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Opinión

26 de Abril de 2012

El Zervantes (…continuará…)

Videos: Patricio Fernández Al día siguiente de que murió el autor del Quijote, el 23 de abril, le entregaron a Nicanor Parra el Premio Cervantes. Un artículo del diario El País aseguraba que se trató de “la ceremonia más alternativa de la historia del premio y en la que, fuera de los miembros del jurado, […]

Patricio Fernández
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Al día siguiente de que murió el autor del Quijote, el 23 de abril, le entregaron a Nicanor Parra el Premio Cervantes. Un artículo del diario El País aseguraba que se trató de “la ceremonia más alternativa de la historia del premio y en la que, fuera de los miembros del jurado, brillaron por su ausencia los escritores españoles”. Como todos saben, el lugar del homenajeado lo ocupó el Tololo, su nieto de 19 años, adentro de un frac. Recitó “El hombre imaginario” y “Soliloquio del individuo”, más una serie de artefactos, para terminar contando que su abuelo, por estos días, se preguntaba si acaso era acreedor al galardón. “Claro que sí”, respondió. “¿Por qué? Por un libro que estoy por escribir”.

Es cierto que Nicanor no viajó porque, según él, ningún médico responsable autorizaría que un viejo de 97 suba en un avión y atraviese el charco, pero que en su reemplazo se presente un joven que no llega a los 20, dista mucho de ser casualidad. Al menos, convengamos, el hecho insignificante no es: un libro por vivirse, una vida por escribir. La antipoesía se resiste a las conclusiones. “¿Estás preparado para morir?”, le pregunté hace no mucho al más simpático e inteligente de los escritores que conozco y seguramente conoceré, “por supuesto”, contestó, “aunque también para seguir viviendo otros mil años, como decía Lao Tse”. El Lear de Las Cruces ahora era Rimbaud, y toda la dura afectación del acto, como por obra de magia, sucumbió ante la natural inocencia de la reencarnación elegida por el premiado. Todo ahí rejuveneció. En lugar del rey, el acto lo encabezó el príncipe. No se olía la muerte de los elefantes, ni “la seriedad de frac/ fue una seriedad de panteonero”, como dijo el ministro de Cultura y Deporte (qué mezcla más rara) en su discurso, citando al hermano grande de Violeta Parra.

Esa noche, la familia y los amigos que asistimos no celebramos con mantel largo. Nos reunimos en el bar Figaro, un lugar pequeño y oscuro, a metros de la Ópera madrileña, pero en las antípodas de la afectación, como la mismísima obra de Nicanor, de la cual todos los presentes, por anga o por manga, nos sentíamos parte. Cantó la Colombina, su hija menor; Raúl Zurita cantó sus versos a lo Leonard Cohen, y Patti Smith, “la madrina del punk”, que viajó especialmente desde Nueva York para estar ahí, como una fan más de quien en uno de los discursos fue bautizado como “el Quijote de Chillán, Don Nicanor de la Mancha”, cantó con guitarra y a capela, y recitó un poema escrito esa misma tarde, en honor al poeta que sólo conocía por las traducciones al inglés de Ginsberg y Ferlinghetti. Lo literatoso, lo altisonante, lo pretencioso y oscuro, la cultura pedantesca, de elegidos, de sabios, de corbatas y espíritus superiores, ese día, el de la muerte de Cervantes, sufrió un duro golpe en el mentón. “La piedra más horrible es superior –escribió por ahí– a la estatua más bella”. Ocho veces votó el jurado antes de dictar su veredicto. No les debe haber sido fácil. Se vieron obligados a tomar en serio una risa que los desnudaba.

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