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Opinión

7 de Diciembre de 2011

Música de fondo

Carabineros está fuera de control. Nadie responde, paga Moya y no hay alternativa política. Nos preguntamos con el poeta Francisco Ide qué hacer. Él es joven y cree más que yo. Le digo que en los 80 casi nos hacen de hoyo, casi terminamos con un balazo en la cabeza para que luego los que […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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Carabineros está fuera de control. Nadie responde, paga Moya y no hay alternativa política. Nos preguntamos con el poeta Francisco Ide qué hacer. Él es joven y cree más que yo. Le digo que en los 80 casi nos hacen de hoyo, casi terminamos con un balazo en la cabeza para que luego los que nunca le estudiaron ni trabajaron un día a nadie –ni salieron a la calle ni escribieron una página– terminaran en algún puesto y te quiten el saludo, o para que la Concertación continúe el modelito y el barseo. Qué hacer, nos preguntamos: no sé, dedicarse a amar a los cercanos, leer las miles de cosas que no se ha leído, ducharse con agua fría, trotar a veces, dejar de beber las enormes cantidades de copete con las que nos automedicamos, hablar despacio. No sé qué más. Y no sé cuál es la música de fondo de todo esto. La época demanda una imagen sonora de la que nadie quiere hacerse cargo. La música que me ha tocado escuchar no rima con la situación. Recuerdo los tiempos de la dictadura, cuando se escuchaba música en familia –propia o elegida– como un recreo, haciendo el aseo en un rito de purificación con Simon and Garfunkel, Silvio Rodríguez, Anita Ward, Patrick Hernández, Dusty Springfield, Adamo, la espectacular Massiel. No abogo por relaciones sociales láricas ni reivindico el cliché de que nos conozcamos con el almacenero de la esquina, creo que de hecho uno de los beneficios de la modernidad neoliberal sería que ojalá te atienda la mano de un robot, considerando la inexistencia de una cultura de atención al cliente; lo que estoy diciendo es que escuchar música popular acompañado cotidianamente –porque ir a un concierto ya es un evento, algo especial– era un rito de comunión. Luego vino el punk como un calienta-sangre antes de salir a la calle, a las manifestaciones, las canciones inglesas con clips de manifestaciones chilenas o argentinas o españolas vistas en un VHS para cincuenta personas.

En cuanto a esos hábitos de escuchar música, últimamente he visto en varias ocasiones a gente escuchar música colectivamente con unas cagadas de parlantitos de diez centímetros, un sonido completamente plano que encima se satura y en el que no se distingue ningún matiz. Conectar el PC a un estéreo que llene el ambiente parece que no se estila sino en ocasiones especiales, cuando se le paga a un DJ en fiestas en donde nadie se escucha con nadie y nadie baila tampoco. Y claro, la música que se escucha a diario tiene unas baterías programadas hediondas a programa de compu recién aprendido y unas guitarras acústicas que recuerdan al antiguo Canto Nuevo. O escuchan a Caetano en una nube de pedos como si fuera música de fondo. Jamás pensé que iba a volver algo parecido al Canto Nuevo, esa cosa insípida hecha con guitarras acústicas y músicos de conservatorio durante la dictadura y que jamás tomaron una actitud frontal contra los milicos. Un tal Gepe se corta las uñas de las patas en un clip (qué tal), y canta sin letra, las baterías hieden a programa de computador recién aprendido. Gepe, Stern, García. A todos esos les doy tres años como mucho para que se conviertan en vendedores de seguros que hacen jingles publicitarios como pitutitos.

En cuanto a las letras, sólo Jorge González y parte del hip hop producen poesía (a pesar de lo declarativo y carente de imágenes de la mayoría de las bandas de hiphoperas), porque de las letras ni hablar, en la nueva movida acústica chilena no hay letras: podrían tararear y daría lo mismo. Por eso quizás da lo mismo que las escuchen o no. Trato de ir a las fuentes y mirar ahí qué sucede. Curiosamente, tengo suerte en mi zapping y encuentro dos gemas: “Rose Parade” de Elliot Smith y “Grapevine Fires” de Dead Cab for Cutie son letras como pocas (amigos onderos: por favor imiten eso). En “El desfile de las rosas” de Smith se huele ese sentimiento absurdo de la celebración –ahora que se nos vienen las fechas– y en “Incendio en los viñedos” de Dead Cab for Cutie se aprecia una resignación ante un incendio, ese mismo sentimiento que experimentamos con el terremoto. Es un sentimiento de luto y de dejarse invadir por el inminente avance del incendio, esa especie de renuncia reflexiva que conocemos los que vivimos en países que se pueden desarmar en cualquier momento, comprensión y sabiduría de la obsolescencia de todo: compran unos vasos de papel, vino, van a buscar a la niñita al colegio, recuperan sus cosas, sus fotos en primer lugar, sus botas de cowboy, sus recuerdos y se van a la altura de un cerro en donde hay un cementerio: ahí la nena baila entre las tumbas y ellos comprenden que todo es obsolescente y tristemente alegre, que habrá que empezar de cero, que todo se va a incendiar pero que todo va a salir bien.

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