadie ha propuesto algo distinto en Cultura. La gestión del Ministerio ha sido la continuación de la política que se inauguró con la creación de las instituciones culturales. Se sigue administrando el mismo modelo y es difícil que eso se trastoque, sobre todo porque se normalizó de tal manera que pareciera que no hubiera otra forma.
Yo no he escuchado a ninguno de los gremios hablar de desprivatizar la cultura. Ni al del teatro ni al del cine, de la literatura o las artes visuales. Todos están pidiendo más fondos, que es la manera de subsistir, pero está lejos de ser una solución.
–Según lo que dice, ¿el 1% del presupuesto para Culturas tampoco traería una solución real?
–Podría serlo, siempre y cuando se invierta en lugares públicos, no privados. Y tampoco solo en el Fondart, que es solo una arista de la política de soberanía cultural con proyección en el tiempo. Esa plata tampoco se puede diluir en proyectos que no logran ir más allá y que, por lo tanto, tampoco están cumpliendo con la función de comunicarse con la ciudadanía.
Los centros culturales tampoco pueden ser solo para los artistas, también deben ser centros de creación social y un espacio abierto a que las comunidades puedan generar sus propios proyectos artísticos sin que les cierren la puerta por no ser profesionales. En Chile, se ha separado al artista del pueblo y de la cultura, y esa grieta, hasta ahora, ha sido irreparable.
En México, la cultura y el arte son uno solo, no existe esa división, y eso es gracias a una política pública sólida. México sí tiene 165 actores contratados, además de coreógrafos, directores, dramaturgos, técnicos. ¿Aquí dónde van los artistas para que los contraten? A ninguna parte. Nuestra situación es más crítica y macro que todas las cotidianidades y la precarización de la que todos hablan sin apuntar a que la verdadera crisis es que estamos insertos en un país donde simplemente no hay cultura.
La conexión del director y dramaturgo con la política no es reciente. Desde muy joven, participó activamente de las concentraciones en apoyo a la Unidad Popular, pero no fue hasta 2016 que comenzó a militar en Revolución Democrática, partido que lo nombró precandidato para las elecciones parlamentarias por la V Costa del año siguiente. En paralelo, ya formaba parte de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Finalmente, se bajó de la contienda para asumir las riendas del Teatro Nacional Chileno.
Su intento más reciente con la política fue en 2021, cuando emprendió una nueva candidatura a diputado por el distrito 10 (Santiago, Ñuñoa, Macul, La Granja, Providencia). Griffero iba nuevamente en la lista del Frente Amplio, pero tampoco quiso seguir en carrera. “Cerré el episodio de la política en mi vida”, comenta entre risas.
“Lo del 2021 tuvo más bien que ver con la emoción y la ilusión que despertó el estallido y la posibilidad de tener una nueva Constitución para Chile que parecía cercana. Mi lugar está en los lenguajes artísticos, pues no se dialoga de la misma manera en el mismo lugar. Mi único objetivo era sumarle votos a una lista para que el Frente Amplio tuviera mayor representación en el Congreso. No pretendía convertirme tampoco a la política. Mi carrera no está puesta ahí”, reconoce.
Otros tiempos
A fines de noviembre próximo, Ramón Griffero cumplirá 70 años. Lo recorre, dice, “una sensación de profundo bienestar” y el vértigo de otro nuevo desafío: en los últimos meses, el dramaturgo ha estado trabajando silenciosamente en la escritura y edición de su primera novela, “Ópera para un naufragio”, cuyo título fue también el de su obra de egreso del Centro de Estudios Teatrales de Lovaina, Bélgica.
La obra era protagonizada por tres personajes grotescos: el Señor, la Señora y el Enamorado. “Es una historia que da cuenta del naufragio de las utopías y la supervivencia de lo decadente”, adelanta escuetamente el autor.
Formador de nuevas generaciones de artistas desde hace más de tres décadas, Griffero ha dado clases en diversas instituciones. Desde la Universidad Católica y la de Chile, hasta la desaparecida Arcis, donde dirigió la Escuela de Teatro durante años. El director no le hace el quite a los cuestionamientos que se le han hecho a algunos de los antiguos maestros del teatro y a la luz de casos como el de Raúl Osorio y Fernando González, en los que hubo denuncias de abuso y malos tratos de parte de una actriz y de alumnos, respectivamente.
–¿Ha sentido algún cuestionamiento hacia usted desde ese lugar?
–Nunca de forma directa o colectiva, y eso que he trabajado con miles de personas. Yo tengo casi 70 años y estudié además en los años 70. Entonces, sin duda, lo haces inconscientemente e incurres en actitudes que hoy no son permitidas y que antes estaban absolutamente normalizadas. Los profesores de Arquitectura hacían tiras las maquetas, los de dibujo rayaban los trabajos de sus alumnos y los directores de teatro gritaban. Yo tenía clases con gente famosa de teatro y había una forma pedagógica que hoy, obviamente, ya no corresponde. Antes se hablaba de “sacarle el alma al actor”, eso tampoco está permitido.
Antes, cuando un estudiante o un intérprete se sentía agredido o agredida, se lo guardaba. Hoy, los jóvenes lo manifiestan inmediatamente y eso ha generado un cambio drástico e inmediato. Hay quienes sarcásticamente apodan a esa generación como ‘de cristal’, cuando ésta ha sido la que ha empujado las transformaciones culturales que eran necesarias en torno al lenguaje, el feminismo, el replanteamiento de conductas, el respeto por los pueblos originarios, las identidades de género y otros. Esa apertura de conciencia que diez años atrás parecía imposible, se la debemos a ellos.