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Se sabe que Ítalo Svevo (1861-1928) se interesó intensamente por la psicología y el comportamiento humano, y de hecho colaboró en una traducción de La interpretación de los sueños de Freud. En estas breves pero ricas fábulas el autor de La conciencia de Zeno (reeditada por Gadir, además de Senilidad y sus cuentos completos, con traducción de Carlos Manzano), ironiza sobre varios aspectos de la condición humana representando la estupidez, la vacuidad, la envidia y la avaricia mediante animales o personajes inconscientes que actúan, cual seres humanos, según su inmodificable esencia. “La vida no es fea ni bella, sino muy original”, es una de las frases de Svevo que sirve para entrar a su obra delicada y aguda.
El asno y el loro
En un molino, aparte del asno que hacía girar la rueda, también había un loro que sabía decir pobrecito, el nombre del amo y muchas otras cosas más. Un día, los dos cayeron enfermos y llamaron al médico.
−¡Es por mí! −dijo el loro−. Me cuidan porque poseo un hermoso plumaje.
−¡Pero por supuesto que no! −respondió el asno−. Llamaron al médico por mí, porque yo soy el que mueve la rueda.
−¡Pero yo sé decir pobrecito!.
−Pero yo muevo la rueda.
−Pero yo saludo al amo cuando pasa.
−Pero yo muevo la rueda.
El médico curó al asno y dejó morir al loro.
El mundo está hecho así, y es de maravillarse que el grisáceo de la piel del asno no cubra por completo la Tierra y que no hayan desaparecido del todo las hermosas plumas multicolores.
Trieste, 16/7/1891.
Las dos palomas
Un profesor de zoología les explicaba a sus alumnos el proceso a través del cual la paloma que anida en las torres fue evolucionando hasta transformarse en la paloma acrobática. Decía que el capricho del entrenador, durante largos siglos, había ido seleccionando para la reproducción a los especímenes que poseían esta extraña cualidad de ejecutar cabriolas. Así había sido posible que se creara ese extraño animal tan empeñado en realizar piruetas al punto de llegar a matarse.
−¡Oh! ¡Qué infamia! −dijo uno de los alumnos.
−No es ninguna infamia −observó el profesor−. ¡Así es la vida! Hoy día también la selección de los hombres se realiza de tal manera que los que sobreviven no son los mejores sino los que saben ejecutar cabriolas. Si las cosas continúan así, a saber qué loco animal resultará de todo esto.
La culpa es de los otros
Un malhechor, que a causa de su malvada naturaleza había llegado al punto de asesinar a un indefenso, tuvo conciencia de la gravedad de la culpa; se arrepintió y se encaminó hacia la iglesia para orar.
Fue distraído de su ferviente plegaria por un predicador que desde el pulpito arengaba: «Alborócense de que existan los débiles y los pobres porque siendo caritativos con ellos, ustedes podrán alcanzar el reino de los cielos».
−«¡Oh! ¡Mentiroso!», pensó el pecador. «Los pobres y los débiles significan nuestra desventura. Si mi víctima no hubiese sido débil, defendiéndose pudo haberme impedido que la asesinara, que yo perdiera la paz del alma mía».
La luciérnaga y el vertebrado
A una luciérnaga, que descansaba bajo la sombra de una montaña, le faltaba el aliento a causa del calor del sol; mientras un vertebrado que yacía en la cima de la misma montaña moría a causa del gran calor. Ambos murieron de una muerte abyecta: envidiándose.
La liebre y el automóvil
Una estúpida liebre vio pasar a un automóvil.
«¡Oh!», gritó, «los hombres han inventado la rueda».
La diferencia (1)
6-4-1927.
Entre los hombres y los animales vivos existe una gran diferencia que no es más que unos son propietarios y los otros son la propiedad. Cuando acontece la muerte, la relación se intercambia: mientras unos son hórridos, los otros, a veces, son exquisitos.
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(1) Fábula escrita en el reverso de una carta de Eugenio Montale a Svevo y reproducida fotográficamente del manuscrito original en la Strenna triestina Il Campanone di San Giusto (III, 1931, pp. 24-25)
La hormiga moribunda
Una hormiga se muere y mientras va muriendo piensa: «El mundo se muere».
El don
El Señor había terminado la obra de la creación. Les dijo a los animales que los dejaba en libertad de escoger el elemento en el que quisiesen vivir. Algunos escogieron la tierra, otros se precipitaron en el agua y finalmente muchos se lanzaron al aire. «Yo, que soy el rey de los animales», dijo el hombre, «debería tener la capacidad de vivir en el agua y en la tierra e inclusive ser capaz de volar».
«Esto sería una injusticia», dijo el Señor, «y no podré complacerte. Pero abasteceré a tu organismo con un apetito tal que tú terminarás por encontrar los medios para correr, nadar y volar».
La libertad
La puertita de la jaula se había quedado abierta. El pajarito, con un leve salto, alcanzó la entrada y desde allí observó el ancho mundo con un ojo y luego con el otro. A su cuerpecito lo atravesó el escalofrío del deseo por los vastos espacios para los cuales sus alas habían sido hechas. Pero luego pensó: «Si me salgo, podría cerrarse la jaula y yo me quedaría allá afuera prisionero». El animalito se volvió a meter y poco después, con satisfacción, vio que se volvía a cerrar la puertita que sellaba su libertad.
No hay gusto
El señor Dios se volvió socialista. Abolió el Infierno y el Purgatorio y a todos les ofreció la opción de igualdad en el Paraíso. Allí se estaba bien en una eterna beatitud.
Justo entonces murió un Creso que se quedó estupefacto por haber sido admitido en el Paraíso. De inmediato se adaptó a su nueva existencia y más bien rápido, comenzó a quejarse.
−¿Qué es lo que te duele? −le preguntó el Señor airadamente.
−¡Ay, Señor! ¡Devuélveme a la Tierra! Éste no es un verdadero Paraíso; aquí no se ve sufrir a nadie.
Dinero y cerebro
El Padre Eterno tuvo un día de buen humor y dijo: «Quiero liberar a los así llamados desheredados. De ahora en adelante los que no tienen cosas tendrán cerebro, mientras que los que poseen cosas permanecerán con la cabeza completamente vacía. Evidentemente, dentro de poco, las cosas cambiarán, por lo menos en parte».
Transcurrida una generación, el viejo se llevó una gran sorpresa. Aquellos a los que les había tocado como don el cerebro estaban más que nunca carentes de cosas y aquellos a los que se los había quitado seguían enriqueciéndose.
Traducción de María Teresa Meneses