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Cultura

21 de Julio de 2014

Adelanto de la novela de Juan Cristóbal Guarello: “Gente Mala”

El periodista deportivo vuelve a las librerías, pero esta vez no presenta un libro sobre fútbol sino su primera novela, Gente mala. Ambientada en los años 80, la ficción gira en torno al secuestro de un niño de 6 años por parte de funcionarios de la CNI. Aquí, en exclusiva, las páginas que abren el relato.

Por

Gente-Mala-ilustracion
1
—Mira.
El Willy levantó el suplemento Temas de Hombre de La Tercera. Varelita apenas le puso atención y mantuvo su vista en la calle vacía.

—Se lo saqué al capitán del escritorio. A ésta… —apuntó a una vedette con cara de caballo que posaba junto a una caja fuerte y fajos de dólares falsos— …le depilaría el sapo con la lengua. La tonta rica.

El Willy mostró sus dientes amarillos y se escarbó la oreja.

Varelita siguió concentrado en la calle al volante del Simca 1000 color caca de guagua. A veces levantaba la mirada hacia el espejo retrovisor. Estaba ahogado por la camisa estrecha y la corbata apretada. Había engordado. En este trabajo se comía mal. Demasiado pan.
Eran cerca de las cuatro de la tarde del domingo 3 de junio.

—Lindo el Fórmula Uno que nos pasaron —volvió a la carga el Willy, celebrando su propio chiste.

Él estaba desde el comienzo en la organización y misteriosamente había sobrevivido a la depuración de más de mil agentes en 1978. Era un hombre de acción, de calle. Tenía fama de grosero y de hablador. No se aguantaba de abrir la tarasca sobre cualquier tontería.
Luego amagó con sacar un Hilton pero desistió. Se quedó un rato tanteando los bolsillos interiores de su chaqueta. Sintió un clip guacho, la cajetilla de cigarros y un Bic sin tapa. También el revólver en la sobaquera.

—¿Desayunaste, rucio? Yo me mandé un pernil con mayo, tempranito.

Luego se desacomodó en su lugar de copiloto. Varelita ariscó la nariz. Una pestilencia tibia inundó la cabina con las ventanillas subidas.

—La mayo no estaba muy buena, parece —y luego se mandó una risa corta, como motor de citroneta.
—¿Saldrá algún día? —preguntó Varelita, aguantando el hedor.
—Como a esta hora se asoma, dice el informe.
—Hay que tener ojo con el abuelito. No quiero show.
—Tranquilo el perro. En diez segundos lo resolvemos.

En ese momento salieron dos niños pequeños desde un antejardín. El mayor era rubio, con pelo liso y chasquilla; la niñita era más chica, casi idéntica. Varelita levantó la cabeza como una avestruz y el Willy se quedó tieso.

—Eah… —dijo.
—No sé, hueón… no sé —contestó Varelita.

Luego salió una mujer mayor. Por la edad parecía ser la abuela. El Willy se puso en el borde del asiento.

—¿Y? —señaló en voz baja.
—No sé, te dije. No estoy cien por ciento seguro —replicó Varelita, confundido—. Puta, esperemos un cacho.

Volvió a mirar la foto que tenía en el bolsillo. Era borrosa, había sido sacada desde lejos.
—La vieja se va para adentro… —susurró el Willy.

Los dos niños jugaban bajo la arboleda teñida de un sol otoñal y mugriento en la calle Juan Agustín Barriga. Luego la niñita también entró a la casa. Sólo quedó el niño rubio de corte príncipe valiente. Pateaba una pelotita de goma.
—Vamos —dijo el Willy.
—¿Y si no es? —replicó poco convencido Varelita.
—Es… es… mira la foto.
—Si no se ve nada. Es una foto de mierda, muy chica. No estoy seguro, hueón.

El Willy se encabritó y le echó la antigüedad en el servicio.
—Mira, conchetumadre: tenemos que llevar al enano. No hay nada que analizar acá. Si yo te digo que es… ¡es!

Varelita encendió el Simca y puso primera. Avanzó los ochenta metros que los separaban del niño a menos de diez kilómetros por hora. El Willy tenía el arma empuñada y miraba para todos lados. La calle estaba muerta, las puertas y ventanas cerradas, capeando el frío seco de junio.

—Procediendo —dijo Varelita por radio.
—Okey —respondió el aparato granulosamente.
El auto se detuvo frente al niño y el Willy bajó su vidrio.
—Oye, chico. ¿Cómo te llamas?
El niño lo miró fijo y mudo desde su cara redonda y blanca.
—Ya, poh, corazón. ¿Cómo te llamas?
No hubo respuesta. El niño retrocedió un paso.
—¿Qué edad tienes, chicoco? —dijo Varelita desde el fondo.

El niño mostró seis dedos con las manos temblorosas.
Varelita y el Willy se miraron y asintieron. El Willy bajó velozmente y cogió al niño de un manotazo. En un par de segundos estaba hundido en el asiento trasero. Varelita aceleró pero no a fondo. El Simca subió sus revoluciones sin ruido, exprimiendo su miserable cilindrada.

—Almuerzo servido —avisó Varelita por la radio.
—Okey…

El niño chilló.
—¡Cállate, cabro culiao! —bufó el Willy que comenzaba a llenar de sudor grasoso su camisa de poliéster azul.

El niño gritó otra vez.
—¡Te dije que callao! —bramó antes de descerrajarle un manotazo en el rostro. Sonó un chasquido corto y artificial cuando la cachetada lo impactó. Quedó casi desmayado, como un corderito dormido en el pesebre.
—¡Hijo de puta! ¡Saco de huevas! ¿No veís que tiene seis años, conchetumadre? No tenemos permiso para aforrarle —ladró Varelita.
—¡No me corrijái, puto culiao! ¡No me corrijái y cumple con tu pega! ¡Maneja, conchetumadre, que ni eso hací bien! —gritó el Willy mientras buscaba instintivamente los puchos bajo el sobaco. Sacó un Hilton y lo encendió.

2

El Simca dobló hacia Manuel Montt y se detuvo en Santa Isabel. Un hombre de chaqueta de cuerina café, jeans, mocasines con hebilla y anteojos espejados que simulaba leer La Tercera se subió a la parte de atrás. Al dueño de una botillería, frente a esa esquina, le extrañó la escena y miró con atención. Cuando el hombre de la chaqueta de cuerina y anteojos espejados cerraba la puerta trasera del Simca, el botillero alcanzó a observar la silueta de un niño rubio hecho pelotita. Luego un golpe de realidad explicó algo en el fondo de su cabeza y desvió los ojos del cacharro color caca de guagua.

El nuevo pasajero se acomodó junto al niño que gemía.
—¿Qué le pasó? No me van a decir que le pegaron, el par de tarados.

Varelita lo miró por el retrovisor mientras aceleraba. El Willy echó una pitada larga. Sólo se escuchaba el ruido de licuadora que hacía el motor.
—¿Y? —insistió el flaco de la chaqueta de cuerina.

El Willy giró hacia atrás y se puso el cigarrillo en la boca.

Acarició al niño.

—Es que se portó muy mal, pero ahora se porta bien.
Sepúlveda echó la cabeza para atrás, como si el Willy lo estuviera amenazando con una navaja.

Luego puso los labios como trompita.
—Nos van a joder por esto. Puta que la cagan.
El Willy le tiró el Temas de Hombre a la cara huesuda.
—Toma, mira unos sapolios para relajar la vena.
Sepúlveda hizo una pelota con el papel de diario y se lo lanzó de regreso en la nuca. Luego cruzó los brazos y apoyó la cabeza en el cristal. El Simca rodaba por una Manuel Montt semidesierta.
La radio dio un aviso.
—¿A cuánto del garaje?

Varelita respiró profundo y movió su cabeza desde la incomodidad del cuello abotonado y la horrible corbata marrón que le apretaba las carnes. El Willy prendió un cigarrillo con la colilla del anterior y Sepúlveda miraba la calle fijamente, concentrado en los cartelones de la tienda deportiva Haddad.

El niño se mantenía quieto.

Luego de girar en Irarrázaval hacia el poniente, el Simca cruzó Vicuña Mackenna, entró por 10 de Julio y dobló por Santa Rosa hacia la izquierda.
Varelita avisó por la radio.
—A dos minutos.

Al llegar a Ventura Lavalle el auto giró contra el tránsito y se paró frente a una cortina metálica cerrada hasta el piso. Desde una mirilla se asomaron dos ojos oscuros. La reja subió y el vehículo entró en el garaje.

El guardia se metió en una pequeña oficina, cerró la puerta y sólo entonces los hombres bajaron del Simca. Sepúlveda ayudó a Varelita a sacar al niño. El Willy miraba sin intervenir. La colilla se consumía entre sus labios.

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