Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Uncategorized

11 de Octubre de 2008

Mi extinto pene, que en paz descanse

Por

Por Jaime Bayly

Ningún hombre está preparado para volverse impotente a los cuarenta y tres años. Yo ciertamente no lo estaba.

Desde que empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos, advertí que mi apetito sexual menguaba, se extinguía.

Empecé tomando una para dormir, Lunesta, y un antidepresivo, Prozac, hace meses. Después de tantas noches insomnes, volví a dormir profundamente. Pero con las semanas fui tomando más y más pastillas. Ahora todas las noches tomo 3 Lunestas, 2 Klonopin, 4 Xanax y 3 Stilnox. No las tomo a la vez. Las voy combinando cada vez que despierto, haciendo coctelitos que me hundan en sueños abismales. No ignoro que corro ciertos riesgos mezclando barbitúricos. Pero encuentro cierta belleza mórbida en el hecho de tragar las pastillas y no saber si será la última noche. Cuando despierto, no sólo me siento feliz porque he dormido bien sino porque curiosamente estoy vivo, porque me han regalado un día más. Cada día es entonces un suceso imprevisto y sobrecogedor, un pequeño milagro. Por la tarde ya no tomo un Prozac sino ocho, en dos sesiones: cuatro al levantarme y cuatro antes de ir a la televisión. Y siento que levito y soy en extremo bondadoso, que mi paciencia es infinita, que encuentro compasión para perdonar las peores vilezas, que Mika y Carla Bruni son mis amigos y cantan conmigo en la camioneta.

Toda esta masiva e imprudente ingestión de químicos entraña sus riesgos, desde luego, y uno de ellos, que yo ignoraba, es la inhibición del deseo sexual (siendo además que nunca he sido deshinibido en esa materia, a pesar de que mis libros puedan dar esa impresión). Ya las últimas semanas en Miami había notado que no tenía nunca una erección.

Pero estaba seguro de que cuando llegase a Buenos Aires y tuviese a Martín a mi lado, no tendría ninguna dificultad en lograr una erección y amarlo desmesuradamente.

Mis cálculas estaban errados. A pesar del deslumbramiento que me provocó verlo desnudo, y del empeño que puso en complacerme, y de la ferocidad con que froté ese colgajo pusilánime que se resistía a obedecerme, mi fracaso fue absoluto, humillante, y una hora después, simplemente nos rendimos.

Por eso cuando me fui a dormir me sentía inútil, un comatoso sexual, un impotente a los cuarenta y tres años. Tuve que tomar más pastillas para evadir la realidad.

Las noches siguientes no fueron muy distintas. Martín y yo probamos toda clase de técnicas, juegos, exploraciones, impudicias y acoplamientos para que lograse una erección, pero nada sirvió. Martín procedió a complacerse en solitario, resignado a mi impotencia. Sentí, en esos momentos de honda tristeza, que me amaba aún siendo impotente.

Antes de irme de Buenos Aires, llamé a una amiga con la que había jugado cada cierto tiempo. Se llama Penélope, está casada, tiene un hijo llamado Diego Armando y hace entrevistas para un programa frívolo de televisión. Así me conoció, entrevistándome, y así nos hicimos amantes ocasionales. Penélope accedió a venir a mi departamento la noche que le propuse. Le sugería a Martín que se uniese a la aventura como protagonista o espectador, pero él dijo que le daba asco esa chica y prefería irse a bailar. Penélope llegó diez minutos tarde y me besó con ese aire travieso que me sedujo cuando la conocí. No estaba tan linda como hacía diez años: el tiempo, la maternidad y los amores furtivos (tiene marido y tres amantes) la habían desmejorado un poco. Pero seguía siendo guapa, atrevida y graciosa en la cama.

Le advertíque me había vuelto impotente y que por eso la había llamado, para que, haciendo alarde de su maestría erótica, me devolviese una erección, aunque fuese la última. Ella hizo todo lo que pudo (se desvistió bailando, me contó sus desmanes eróticos, sus fantasías, besó y succionó durante horas mi extinto pene, que en paz descanse) pero, a las dos de la mañana, y considerando que Martín podría llegar en cualquier momento, nos rendimos o nos aburrimos o nos reímos de esa situación tan cómica y absurda. Luego se fue y me dijo que me quería igual y que le parecía lindo tener un amante escritor impotente.

Cuando llegó Martín, le confesé mi fracaso. “No me contés nada, que me da asco”, dijo él, adorable.

He descubierto en Buenos Aires que me he vuelto impotente. He llegado a Lima abrumado por la certeza de que esta impotencia no tendrá cura, a menos que deje los somníferos y antidepresivos. Pero está claro que si tengo que elegir entre dormir bien o tener esporádicas erecciones, elijo la impotencia crónica.

Sólo me da pena porque estaba ilusionado con tener un hijo con Sofía. Ella es mi última esperanza.

Temas relevantes

#impotencia

Notas relacionadas