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Opinión

10 de Septiembre de 2014

Columna: Llorando con Allende

Hace algunos días me invitó un amigo de paso por Santiago a ver Allende, la última película de Miguel Llittín. Me pareció una buena idea. Es siempre un privilegio ver en exclusiva una película que de seguro dará que hablar. Éramos sólo tres los invitados. En la productora nos esperaban Miguel Littín y Marco de […]

Carlos Ominami
Carlos Ominami
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Hace algunos días me invitó un amigo de paso por Santiago a ver Allende, la última película de Miguel Llittín. Me pareció una buena idea. Es siempre un privilegio ver en exclusiva una película que de seguro dará que hablar. Éramos sólo tres los invitados. En la productora nos esperaban Miguel Littín y Marco de Aguirre, que nos dieron una pequeña explicación sobre un proyecto que había tardado tiempo en materializarse. Cuando se apagó la luz y comenzó la exhibición tenía un pequeño nudo en el estómago. ¿Qué haría si encontraba mala la obra que se nos presentaba? ¿Cómo se lo diría a Miguel? ¿Qué cara me pondría? ¿Tendría que salir del paso con una frase de buena crianza?

En esos momentos recordé un episodio que todavía vivo como un gran bochorno. Un realizador amigo me invitó al estreno de su película. En ella había concentrado todas sus energías y recursos. Tenía muchas esperanzas de que su obra tuviera un éxito importante y le diera un impulso a su carrera. A pesar de todos mis esfuerzos, la lentitud y circularidad del relato me produjeron un sopor incontenible y cometí una ignominia: comencé a cabecear al lado del realizador.

Ese no era el riesgo con Littín. El peligro era otro. Llevar al cine un momento tan mayor como el que vivió Allende el 11 de septiembre de 1973 puede ser una empresa que termina fácilmente en lo ridículo o en lo patético. Hay precedentes. Littín ha hecho muchas películas. Algunas de ellas excepcionales. Lanzarse con Allende era un desafío gigante. Es tan grande el personaje que el riesgo de quedarse chico en el filme era enorme.

Todos mis temores resultaron infundados. El compacto de 35 minutos que tuve ocasión de ver pasa volando. Aquí no se cuenta toda la historia. El relato se concentra en el 11 de septiembre. Parte con Allende levantándose de su cama en su residencia de Tomás Moro cuando se le informa del retorno a Valparaíso de la Escuadra. El Allende que reconstituye Littín tiene de todo: valiente, sólido, lúcido, republicano y por cierto seductor. Hace ya algunos años, Eduardo Labarca en su Biografía sentimental de Allende documentó de manera seria y elegante esta dimensión del Presidente mártir. A Littín le bastaron unos pocos segundos para mostrar esta faceta. A lo mejor no ocurrió así, pero Allende entrando a La Moneda, de donde saldría unas horas después con los pies para adelante, fijándose en ese momento dramático en una carabinera buenamoza es una imagen que emociona.

Fueron sólo 35 minutos de proyección pero tengo que reconocer que pasé rápidamente desde el puchero a las lágrimas. Lloré dos veces. ¿Por qué lloré? Con toda seguridad por una mezcla de emoción por el sacrificio de Allende, el derrumbe de la democracia, las víctimas y también por todos nosotros, los que seguimos vivos y quedamos obligados a sobrevivir y seguir luchando y que en esta semana nos toca conmemorar el aniversario… 41 del golpe.

Allende de Littín, filmada en Venezuela, siempre desde el interior de los espacios que se privilegian, especialmente La Moneda, contribuye a proyectar para siempre la figura de un hombre valiente fiel a sus convicciones y a sus amores.
¡Gracias, Miguel!

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