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Cultura

8 de Marzo de 2009

Revista H: Nikolai Leskov, la pulga de acero

A. de la Fuente, D. Urbina y C. Martínez
A. de la Fuente, D. Urbina y C. Martínez
Por

Leskov es uno de los maestros rusos más indiscutibles y menos recordados. Preciso e irónico como Gogol, según Gorki fue “el autor más profundamente enraizado en el alma popular y más libre de influencias extranjeras de la historia de la literatura rusa”.
 Tolstoi se extrañaba de que no se leyera más que Dostoievski: “Es el primero en señalar la insuficiencia del progreso económico”. Este es un fragmento de su genial relato La pulga de acero, recientemente publicado por Impedimenta; “historia ladina y arrogante, a medio camino entre leyenda y farsa”, según Walter Benjamin, que se inspiró en él para escribir su ensayo El narrador –también recién publicado, por Metales Pesados–, que extractamos a continuación.

Al día siguiente, en cuanto Platov apareció ante el soberano para darle los buenos días, este le dijo:
—Que preparen ahora mismo el carruaje de dos asientos. Vamos de nuevo a visitar museos de curiosidades.

Platov incluso reunió coraje para decir que no estaba de acuerdo, que si no sería mejor volver a Rusia que mirar productos extranjeros, pero el soberano le replicó:

—No, yo todavía quiero ver otras novedades; me elogiaron su azúcar, de primera calidad.

Y para allá que fueron.

Los ingleses se lo enseñaron todo al soberano: ¡qué variedades de primera clase! Platov miraba, miraba y de pronto dijo:

—¡Enséñennos sus fábricas de azúcar molvo!

Pero los ingleses no sabían qué era eso del azúcar molvo. Cuchicheaban entre ellos, se hacían guiños, se repetían el nombre unos a otros como para hacer memoria: «molvo, molvo», pero les resultaba incomprensible que hiciéramos semejante azúcar, y tuvieron que reconocer que tenían todos los azúcares excepto el «molvo».

—Entonces no tienen de qué presumir —dijo Platov—. Vengan a visitarnos y les hartaremos de té con auténtico azúcar molvo de la fábrica de Bobrinski.

El soberano le tiró de la manga y le musitó: «Por favor, no eches a perder mi política».

Entonces, los ingleses invitaron al soberano al último de los museos de curiosidades. Aquel en el que habían reunido minerales y ninfusorias de todo el mundo, desde la más enorme de las cerámides egipcias hasta una pulga subcutánea, imposible de ver a simple vista, solo perceptible cuando pica entre la piel y el cuerpo.

El soberano se puso en marcha.

Examinaron minuciosamente las cerámides y todo tipo de animales disecados, y cuando se iban, Platov se dijo a sí mismo: «Gracias a Dios, todo salió a pedir de boca. No hubo nada que entusiasmara al soberano».

Pero al llegar a la última habitación, les esperaban en formación los trabajadores, uniformados con chalecos y delantales, sujetando una bandeja en la que no había nada.

El soberano se sorprendió de que le presentaran una bandeja vacía.

—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Esto, Su Majestad, es nuestro humilde regalo —respondieron los artesanos ingleses.
—Pero, ¿qué es?
—Por favor —dijeron—, tenga la bondad de mirar la motita de polvo.

El soberano miró y vio que, efectivamente, en la bandeja de plata reposaba la más insignificante de las motas de polvo.

—Tenga la bondad de mojar el dedo con saliva y ponerla en la palma de la mano —le indicaron los trabajadores.
—¿Y para qué quiero yo esta mota de polvo?
—Esto no es una mota de polvo —respondieron—. Es una ninfusoria.
—¿Viva?
—De ninguna manera —respondieron—, no está viva. Es un simple trozo de puro acero inglés que nosotros hemos forjado con forma de pulga, y en el centro tiene un mecanismo y un resorte para darle cuerda. Tenga la bondad de girarlo con la llavecita, y empezará a bailar una danse.

Al soberano le picó la curiosidad y preguntó:

—¿Y dónde está la llave?
—Aquí —señalaron los ingleses—. La llave está ante vuestros ojos.
—¿Por qué no la veo? —preguntó el soberano.
—Porque para eso se necesita un pequescopio —respondieron.

Le dieron un pequescopio y el soberano comprobó que, efectivamente, al lado de la pulga, sobre la bandeja, reposaba una llavecilla.

—Tenga la bondad de cogerla en la palma de la mano —dijeron—. En la panza tiene un orificio para darle cuerda. Hay que dar siete vueltas a la llave, y entonces comenzará una danse.

A duras penas, el soberano consiguió pillar la llave y sujetarla entre los dedos índice y pulgar. Cogió la pulga con el otro pulgar y en cuanto introdujo en ella la llave, sintió que comenzaba a mover las antenas y después a agitar las patitas, y por fin, de pronto, saltó, y de un brinco hizo una danse directa y dos probariaciones a un lado, y después al otro, y así, en tres probariaciones, bailó por todo el escenario.

Inmediatamente, el soberano ordenó que se diera a los ingleses un millón en la moneda que ellos quisieran: si lo deseaban, en monedas de plata de cinco kópeks o si no, en billetes pequeños.

Los ingleses le pidieron que les diera plata porque no conocían el valor del papel moneda, e inmediatamente dieron otra muestra de su picardía: entregaron la pulga, pero no trajeron el estuche, y sin estuche era imposible conservarlas ni a ella ni a la llavecita porque se perderían y las tirarían con las barreduras. El estuche en cuestión consistía en un diamante puro con forma de nuez, en cuyo centro habían tallado un hueco para la pulga. No se lo dieron porque, según decían, el estuche era algo así como patrimonio nacional, y en lo concerniente a los bienes del Estado eran muy rigurosos, y estaba prohibido donarlos, incluso al soberano.

—¿A qué viene este engaño? —explotó Platov—. Hicieron el regalo y recibieron por él un millón. ¡Todo les parece poco! El estuche va siempre incluido.
—Déjalo, por favor —intervino el soberano—, esto no es asunto tuyo. Y no me estropees mi política. Ellos tienen sus costumbres. ¿Cuánto cuesta la nuez en la que se guarda la pulga? —les preguntó.
Los ingleses le pidieron por ella cinco mil más.

Alejandro I dijo: «Pagádselos». Y él mismo colocó la pulga en la nuececilla, y con ella la llavecita, y para no perder la propia nuez, la colocó en su tabaquera de oro, y la tabaquera la metió en su cofre de viaje, el cual estaba completamente cubierto de nácar y espina de pescado. El soberano despidió a los artesanos ingleses con honores diciéndoles: «Sois los mejores artesanos del mundo, y frente a vosotros mi gente no tiene nada que hacer».

Con eso quedaron muy satisfechos, y Platov no pudo decir nada en contra de las palabras del soberano. Se limitó a coger el pequescopio sin decir ni pío y a meterlo en su bolsillo porque, se dijo, «también va incluido, y ya nos han sacado suficiente dinero».

El soberano no supo nada de esto hasta que no llegaron a Rusia, hacia donde partieron al poco tiempo porque los asuntos militares habían llenado al soberano de melancolía y quería confesarse en Taganrog con el pope Fedot.

En el camino, el soberano y Platov mantuvieron pocas conversaciones agradables, porque se habían hecho ideas completamente diferentes: el soberano consideraba que los ingleses no tenían iguales en el arte y Platov insistía en que los nuestros eran capaces de hacer todo lo que se propusieran, solo que no habían recibido una formación provechosa. Y quería hacer ver al soberano que los artesanos ingleses se rigen por otras normas de vida, ciencia y producción, que cada persona controla absolutamente todas sus circunstancias, y que por eso tienen una forma de pensar diferente. Hogan Outlet

El soberano no quería oír estas cosas, y Platov, en vista de ello, no insistió. Así que continuaron el viaje en silencio. Platov se apeaba en cada posta y, enfadado, bebía vodka en vasos de kvas, picaba cabrito en salazón, fumaba su pipa de madera hecha de raíz, la cual quemaba inmediatamente una libra de tabaco de la fábrica petersburguesa de Zhukov, y después se sentaba junto al Zar en silencio. El soberano miraba hacia un lado y Platov sacaba su chibuquí por la otra ventana, echando el humo al viento. Así fueron hasta Petersburgo. Y a la visita al pope Fedot, el soberano ya no llevó a Platov.

—Tú —le dijo— no tienes la contención necesaria para un encuentro espiritual, además fumas demasiado. Tanto que, por culpa de tu humo, tengo la cabeza llena de hollín.

Platov se quedó ofendido y se fue a casa a tumbarse en el lecho del despecho, donde permaneció tumbado fumando tabaco Zhukov sin descanso.

NOTA
Adelanto del libro La pulga de acero, de Nikolai Leskov, gentileza de editorial Impedimenta.

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