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Planeta

26 de Marzo de 2013

Cheto Castellano, el primer chileno en comer carne humana en el Ganges

Llegó a la India hace seis meses con la idea de aprender de los ascetas que comen carne humana en la ribera del río Ganges. Pasó por tres ceremonias caníbales y hace pocas semanas se convirtió en un aghori. El último rito fue durante el Kumbh Mela, la peregrinación más masiva del mundo, donde se zampó su tercera dosis de carne humana y bebió Johnnie Walker en una calavera. Acá, este artista visual y tatuador de 41 años, cuenta cómo ingresó a una de las sectas más extrañas de la India.

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El día en que retorné por segunda vez a Varanasi, una ciudad de la India bañada por las aguas del río Ganges y uno de los siete lugares sagrados de peregrinaje del hinduísmo, recibí una mala noticia: el aghori con el que me había enyuntado en mi primer viaje (2011), uno de los que más me gustó, por como hablaba, había muerto hace un par de meses por una infección estomacal, a los 80 años.

Aghori significa todo aquello que no es ni difícil ni complejo. No se limita ni a la religión, ni a las sectas, ni a las tradiciones, ni a los cultos. Es un estado de mente y cuerpo que busca llegar a un nivel verdadero de espiritualidad, donde el asceta escapa del ciclo de vida y muerte, y se une con el poder infinito que ha creado el universo. A quienes siguen estas ideas les dicen “babas”.

Los babas creen que el canibalismo les confiere poderes sobrenaturales y evita el envejecimiento. De hecho, los aghoris tienen altas expectativas de vida. Muchos superan los cien años y algunos, aseguran en la India según registros históricos, han superado los 200 años gracias a las bondades de la carne humana. Para ellos, un cadáver no es más que materia natural que carece de la fuerza vital que alguna vez tuvo. Con su consumo prueban que nada es profano ni está separado del infinito, y que la materia muerta simplemente pasa de un estado a otro.

Aghoris hay de todos los tipos y en todos lados. Hay uno que incluso es líder de una comunidad en Sacramento, California, y que se transformó en el primer extranjero que comió carne humana en un rito en Varanasi, ciudad donde viven más de 4 millones de personas y, según la tradición, todo aquel que muere en ella rompe los ciclos de las reencarnaciones.

Me reencontré con los aghoris en el Kina Ram Ashram, el lugar sagrado donde se reúnen. Llegué cuando preparaban una fiesta en honor de la muerte de mi aghori favorito. Allí conocí al baba Nautaraj Ji. Él me contó que en pocas semanas más, durante la celebración del Kumbh Mela, fiesta hindú que se ha convertido en la peregrinación más grande del mundo, todos los aghoris se iban a juntar en algo que llamaban el sector 9, un lugar dedicado a ellos.

El baba Nautaraj Ji fue uno de mis mejores amigos en Varanasi, aclaró mis dudas sobre el ritual de canibalismo y también me ofreció iniciarme en el rito. “¿Por qué no?”, le dije. Me contó que la ceremonia tenía tres partes: durante tres especiales lunas debía comer carne humana. Cuando vi que la cosa se venía en serio, me costó tomar la decisión. Llevo varios años haciendo la dieta Jain, que consiste en no comer animales, ni productos lácteos, ni tampoco vegetales que están bajo tierra, para evitar romper con la vida que hay debajo. Como no había comido carne durante tantos años temía que me pudiera afectar el estómago.

El baba Nautaraj Ji me dijo que varios extranjeros habían hecho el ritual, que la gran mayoría eran gringos o europeos, y que yo era el primer latinoamericano. Me contó, también, que hoy el ritual sólo se puede hacer con carne humana asada, porque no hace mucho un extranjero fue a parar al hospital después de comerse un trozo recién sacado del Ganges.

El baba Nautaraj Ji me dio una sola instrucción para el primer ritual: tenía que llegar al Kina Ram ashram a las seis de la tarde, la hora de la pooja (ofrenda). La pooja consiste en tocar campanas, adorar con tres vueltas la estatua de Dattatreya -que es la encarnación de los dioses Brahma, Vishnu y Shiva-, ir a lavarme en el Krim kund –que es un lugar del templo-, y después tomar agua de allí, que es sagrada. Todo esto sin ropa, sólo con un taparrabo al que acá llaman langota, y que es el tradicional calzón hindú de tela.

Después de la pooja pasé a un lugar que llaman Akhand dhooni, una fosa que, según cuentan, tiene un fuego prendido nada menos que desde el siglo XVI. Allí se llevaría a cabo la última etapa del ritual: comer carne humana. Detrás del Akhand dhooni, sobre una manta naranja, color que representa a Shivá, se veía un cuerpo. A lo lejos parecían restos de cualquier animal, pero al acercarme la carne en descomposición tomó forma humana, lo reconocí por sus dedos, y por la pulpa azulosa y putrefacta de su torso. Nautaraj Ji le ordenó a uno de los “gangrenados intocables”, como le llaman a los leprosos que residen en el ashram, que cortara un trozo para cocinarlo.

El “intocable”, cubierto con algunos vendajes ensangrentados sobre sus llagas, desmembró el cuerpo. Me ofrecieron un chillum (pipa) con hashish y tabaco, pero les dije que no fumaba tabaco, así que me entregaron uno con marihuana y hashish. Se lo pasaron primero a mi compañera, que también fue iniciada esa tarde, y luego fumé yo. Después fumaron los demás y hasta el “intocable” se pegó su pitiada. Luego de eso comenzaron a cantar unos mantras en un lenguaje raro. El ritmo nos dejó rápidamente en trance y el baba más viejo se acercó para decirme un mantra sagrado que no debo revelar, porque esa es la forma tántrica de pasar información. Al terminar los mantras pasaron la carne ya asada por cenizas sagradas y la sirvieron en una kapala (calavera) humana. Estaba un poco quemada, se veía como un cerdo crujiente, pero no sabía a nada que mi lengua hubiese probado antes.

***

El segundo ritual fue el que más me asombró. Ocurrió siete días después de la iniciación. Tuvimos que esperar al baba Nautaraj Ji hasta las cinco y media de la tarde -cuando ya se entraba el sol- en el Assi Ghat, uno de los tantos lugares con escalinatas que unen Varanasi con el Ganges. Allí, los hindúes toman los baños purificadores en el torrente del río. Nosotros, sin embargo, nos embarcamos en un pequeño bote, camino al crematorio principal de la ciudad. Navegamos por el Ganges escuchando a Nautaraj Ji hablar de filosofía. Nos decía, por ejemplo, que alimentar a los perros vagos, como lo hacíamos nosotros, eran actitudes de un aghori.

Nautaraj Ji se acercó con el bote a un costado del crematorio. Quería que fuéramos testigos de un funeral hindú. Mientras avanzaba la ceremonia, el baba explicaba el rito: “le abren un hoyo en el cráneo para que caigan los jugos”, me decía, mientras yo miraba a uno de los “intocables” sujetar un cuerpo con unas improvisadas pinzas de bambú. La masa de restos humanos -un cráneo ennegrecido, la columna vertebral y cuatros muñones en las extremidades- cayó al suelo en un descuido del “intocable”, y se reventó. Le salió humo de adentro y sonó como un zapallo que se parte. El crujido me hizo sentir mi propio cuerpo azotado sobre en el piso. El baba me dijo que ese sentimiento de desdoblamiento era lo que precisamente tenía que aprender del crematorio. Me explicó que había logrado meter mi “prana” –mi aliento de vida- dentro del muerto, y que esto había sido posible gracias al ritual anterior.

El muerto ardió por quince minutos más antes que el “intocable” nuevamente desarmara la hoguera y tirara los restos al Ganges. Nautaraj Ji, que nos había enseñado todo el ritual desde una orilla, se apresuró en poner en marcha el bote para recuperar del río los restos de aquel muerto incinerado, que ya no era más que un trozo de carne vertebral con unos pocos huesos carbonizados. Lo puso dentro de un paño de seda y volvimos al Akhand dhooni, del Kina Ram ashram, donde habíamos hecho la primera ceremonia.

Frente al fuego del siglo XVI esta vez sólo estaba mi compañera, Nautaraj Ji, y yo. Mientras el trozo de carne se recalentaba en medio de aquellas centenarias llamas, nuevamente fumamos mucho hashish y continuamos escuchando al baba hablar sobre la sabiduría aghori. Decía que nunca comiéramos carne del cerebro humano, porque se traspasaban las enfermedades y los demonios. Ese día comimos trozos pequeños, no más grandes que la caja de un Mentholatum.

***

El tercer ritual, el que termina esta transformación, se realizó en el Maja Kumbh Mela, el 25 de febrero pasado, durante la mega peregrinación que ocurre cada 12 años, y que reúne a más de 100 millones de fieles del hinduísmo. La ceremonia se realizó esta vez en Allahabad, una ciudad ubicada a tres horas y media de Varanasi. Allí, en una explanada que bordea el Ganges, cientos de carpas albergan a los sadhus que han llegado a bañarse en las aguas del río.

Un sadhu es un asceta que sigue el camino de la penitencia y la austeridad para obtener la iluminación. Son la cuarta fase de un hindú, después de estudiar, ser padre, y ser peregrino. Pero hay muchos tipos de sadhus. Están los que tienen más de dos esposas, los que tienen motos Harley Davidson, los que tienen jeeps, o los aghora, que comen carne humana.

El lugar es un mar de peregrinos que visten de naranja, en honor a Shiva. Cada grupo de shadus arman sus tiendas en determinados sectores. A los aghoris les corresponde el 9. Para insertarte en estos laberintos tienes que ser parte de ellos y me sentí muy feliz cuando pude transitar libremente por las marañas de caminos que se tejen entre las carpas. Allí conocí a muchos babas. Algunos me cocinaron y otros me invitaron a fumar hashish. Esa era parte de la preparación del último ritual: conocer a distintos aghoris repartidos en el Kumbh Mela durante los días de celebración y recibir los mantras sagrados y los obsequios que de buena voluntad me quisieran dar. Uno de ellos, por ejemplo, me regaló una calavera humana.

El proceso de preparación fue fascinante. Esta vez el ritual fue masivo y con más jolgorio. Llevaron inciensos, flores, azúcar morena, aceites, zapallos, y algunos sacaron su mejor hashish para ofrecérselo al fuego sagrado, al son de los mantras que el grupo coreaba al unísono. Mientras eso pasaba, se pusieron varios pedazos de carne humana a arder en el fuego. De los trozos había desaparecido la forma humana que vi en las dos veces anteriores. Estos eran quemados y muy pequeños, y los fuimos comiendo de a uno, tal como lo hacen los fieles en la comunión católica. En ese momento aparecieron las botellas de Johnnie Walker etiqueta negra, uno de los alcoholes más caros de India. La mitad fue a parar al fuego en señal de agradecimiento. Con lo que sobró llenamos unas calaveras humanas y brindamos. Así inauguré mi regalo.

La ceremonia terminó con un chillum de marihuana y hashish. Estaba acompañado de un baba, aún en trance, cuando unos policías se acercaron. Yo me asusté, pero uno de ellos inmediatamente dijo que no me preocupara, que no había ningún problema con fumar dentro del Kumbh Mela. Mi sorpresa fue más grande cuando los mismos policías se sentaron a fumar con nosotros y me ofrecieron un kilo de hashish por un “lakh”, algo así como $200 chilenos por gramo. Le dije no, que aunque me gustaba mucho, un kilo era demasiado para mí. El policía entendió mi explicación y me regaló un poco para que al menos probara su mano. Ese día fumé el mejor hashish que he probado en mi vida, un polen amarillo que había viajado cientos de kilómetros desde Nepal.

Volví a compartir mi regalo con Nautaraj Ji, el baba que me había iniciado y que había guiado toda esta aventura. En esa última reunión, drogados como estábamos, me dijo que mi compañera y yo ya éramos unos aghoris, y que para el próximo Kumbh Mela, el del 2015, teníamos que practicar el ritual estrella que demuestra el verdadero poder: meditar encima de un cuerpo muerto sacado del Ganges para tratar de transferir la “prana” a ese objeto. Sólo así –dicen- se adquieren poderes sobrenaturales.

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#Canibalismo#Hindúes#india

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