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Opinión

22 de Agosto de 2011

Hambre no es pan: sobre instituciones políticas y el plebiscito

Jeremy Bentham (a quien Marx llamó, no sin razón, “el genio de la estupidez burguesa”) usaba la expresión que da título a este texto para notar una verdad evidente, pero que suele perderse de vista: que del hecho de que algo sea necesario no se sigue que lo tengamos. Hoy, en que se discute cómo […]

Fernando Atria
Fernando Atria
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Jeremy Bentham (a quien Marx llamó, no sin razón, “el genio de la estupidez burguesa”) usaba la expresión que da título a este texto para notar una verdad evidente, pero que suele perderse de vista: que del hecho de que algo sea necesario no se sigue que lo tengamos.

Hoy, en que se discute cómo salir de la situación en que nos han dejado las movilizaciones de los estudiantes y la incompetencia del gobierno, es una buena idea recordarla.

La situación actual es inestable: una movilización política sin precedentes, un gobierno que no es capaz de empezar a entenderla y una oposición que no acierta, que se debate entre la sintonía con la protesta y la lealtad al país que, después de todo, ella construyó desde el gobierno. En este contexto, y como solución alternativa al severo déficit institucional de nuestra política, ha surgido la idea de un plebiscito sobre educación.

Esta demanda ha sido acogida por (sectores de) la Concertación, mientras otros la objetan en tanto es una suerte de confesión de “los políticos” de que han sido incapaces de “hacer la pega” , y argumentan en su contra con todos los fantasmas (los reales y los inventados) que le imputan a la “democracia plebiscitaria”.

Es importante destacar la diferencia entre la demanda actual por un plebiscito y la idea de una democracia en la que el plebiscito sea una medida normal de decisión. La primera es una demanda acertada por lo menos en la identificación del problema, mientras la segunda es, en el contexto actual, una cuestión puramente teórica o especulativa. Es teórica porque no entiende el problema en cuestión. Es importante preguntarse por qué no lo entiende, cuando en realidad ese problema es obvio. La demanda actual por un plebiscito descansa en la radical insatisfacción actual por las instituciones de representación política. El que responde con los argumentos habituales sobre la “democracia plebiscitaria” cree que lo que hay es una insatisfacción “teórica” con la idea de democracia representativa, es decir, con la idea de democracia mediada institucionalmente.

Pero esto excluye la idea más fuerte detrás de la demanda por el plebiscito: que el problema no es con la idea de una democracia institucionalmente mediada, sino con las instituciones mediadoras bajo las cuales hemos vivido durante los últimos 20 años. La razón por la que las instituciones políticas chilenas (en especial el parlamento) son “incapaces de hacer la pega” no es que la idea de una “democracia de instituciones” sea incapaz de hacer la pega, sino que las instituciones que tenemos nunca fueron pensadas para hacer “una pega” democrática. Al contrario, fueron pensadas con la finalidad precisa de que no fueran capaces de hacerla.

El Parlamento y Pinochet
Durante estos veinte años el parlamento ha sido un espacio donde nada realmente importante ha pasado, porque ahí nada importante puede pasar. Para decidir cualquier cuestión importante es necesario reunir 4/7 de los votos, votos que además no son elegidos por el pueblo sino designados por sus partidos. De modo que ganar o perder elecciones parlamentarias durante estos 20 años ha sido indiferente, porque las leyes importantes no pueden ser modificadas sin la aprobación de la derecha. Y nótese que aquí hay que decir “la derecha” y no solamente “la minoría”, porque las reglas que exigen esas mayorías abultadas no son ni nunca se pretendió que fueran neutrales: implican que mientras no se reúnan esos votos las leyes que contienen el programa político de la dictadura siguen rigiendo.

El absurdo sistema electoral binominal no tiene la finalidad de configurar un parlamento representativo y con capacidad de decisión, sino la de asegurar a la derecha los votos que necesita para bloquear la reforma de las leyes orgánicas constitucionales. Y claro, dado que el diseño del parlamento persigue neutralizar cualquier reforma que no sea aprobada por la derecha, no es extraño que no sea representativo.

Más del 25% de quienes votaron en 2009 (para no hablar de los que no votaron!) no lo hicieron ni por el candidato presidencial de la Concertación ni por el de la derecha. Pero esa votación prácticamente no tuvo expresión parlamentaria: solo 5 diputados (ningún senador) no fueron elegidos en los pactos de la Concertación y la derecha. Así y todo, los parlamentarios elegidos por la Concertación han sido mayoría en ambas cámaras por estos 20 años. Pero a pesar de eso las leyes de la dictadura siguen vigentes. ¿Cómo, entonces, no va a tener el parlamento una “crisis de legitimidad”? ¿En qué mundo viven los que creen que eso se debe a “la calidad de la política” o a que “los políticos no hacen la pega”?

Durante estos 20 años, entonces, la derecha ha estado jugando con los dados cargados, y ahora el vocero de gobierno, con el ceño fruncido y los ojos cerrados, nos llama a “cuidar” esas instituciones y hace mofa del hecho de que aparezcan, tanto en la calle como entre algunos miembros de la Concertación, demandas que contradicen lo que ésta hizo cuando tenía que gobernar con esas reglas. Todo esto es vergonzoso.

Pero para esta manera de poner las cosas hay una respuesta familiar: no se trata de que las instituciones de la llamada “constitución de 1980” tengan la finalidad precisa de dar ventajas a la derecha, sino de que la Concertación “se vendió” al neoliberalismo. Lo más notable de este argumento es cómo oculta la responsabilidad de la derecha: la Concertación intentó crear un fondo solidario del AUGE, excluir a las empresas que persiguen fines de lucro de la educación, acabar con el sistema binominal, proscribir la selección en las escuelas, acabar con el abuso de los trabajadores que se esconde tras la subcontratación, etc . A todo esto la derecha se opuso, y aunque había perdido cada elección parlamentaria esa oposición fue suficiente: o porque para hacer eso se necesita la concurrencia de los votos de la derecha, o porque algunos parlamentarios de la Concertación decidieron sobre la base de sus intereses particulares, o porque cuando fue posible pasar esas leyes por el parlamento el tribunal constitucional, último guardián del régimen neoliberal de Pinochet, las anulaba.

La Concertación se derechizó
El problema de la Concertación fue que entendió que para gobernar era necesario ignorar el hecho de que las instituciones con las que había que gobernar eran tramposas, y dejar de intentar lo que no podía ser logrado. Y claro, como todo (o casi todo) lo importante estaba sujeto al veto de la derecha, hacer o intentar sólo lo que era políticamente viable significó hacer o intentar sólo lo que contaba con la aprobación de la derecha. Así fue como la Concertación se derechizó.
Y ahora, entonces, cuando se trata de articular en un discurso político el descontento que se manifiesta en las calles, no hay nadie que pueda hacerlo. No puede hacerlo la derecha, porque lo que motiva la protesta ciudadana (fines de lucro, desigualdad, endeudamiento, etc) nunca ha sido un problema para la derecha, y no puede hacerlo la Concertación porque no es creíble dado su “acomodo” después de 20 años de ejercicio del poder.

¿Que hacer? Lo primero es recordar la observación de Bentham: hambre no es pan, y por eso el hecho de que sería conveniente que hubiera instituciones capaces de articular el descontento (partidos políticos o el parlamento) no implica que ese descontento pueda ser hoy institucionalmente articulado. Y si no puede ser articulado, si no puede transformarse en un discurso político creíble, ese descontento quedará ahí, latente, incluso cuando el movimiento pierda fuerza. Y volverá a estallar en unos años más, hasta que alcance una magnitud suficientemente grande como para hacer saltar por los aires los dispositivos con los que Jaime Guzmán creía poder atarlo.

Por eso un plebiscito sobre la educación no arregla nada: porque para hacerlo es necesario transformar el descontento en preguntas, y la formulación de las preguntas estará sujeta a las mismas viejas trampas cuya finalidad es mantener el orden de Pinochet, y en todo caso los resultados de ese plebiscito deberán transformarse en ley a través de instituciones sujetas al veto de la derecha. Porque este es el verdadero problema. Y como el problema afecta precisamente a las instituciones políticas, de modo que ellas no pueden solucionarlo, quizás la solución es efectivamente un plebiscito, pero uno no sobre educación, sino uno que de una buena vez ponga la discusión en las causas y no en los efectos: no más jugar con los dados cargados.

Fin del sistema binominal, que transforma las elecciones parlamentarias en un tongo; fin a los quórums superiores a la mayoría (para reformas legales o para nombramientos a órganos como el tribunal constitucional, el banco central, la fiscalía nacional, la Contraloría general, etc), que implican que la derecha siempre tiene veto, aunque pierda. Abolir estas dos instituciones de la democracia protegida, y reemplazarlas por instituciones que no escondan una trampa, no soluciona inmediatamente el problema de la educación, pero sí soluciona el problema que está en el origen del problema de la educación: el hecho de que sus representantes no representan, el hecho de que todavía 20 años después hoy el sistema educacional (y el laboral, y el tributario, y el de salud, etc) responda a la voluntad de la dictadura y no del pueblo.

Pero ¿no es inconstitucional hacer un plebiscito? ¿No es necesario acaso hacer una reforma constitucional para poder hacer un plebiscito? En realidad, no. Basta que el Presidente de la República lo convoque y que esa convocatoria reciba el apoyo de la mayoría de los miembros de amabas cámaras.

En efecto, la competencia para declarar inconstitucional una convocatoria a plebiscito la tiene exclusivamente el tribunal constitucional, (art. 93 N°5 de la constitución política), pero sólo “a requerimiento del Senado o de la Cámara de Diputados” (art. 93 inciso 8°). Si la mayoría de los senadores y diputados apoyan la convocatoria a plebiscito, ni la Cámara ni el Senado podrá requerir la intervención del tribunal, y por consiguiente nadie podrá pronunciarse sobre la constitucionalidad de la convocatoria.

Lo que esto significa es que la propia constitución distingue entre el plebiscito como un mecanismo excepcional de destrabamiento político y el plebiscito como un mecanismo normal de consulta; es el segundo el que está excluido. El primero está permitido, porque la propia constitución prohibe al Tribunal Constitucional intervenir cuando una convocatoria cuenta con el respaldo de la mayoría de los diputados y senadores.

¿Es probable que pase esto? La respuesta parece negativa. Lo probable es que la derecha se aferre hasta el final a sus dados cargados, y que ellos duren hasta que el descontento popular sea tan grande que ninguna institución resista. Entonces la verdad se vengará.

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