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Nacional

20 de Diciembre de 2013

Sergio Muñoz y sus historias en el Poder Judicial

Podría decirse que Muñoz es un juez “de libro”: hijo de profesor en la VII Región, funcionario de carrera que comenzó en los juzgado del crimen de Valparaíso en 1982, misma ciudad donde estudió derecho en la UC. Fue relator de la corte porteña, juez de letras de Putaendo, Los Andes, relator en la Corte de San Miguel, juez del 12 del Crimen en 1994, ministro del tribunal de alzada capitalino y así hasta llegar al segundo piso del palacio en 2005 con 47 años. Si bien tuvo causas importantes a su cargo: las lucas de Pinochet en el RIggs, el caso Spiniak, entre otros, es el asesinato de Tucapel Jiménez por el que será recordado, porque le quitó el velo de silencio a uno de los crímenes más emblemáticos de la dictadura.

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Sergio Muñoz se convirtió en uno de los magistrados más jóvenes en asumir el primero puesto en la historia de la judicatura chilena a sus 56 años. Podría decirse que Muñoz es un juez “de libro”: funcionario de carrera que comenzó en los juzgado del crimen de Valparaíso en 1982, misma ciudad donde estudió derecho en la Universidad Católica.

Fue relator de la corte porteña, juez de letras de Putaendo, Los Andes, relator en la Corte de San Miguel, juez del 12 del Crimen en 1994, ministro del tribunal de alzada capitalino y así hasta llegar al segundo piso del palacio en 2005 con 47 años.

Proviene de Villa Alegre, Séptima Región; de calvicie incipiente, es hijo de profesores, sobrio en el vestir, fiscalizador nato, querido y odiado, de carácter fuerte, trabajólico, estudioso, inquieto para generar propuestas que provoquen cambios palpables, díscolo y, en buen chileno, “parado en la hilacha” cuando quieren pasarlo a llevar.

Los pasillos del edificio que alberga a la Corte de Apelaciones y la Suprema están llenos de historias que faltaría tiempo para contarlas, pero algunas de Muñoz, específicamente, dan para un libro.

Cuitas judiciales

Cuando era el juez del 12º Juzgado del Crimen de Santiago, logró desbaratar una organización de narcotráfico en el norte chileno -algunos dicen que si hubiera podido habría llegado a Perú- sólo gracias a la declaración de un “dealer” que la policía detuvo en la rotonda Pérez Zukovic. El expediente judicial se convirtió en un objeto de culto para otros magistrados, como también para los abogados del Consejo de Defensa del Estado (CDE), que litigaban este tipo de casos.

Una vez nombrado relator de la Suprema a mediados de los 90 le correspondió dar cuenta de una causa sobre violaciones de derechos humanos. La sala, en esa oportunidad, estaba presidida por el entonces ministro Adolfo Bañados, el mismo que llevó el caso Letelier y condenó a Manuel Contreras y Pedro Espinoza .

Pues bien, mientras Muñoz relataba los pormenores del proceso, integrando elementos del contexto histórico en el que se desarrollaron los delitos, fue interrumpido por uno de los miembros de la sala: nada menos que el fiscal Torres Silva, que integraba la instancia en representación del Ejército.

Torres Silva le indicaba que los hechos descritos no existían en la causa. Así se lo repitió en varias oportunidades hasta que Muñoz le paró los carros y le enrostró que como miembro de la sala no podía tener copia del expediente.

Como era de esperarse, Torres Silva montó en cólera y estaba a punto de prometerle las penas del infierno, cuando Bañados lo llamó al orden y todo continuó igual. Muñoz se había salvado jabonado, pero una equis le quedó marcada en el pecho con los milicos.

La firma de la muerte

En 1999 la Corte de Apelaciones de Santiago revocó todo lo hecho por el entonces ministro Sergio Valenzuela Patiño en el caso Tucapel Jiménez y procesó a una serie de militares y civiles por el crimen del líder sindical. Muñoz -que había asumido sólo un año antes- fue nombrado para sustanciar el proceso y el mismo día comenzó.

Durante la tramitación de la causa Muñoz demostró que no le venían con chicas. Creó, por llamarlo de alguna manera, los careos colectivos. Más de veinte agentes de la CNI declarando al mismo tiempo, le permitieron dejar fuera del caso a una serie de funcionarios del servicio represivo y apuntar a la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE).

Muñoz buscó hasta debajo de las piedras. Desarchivó causas plagadas de polvo por el paso del tiempo en la Justicia Militar; halló a un informante del comando conjunto que había sido asesinado en los 80 en un ajuste de cuentas entre este último servicio y la DINE por el robo de un arma importada por la Armería Italiana para Roberto Fuentes Morrison, el Wally; identificó a un prestamista que traficaba joyas con personal de la embajada de Estados Unidos; grupos nazistas que se fabricaban los uniformes tipo SS gracias a la plata que le proporcionaba la Subsecretaría del Interior en 1981, dirigida en ese entonces por el actual senador Jovino Novoa. Los nacionalistoides estaban ligados a la Secretaría General de los Gremios.

En una oportunidad, ya avanzada la causa, detuvo en Concepción al ex oficial del Ejército Juan Carlos Arriagada Echeverría, cuya identidad operativa en la DINE era Andrés Salvatierra, encuadrado en la “Compañía de Apoyo Técnico”: en cristiano, eran los encargados de abrir chapas, instalar micrófonos, entre otras pegas. Cuando llegó al despacho, el ex agente venía con las manos apretándose el estómago y con miedo. Muñoz se extrañó, hasta que Arriagada sacó de entre sus ropas un sumario administrativo hecho por el servicio de inteligencia en los días posteriores al asesinato del líder sindical.

Con ese documento comenzó a desentramarse cuál había sido el arma que dio muerte a Tucapel Jiménez. En un principio se pensaba que había sido usado un revólver Pasper calibre 22 de fabricación argentina. Pero la realidad era otra.

Andrés Salvatierra, junto al dentista Jorge Muñoz Alessandrini, concurrieron en los días previos al crimen de Tucapel Jiménez -ocurrido en febrero de 1982- a la Armería Italiana, ubicada en la calle Arturo Prat, entre Tarapacá y Alonso Ovalle, donde aún permanece. Sabían de antemano que había sido importado un revólver Dam Wesson con dos cañones.

Los militares incautaron el arma y firmaron un acta. Quien recibió el papel fue René Basoa, un ex militante del PC e informante del Comando Conjunto. El destinatario era nada menos que Roberto Fuentes Morrison, el Wally, quien se enteró del hecho y prometió balas a los ladrones, hecho que generó no pocos problemas con la DINE. Basoa, como era lógico, fue asesinado a tiros y su crimen nunca resuelto.

Pillada magistral

Pues bien, el sumario que Arriagada traía bajos sus ropas no era el original, sino la primera versión. En las orillas aparecían correcciones de puño y letra que modificaban el contenido original. Al declarar, aseguró que el autor era el director de la DINE, el general Ramses Álvarez Scoglia.

Muñoz, que ya contaba con la firma del uniformado, llamó a una perito caligráfico de Investigaciones para comprobarlo. Y sí, las anotaciones eran de Álvarez Scoglia.

A los pocos días Muñoz citó al general. Le preguntó por el Dam Wesson y Álvarez Scoglia reconoció que hubo un sumario porque Arriagada la había robado, que recibió una sanción por ladrón, enviado a Punta Arenas y dado de baja del Ejército.

Muñoz le pidió que refrescara la memoria, pero Álvarez Scoglia mantenía su versión. Le insistió si no había hecho modificaciones al sumario original, pero aseguró en que todo era regular y que por el paso del tiempo fue incinerado, que no existía.

Así, cuando las mentiras del general llegaron a su epítome, Muñoz sacó del cajón de su escritorio el sumario, refregándole la evidencia: era su letra y había modificado el documento. Álvarez Scoglia quedó pálido ante la prueba irrefutable.

Con el tiempo Muñoz logró la confesión del capitán Carlos Herrera Jiménez y lo condenó a presidió perpetuo.

Las penas fueron cuestionadas por organizaciones de derechos humanos, aludiendo a que los cómplices y coautores merecían más años detrás de las rejas. Y respondió que se trataba de un caso judicial apegado a derecho y no de “justicia popular”.

El cagazo

Terminado el caso Tucapel le cayeron otras causas en las manos. El caso Spiniak, donde tuvo un gran golpe procesal: la versión falsa de Gemita Bueno. También indagó la proceso de las platas truchas de Pinochet en el banco Riggs. Y cuando el caso estaba en su mayor apogeo, el ex presidente Lagos lo eligió como ministro para la Corte Suprema en 2005. Algunos comentaban en los pasillos de tribunales que fue un premio, otros aseguraban que su designación fue para sacárselo de encima, porque era demasiado independiente.

Como haya sido, Muñoz comenzó a trabajar, trabajar y trabajar en el máximo tribunal. Tomó cuanta comisión pudo que buscaban mejoras en la judicatura, lo que en un principio le trajo más de algún problema con sus colegas. ¿El problema? Su juventud e ímpetu. El ex presidente de la Suprema, Marcos Libedinsky, comentó una vez: “la juventud es un problema que se termina con el tiempo”.

En una oportunidad, en el Pleno de la Suprema se analizaba un informe preparado por el ministro Hugo Dolmestch respecto a mejoramientos internos. Todos estuvieron de acuerdo con el documento, menos Muñoz que consideró que algunos aspectos no eran del todo satisfactorios. Dolmestch, un ex profesor rural, campechano de Chillán le espetó medio en broma, medio en serio: “no vamos a parar la trilla porque se echa una yegua”. Muñoz abandonó indignado frente a una talla que era difícil rebatir, máxime cuando otros supremos aguantaban la risa por el acierto. Fue el ministro Haroldo Brito el encargado de pacificar los ánimos y hablar con Muñoz.

El día D

Hoy los desafíos de Muñoz no son menores: el próximo año se realiza la cumbre judicial en Chile, de la que ha estado encargado. Además con un gobierno entrante.

En los pasillos muchos apuestan a cambios radicales: que se trabajará más, que Muñoz andará con la cimitarra y el látigo apurando todo; otros en cambio creen que el pleno le bajará un poco los humos y que el puesto de presidente es decorativo.

Por de pronto y más allá de su carácter fuerte, Muñoz llegó a la presidencia con el apoyo de todos sus colegas, manteniendo el criterio de la antigüedad, quedando fuera de la Tercera Sala (Constitucional) donde brilló por sus fallos contra las Isapres y los proyectos hidroeléctricos.

Ahora sólo queda esperar. Muñoz asume en enero y febrero es feriado en el palacio de tribunales y quedan operativas las salas de verano.

Entonces para conocer las claves de lo que será su gestión, los alcances de las mismas y cuál será su sello personal, habrá que esperar al 1 de marzo -sea domingo o festivo- cuando se inaugura el año judicial.

En ese momento será el orador frente a todos sus pares, el presidente Sebastián Piñera -quizás sea invitada Bachelet- y el resto de las autoridades del Estado. De allí en adelante, al menos por los dos años que durará su mandato -y como las paredes tienen oídos en la Corte- nadie osará ni en sordina, apodarlo “el chico Muñoz”.

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