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Opinión

26 de Diciembre de 2018

Columna de Santiago Ortúzar: Gran Hotel Mostazal

Santiago Ortúzar
Santiago Ortúzar
Por

Santiago Ortúzar
Investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad

Las recientes declaraciones de Raúl Schüler a propósito de la estatua “Polimnia”, incautada en su fundo en San Francisco de Mostazal y aparentemente robada del Cerro Santa Lucía en 2014, dicen mucho sobre el mercado de las antigüedades en Chile. En este negocio, relata Schüler, “no se da boleta” ni se suele preguntar de dónde vienen las piezas, pues se trata de un “mercado establecido” donde no hay razones para sospechar “nada malo”.

Lo más discutido hasta ahora parece ser en qué medida el empresario incurrió en una conducta ilícita o no, y qué tan creíbles son sus declaraciones sobre el rescate del patrimonio cultural chileno (la fiscalía ha argumentado, por ejemplo, que varias de las piezas del fundo están mal conservadas). Pero, más allá de Schüler, es un mercado que asombra por su informalidad. El agricultor describe el intercambio de objetos, que eventualmente podrían pertenecer a museos, curatorías o colecciones, cuya transacción omite todo tipo de registro o certificado. En el plano tributario, no se emiten boletas por ventas equivalentes a millones de pesos; Schüler menciona que para pagar una de sus piezas tuvo que firmar varios cheques de quinientos mil pesos.

Se trata de un espacio tan poco intervenido o regulado que hubiera fascinado al mismo Hayek. ¿Qué puede tener de malo eso? ¿Acaso no es bueno que las antigüedades, para no perderse, sean compradas por quienes se interesan en ellas? ¿No es mejor que esos objetos se transen en un mercado lucrativo, de modo de incentivar la recuperación de objetos perdidos y así salvarlos del olvido?

Estas son apreciaciones legítimas, pero a mi juicio pierden de vista un problema más basal. Porque si hasta ahora la discusión se ha centrado en Schüler, el mercado alrededor suyo no parece interesarnos tanto. Y eso es llamativo en medio de la fuerte campaña emprendida por órganos estatales y privados contra el comercio informal, particularmente el comercio ambulante. Así, tales organizaciones parecen ser sumamente sensibles a la venta callejera de Superochos o Coca-Cola, que configurarían casos de competencia desleal y evasión tributaria, pero no hay una preocupación similar cuando se trata de las antigüedades (dejando de lado, además, la eventual infracción de la institucionalidad patrimonial).

Quizá hay razones técnicas que desconozco y que sería importante tomar en cuenta. Podría ocurrir que la recaudación fiscal se viera más perjudicada por la venta de alimentos por parte de ambulantes que por la venta de antigüedades. O quizá el daño de los ambulantes al comercio establecido es mayor que el daño del mercado de las antigüedades a las galerías de arte. Pero con independencia de esto, también opera un ensañamiento: la reacción desmesurada contra un vendedor cuya precariedad es tan patente se suma a la falta de actitudes semejantes contra personas igualmente “informales” pero de mayor poder (los anticuarios, la venta de ropa online en el barrio alto, Uber y tantos otros). Se impone una lógica que se reproduce en distintos espacios, y que actúa con una fuerza y una arbitrariedad que rayan en la obcecación. Y es que aquellas dinámicas que la élite condena con tanta fuerza en grupos populares, las tiende a reproducir de modo similar al interior de sí misma.

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