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Opinión

16 de Septiembre de 2013

Los Parlamentos de Indios o la Diplomacia de la Borrachera

Verano de 1793 en el llano de Negrete y una multitud hormiguea por una fantástica ciudad de ramadas y fondas. Hay indios, soldados, milicianos y mujeres, todos excitados y confusos por el consumo de más de veinte mil litros de vino. De pronto el estupor se disipa ante la fascinación de un insólito espectáculo. En medio de la gigantesca tomatera se instala un toro para el sacrificio. La potente bestia se incendia ahí mismo, desde las uñas a las astas, para ser despedazada y devorada por el gobernador del reino, los jefes militares, los curas y los caciques. Acabados los despojos, los fuegos son apagados con chorros de vino y luego se entrega a cada personaje una vasija completa con más alcohol, simbolizando así al elemento universal que une y entiende a las razas, clases y sexos de un país dividido. Ésta es la crónica de las más grandes borracheras políticas de nuestra historia.

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
Por



Hacia el siglo XVIII la guerra de Arauco ya no era la gesta heroica y sangrienta que cantó Ercilla. Un siglo y medio de historia común habían convertido la lucha en obligada convivencia. El Bío Bío marcaba la frontera entre el reino de Chile y la nación mapuche, y tanto los españoles, los criollos y los indios, cruzaban el límite para comerciar y trabajar en ambas bandas.

Pero la mutua necesidad no había extinguido las violencias y los abusos. Por ello, de tiempo en tiempo y para conjurar los peligros de tan delicado equilibrio, la corona española ejecutaba una instancia de negociación política tan peculiar como efectiva; los parlamento de indios.

Esta operación consistía en reunir a las más altas autoridades imperiales, desde el gobernador para abajo, con los representantes de las tribus independientes que habitaban desde la costa del Pacífico hasta la Argentina. Estas reuniones excepcionales, orientadas hacia la negociación de algún conflicto fronterizo, mutaron con el tiempo hacia una rutina de intercambio y de demostración de fuerza y magnificencia. Se hizo necesario entonces que con la llegada de un nuevo gobernador, éste se presentara ante las tribus para darse a conocer y establecer así las bases de la convivencia política entre ambos pueblos; el imperio español y la nación mapuche.

Y ahí asomó la llave y el puente que abriría el encuentro entre ambos mundos: el vino. Tanto para los castellanos y los criollos como para los indígenas, el vino era la fuente y el bálsamo de toda convivencia. Muestra de hospitalidad, alegría y compromiso, el vaso de vino, de chicha o aguardiente conjuraban cualquier recelo y atraían hasta a los más reticentes. Ni el más terco de los soldados o el más alzado de de los indios resistían el llamado del apetecido mosto.

Sin embargo, muy pronto se vio que este poderoso heraldo desbordaba cualquier cálculo. Es que además de las autoridades imperiales o de los caciques indígenas, los parlamentos se vieron anegados por una enorme multitud de mocetones, mestizos, españoles, criollos y mujeres salidos desde todos los rincones de la frontera y con un único y ferviente objetivo; el parlamento y su infatigable borrachera.

Vista entonces la ávida e imparable muchedumbre, la corona recurrió al ejército, el que muy pronto se hizo poco ante las desaforadas y sedientas masas, debiendo reclutar milicias de voluntarios en todas las provincias sureñas para asegurar que el parlamento no degenerara en sangrienta bacanal.

Pero las zozobras del ejército eran pocas comparadas con las angustias de los organizadores del encuentro. Las miles de ávidas gargantas debían ser satisfechas hasta la saciedad, a riesgo de fracasar toda la operación. Por ello los odres y tinajas se acumulaban por meses antes del convite. Y para asegurar el indispensable mosto, el gobierno imperial, tal como ahora, utilizaba el expediente de la licitación pública. Así, los habitantes de las principales ciudades del sur ya comenzaban a salivar y relamerse al escuchar el primer llamado o pregón, que al son del tambor, hacía público llamado de la indispensable bebida. Ésta era la señal de que el ansiado parlamento se venía encima. Entonces, los comerciantes viñateros de toda la región corrían a ofrecer sus mejores cepas, hasta que el suculento negociado se lo llevaba el mejor postor.

Considerando el vino cancelado oficialmente por la corona, el parlamento más discreto y contenido, el efectuado en Tapihue en 1716, escanció la no despreciable cantidad de 10.655 litros. Casi un siglo después, en el último gran parlamento efectuado en Negrete en 1803, se llegó a la escalofriante suma de 22.833 litros consumidos en tres días. A esto se debe sumar el aguardiente, la chicha y otros licores anexos, más el alcohol vendido por los comerciantes y mercanchifles de todas las calañas, que, atraídos por el desmesurado festín, hacían de los parlamentos de indios el negocio de sus vidas.

DESFILE DE CARNES
Y abultando la enorme francachela se agregaba el complemento indispensable de toda borrachera: la carne. Desfilaban por las vaporosas ramadas de los parlamentos una interminable hilera de animales. Ahí campeaba la carne de vacuno, que llegaba viva y fresca al lugar de su inmolación. Así, en el ya mencionado parlamento de Tapihue se faenaron 500 vacas al hilo, para llegar al de Negrete en 1793 con la estremecedora cifra de 1431 animales destripados y devorados por la concurrencia.

Por sobre esta dieta básica de carne y vino, marchaba al asadero una copiosa legión de criaturas tales como terneras, corderos, carneros, pavos, gallinas, pollos y pescados, reforzados por multitudes de salames, costillares, lenguas, longanizas, prietas, tocinos y quesos. Complementaba la arrolladora dieta la presencia de pan, bizcocho, papas y verduras, todo ello sazonado con desmesuradas cantidades de ají, elevándose en el parlamento de Los Ángeles de 1784 a más de 600 litros del picante aliño, tan solo para “racionar a los indios”.

Y para instalar a esta alegre masa de parlamentarios se hizo indispensable la construcción de verdaderos pueblos improvisados. Ya elegido el lugar de su construcción, ya fuera por la cercanía a algún poblado o fuerte fronterizo, mas la necesaria explanada con acceso a caminos, agua y pastos para los animales, se iniciaba la instalación de una enorme empalizada que rodeaba a un laberinto de calles y ramadas que convergían en un espacio central para las conversaciones y discursos. A la entrada de este espacio flameaba la bandera imperial, resguardada por una batería de cañones y las ramadas de la guardia militar, en caso de algún desmadre y como potente símbolo del poder real.

Habían habitaciones para las autoridades y para la servidumbre, dependencias para las cocinas, repostería, gallineros, despensas, bodegas y una gran ramada que las hacía de comedor oficial. Fuera de la estacada y a campo raso, se alojaban los milicianos que protegían el campamento, y a un costado, enjambres de comerciantes, mercanchifles, músicos y mujeres que acudían atraídas por la desmesurada ceremonia. Y para mantener la mayor armonía entre tanto desborde, huincas e indios se separaban cada noche para dormir por su lado, para al otro día retomar la festiva negociación.

En total, asistían al parlamento hasta unas cinco mil personas, incluyendo los soldados, milicianos, indios y mujeres. Y para financiar esta inaudita orgía diplomática se instauró un fondo del presupuesto imperial denominado “ramo de agasajo de indios”, que debía cubrir el festín, los regalos y las enormes ramadas que acogían a los invitados.

Hacia el final de la agotadora jornada, y tras los interminables discursos y discusiones, se elaboraba un acuerdo que consideraba los aspectos fundamentales de la convivencia entre ambos mundos. La relación de la corona con los indígenas, la resolución de conflictos y la negociación de la paz, el intercambio fronterizo, los asuntos criminales, el comercio, el tránsito de bienes y personas y otros asuntos de interés común.

Y finalmente, cuando los apabullados conferenciantes resollaban de discursos, alcohol y comida, en una última ceremonia, los caciques principales lanzaban sobre una enorme hoguera una partida de lanzas rotas, y sobre éstas, el comandante del ejército imperial arrojaba un fusil despedazado, el cual, ya consumido, era regado nuevamente con vino, simbolizando así el término de las hostilidades y la garantía de paz entre los pueblos.

Esta práctica, muy criticada por algunos como inútil, vergonzante y dispendiosa, garantizó por más de un siglo la convivencia pacífica en el reino de Chile. Así, en los parlamentos, por la regada convivencia que bañaba por igual a indios, mestizos y criollos, los difusos vapores etílicos cubrieron los recelos y las distancias entre culturas, clases y razas, permitiendo una sólida y eficiente instancia de negociación político diplomática, todo armonizado por el ferviente y democrático anhelo de beber y comer en grande y hasta el hartazgo.

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