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Cultura

1 de Junio de 2010

Literaturas de la sobrevivencia

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POR DIAMELA ELTIT
Una de las obras literarias más elocuentes para pensar el dilema de cómo sobrevivir en medio de una sociedad aplastante, frágil, cercada por la crueldad, es “El Lazarillo de Tormes” (1554). Una novela clave para entender una época en la que se inició la caída del poderoso imperio español.

“El Lazarillo” establece el relato “desde abajo”, se ubica en el lugar de la subordinación y, más precisamente, en el espacio de la servidumbre para leer desde allí los signos que están inmersos en la trastienda de las representaciones sociales. Detrás de esas representaciones, el adolescente Lázaro padece doblemente su destino: la pobreza y el maltrato. La explotación de la que es objeto por parte de sus diversos amos la sortea mediante una serie de estrategias ingeniosas que lo consagran como uno de los “pícaros” más consistentes y citados de la literatura universal.

Esta novela de autor anónimo toma las clásicas figuras que pueblan la cultura para demostrar que la bondad como atributo está lejos de habitar las superficies sociales. Los ciegos, los nobles empobrecidos o los curas alojan en su interior un inamovible e implacable “teatro de la crueldad” (como diría Artaud) que Lázaro recibe pero también repele a través de sus argucias. Y, muy especialmente, denuncia mediante el accionar de su agitada sobrevivencia.

La decadencia de España se lee en su doblez, en ese lugar que ocultan los discursos oficiales, una decadencia que sí es visible para los subordinados que presencian las múltiples miserias de sus amos. Una caída que está alojada en la contracara de sus figuras emblemáticas, que se encarna en las prácticas de los soldados o de los curas o de los nobles empobrecidos. Y entre la miseria de esas prácticas, surge un desgaste que se inscribe en los engaños masivos y en la búsqueda infatigable y carente de ética del (difícil) dinero.

Lázaro de Tormes se erige literariamente como el gran sobreviviente, aquel que lee la sociedad de su tiempo y sortea la violencia que lo daña y que lo oprime. Su asombrosa circulación social sigue hoy vigente como un modelo para comprender no sólo la historia de España sino especialmente las paradojas que caracterizan lo humano. El libro transita con humor e inteligencia la tragedia sociopolítica y es ese humor (ácido) el que marca su filiación a la picaresca, a una escritura que satiriza los desmanes y pone de manifiesto las inconsistencias masivas en las que se sostienen los hilos del poder.

En Chile esa literatura picaresca fundada en la sobrevivencia reaparece con sus propios signos territoriales durante el siglo XX. Su posición, al igual que “El Lazarillo de Tormes”, también le pertenece al subordinado, sin embargo, su trasgresión, su goce y su liberación radica en resistir las normativas dictadas por la burguesía. Entre las producciones más emblemáticas está la novela “El Río” de Alfredo Gómez Morel, que textualiza lo que Marx denominó como el lumpenproletariado. Pero, en otro registro y emergiendo desde un espacio diverso, está la extensa obra de Armando Méndez Carrasco.

El autor de “Chicago Chico” (1962) y “El Cachetón Pelota” (1967), sus libros más leídos y quizás más radicales, se ubicó en un espacio intermedio –ni adentro ni afuera del sistema– o, pensando desde otra perspectiva –adentro y afuera simultáneamente–. Mientras en “Hijo de ladrón”, de Manuel Rojas, los personajes viven agobiadoramente sus (des) pertenencias sociales, en la obra de Méndez Carrasco todas las energías sociales están puestas en personajes que frecuentan un incesante nomadismo farrero. Una farra interminable que se cursa en la noche más plena y limítrofe. Y allí, en esa noche brillante y filosa, se extrema un despilfarro emotivo que se esmera en pulverizar las escasas economías. El poeta, el oficinista (habitante del último escalafón) y el lumpen coexisten con la madre abnegada y la prostituta poseída por un ímpetu insoslayable. Nada es definitivo. Todo intento normalizador se desploma ante la visión del umbral de un bar. Las intenciones de redención se caen a pedazos frente al placer que provoca una borrachera lúcida que intensifica el tiempo de esas vidas ya no mínimas sino, al revés, maximizadas por un jolgorio extasiado. Una juerga irresponsable que permite olvidar. O, más bien, esa intensidad barriobajera le da sentido a vidas (la cáfila hampona) que se niegan a ser expropiadas por un sistema (burgués) que exige responsabilidad pero sólo devuelve dosis masivas de angustia.

La escena narrativa propuesta por Méndez Carrasco está habitada por esa irresponsabilidad paródica y desafiante que también puede ser leída políticamente como una matriz resistente ante el imperativo de una filiación al trabajo como único horizonte de lo humano. Su picaresca radica en una sobrevivencia regida únicamente por el goce y por el dinamismo de conversaciones que se cursan alrededor de una botella. Es esa botella la que ordena la legitimidad de las frases de los concurrentes y, desde allí, la legitimidad de sus vidas. La idea de un futuro o de las seguridades no alcanzan a los personajes porque están dominados por pulsiones que apuntan a un presente interminable.

Aunque las novelas “Chicago Chico” o “El Cachetón Pelota” alcanzaron numerosas ediciones, Armando Méndez Carrasco fue subvalorado por la crítica. El “establishment” literario no pudo comprender su proyecto narrativo autosustentado desde su propia editorial Juan Firula.

El ocio y el realismo de un genuino barriobajo, la fragilidad de un mundo que pendía de un débil eslabón social, pero que, sin embargo, pasaba sus noches a plenitud, fue mal recibido y más aún desdeñado. Aunque también cabe la hipótesis que este desdén crítico se debiera a la falta de redención de sus personajes. A una porfiada rebeldía que permutó la casa propia por el tugurio y que convirtió el cuerpo, el cigarrillo y el vino en poéticas de sobrevivencia.

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