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Opinión

5 de Octubre de 2010

El dominio de la lengua

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Por GALO NÓMEZ

Con frecuencia –aunque especialmente durante la primera mitad de octubre- oímos esa majadera monserga que asevera que los chilenos hablamos mal el español. Nos lo vienen diciendo desde la temprana escuela. Y al encender la televisión, no falta el programa de farándula –los que menos autoridad tienen para hablar del asunto- donde un interlocutor lo repite con el fin de pasar por un sesudo intelectual. Siendo honestos, algo de verdad existe en esa sentencia. Pero como ocurre en estos casos, la realidad es muy diferente o cómo se plantea, describe o define.
Primero, cabe señalar que en los términos más estrictos –o, por el tema que estamos tratando, castizos-, no hay ningún hispanohablante que use la lengua de manera adecuada, o mejor dicho, ideal. Esto, porque el español se rige por una norma escrita y artificial, mientras sus dialectos son absolutamente orales. Lo cual, en consecuencia, nos obliga a aprender primero éstos y después, tras una imprescindible instrucción, aquélla, que además sólo existe en el papel y no en la vida cotidiana, por lo que se transforma en una suerte de lingua franca no nativa, equivalente en tal contexto al esperanto. Ni siquiera los propios españoles, guardianes de “su” idioma, son ortodoxos, pues zezean a todo evento aún sabiendo que la c y la s contienen, en teoría, fonemas propios. Además, dicha característica varía de una región a otra tal como ocurre con las diversas variantes que se dan en cada país latinoamericano. A lo cual se puede agregar el hecho de que los peninsulares se han venido decantando en el último tiempo por el yeísmo (siendo que en Bolivia y Paraguay, por ejemplo, aún se hace la distinción entre ll-y).
Por otra parte, algunos estilos fonéticos surgidos en el ultramar han demostrado ser muy útiles al momento de recurrir a la palabra escrita, ya que son capaces de guiar hacia un correcto uso de la ortografía. Aquí mismo en Chile, nuestros vapuleados profesores normalistas nos estimularon a pronunciar la v de manera similar a la w germana, pese a que en rigor comparte fonema con la b. De esta manera, se podía registrar un discurso por escrito sin temor a cometer un error. Mientras, a los argentinos, su entonación fricativa de la ll o la y (similar, según corresponda, a la j francesa o la combinación “sh” inglesa), les ha posibilitado sortear las dificultades que plantea el mencionado yeísmo. Tan eficaz parece ser esta peculiaridad originada allende Los Andes, que personas comunes y otras más reconocibles en países extranjeros también la han adoptado, incluso en Chile (tan sólo escuchen las primeras grabaciones de Víctor Jara). Lo cual es muy importante, tratándose de una lengua que, contra lo que indica la lógica, cuenta con más grafemas que sonidos, aparte de que estos últimos a veces se parecen demasiado entre sí, lo que lleva a preguntarse si son naturales o fueron añadidos en épocas posteriores para justificar la circulación de una nueva letra.
Ahora. El problema de la mala dicción de los chilenos –que en el primer párrafo reconocimos que existe-, se debe sobre todo a la baja calidad de la educación. No la que impartieron los notables maestros normalistas anteriormente mencionados, claro está. Sino al descalabro ocurrido en los periodos recientes, cuando los establecimientos normalistas se cerraron, sus últimos egresados fueron jubilando uno tras otro y las propuestas subsiguientes ni siquiera eran capaces de igualar en calidad a las que habían desaparecido. Pero otra cosa muy distinta es asegurar que “hablan mal el español” como si se tratara de una condición innata, falsa conclusión que apenas oculta su sesgo imperialista y racista. Una frase así espetada, al final sólo estimula a los hispanoparlantes a sellarse la boca y empezar a comunicarse mediante el uso de letreros. De ese modo, creen algunos, no tendríamos que escuchar los odiosos acentos, y más de uno se salvaría de las agresiones xenófobas.

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