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14 de Diciembre de 2008

Revista H: “Confianza y temor en la ciudad”, de Zygmunt Bauman

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Bauman (1925) es uno de los maestros de la teoría social contemporánea y de la crítica seria a la cultura capitalista –fue comunista activo en su juventud polaca, pero se exilió en Inglaterra cuando lo marginaron por su origen judío. Su concepto más famoso es el de “modernidad líquida”, un mundo donde no hay solidez y todo se trasvasija sin freno; hace rato señaló a la globalización como un divorcio del poder y la política a favor de los mercados y un flujo de inmigración aterradores. Ha advertido, por ejemplo, del peligro de que en estos tiempos ya no existe el ciudadano a cultivar sino el consumidor por seducir. Este es un fragmento del excelente libro, publicado por Arcadia, que reúne dos ensayos recientes sobre estos temas anclados en la vida urbana.

“A falta de consuelo existencial, hemos terminado conformándonos con la seguridad, o con una aparente seguridad”, afirman los directores de The Hedgehog Review en su introducción al número especial dedicado al miedo.

El terreno sobre el que suponemos que descansan nuestras perspectivas vitales es, a todas luces, poco firme; lo mismo que nuestros empleos y las empresas que los ofrecen, la relación con nuestras parejas y amigos, el prestigio de que disfrutamos en sociedad, y la autoestima y confianza en uno mismo. El progreso, antaño la manifestación más extrema de optimismo radical, promesa de felicidad eterna y universal, se ha trasladado al polo opuesto, antiutópico y fatalista, de las previsiones: hoy en día representa la amenaza de una evolución despiadada e ineludible que no augura paz y tranquilidad, sino crisis y tensiones continuas, al tiempo que no permite ni un momento de reposo; una especie de juego de las sillas en el que la más pequeña distracción comporta una derrota irreversible y la exclusión sin concesiones. En lugar de grandes esperanzas y sueños dorados, el progreso evoca muchas noches de insomnio cuajadas de pesadillas en las que uno se queda rezagado, pierde el tren o se precipita por la ventana de un vehículo mientras éste acelera la marcha.

Incapaces de frenar la velocidad de vértigo de la evolución, y aún menos de predecir y gobernar su trayectoria, fijamos nuestra atención en cosas en las que podemos influir (en las que creemos poder influir, o eso nos aseguran): tratamos de calcular y reducir las posibilidades de que nosotros, o los nuestros, seamos víctimas de alguno de los incontables e indefinidos peligros que nos reserva el mundo impenetrable y su futuro incierto. Estamos absortos intentando detectar los “siete síntomas del cáncer”, o los “cinco indicios de la depresión”, o haciendo lo imposible por conjurar el fantasma de la hipertensión y del colesterol elevado, del estrés o la obesidad. En pocas palabras, buscamos sustitutivos en los que desahogar un exceso de miedo cuyas válvulas de escape naturales han sido bloqueadas, e improvisamos tales sucedáneos tomando infinitas precauciones para evitar el humo del tabaco, el exceso de peso, los alimentos de poco valor nutritivo, las relaciones sexuales sin preservativo o la exposición al sol. Los que pueden permitírselo se acorazan contra toda suerte de peligros, visibles e invisibles, presentes o anticipados, conocidos o por conocer, imprecisos aunque ubicuos, encerrándose detrás de murallas e instalando cámaras de televisión en los accesos a sus viviendas, contratando a guardias de seguridad, circulando en vehículos blindados (como los infames todoterreno), vistiendo prendas reforzadas (como los zapatos de suela gruesa), o aprendiendo artes marciales. “Lo malo del caso”, sugiere David L. Altheide, “es que tales actividades reafirman y fomentan una impresión de caos que nuestras acciones terminan por precipitar”. Cada nueva cerradura que instalamos en la puerta principal, ante una sucesión de rumores sobre las tropelías de ciertos delincuentes de rasgos extranjeros; cada cambio en nuestra alimentación debido a las reiteradas noticias alarmantes acerca de “alimentos peligrosos”, no hace sino agudizar nuestra creencia de que el mundo es cada vez más peligroso y temible, y nos induce a adoptar más medidas defensivas; un proceso que, lamentablemente, se irá reproduciendo. Nuestros temores han terminado por perpetuarse y reafirmarse por su cuenta, y además han ido tomando impulso.

La inseguridad y el miedo pueden producir (y producen) buenos dividendos. “Los publicistas”, argumenta Stephen Graham, “se han dedicado a explotar el temor generalizado a las catástrofes terroristas con el fin de aumentar las ventas, de lo más rentables, de vehículos todoterreno”. Esos monstruos que consumen ríos de gasolina, llamados eufemísticamente “utilitarios deportivos”, y que en los Estados Unidos ya constituyen un 45% de las ventas de automóviles, se están incorporando a la vida urbana de cada día en calidad de “cápsulas defensivas”. El todoterreno representa, “al igual que los barrios cercados por los que suele circular, la seguridad e inmunidad ante los riesgos y los imprevistos de salir a la calle que prometen los anuncios (…). Podría decirse que esos vehículos mitigan el miedo que sienten las clases medias urbanas a moverse –o a quedarse atrapados en el tráfico– de su propia ciudad”.

Lo mismo que el dinero contante y sonante listo para cualquier inversión, el capital del miedo puede emplearse en el negocio que sea, tanto comercial como político. Y, ciertamente, se emplea. La seguridad personal se ha convertido en un atractivo muy importante, tal vez el más importante, que se ofrece al comprador en toda clase de estrategias de mercado. El orden público, reducido a cada vez más a una simple promesa de seguridad personal, se ha convertido en un atractivo muy importante, tal vez el más importante, que se ofrece al votante en programas políticos y campañas electorales. El mostrar con todo lujo de detalles las amenazas a la seguridad personal se ha convertido en un recurso muy importante, tal vez el más importante, en la guerra que libran los medios de comunicación para aumentar el índice de espectadores (fomentando todavía más el éxito de la utilización comercial y a la vez política del capital del miedo). Como afirma Ray Surette, el mundo, tal y como aparece en televisión, se parece a un rebaño de “ciudadanos borregos” protegidos de los “delincuentes lobos” por “policías perros pastores”.

Todo ello no puede sino afectar, o más bien revolucionar, las circunstancias de la vida urbana, la interpretación que hacemos de ésta y las esperanzas y temores que solemos asociar con el ambiente de las ciudades. Y cuando hablamos de las circunstancias de la vida urbana, nos referimos de hecho a las circunstancias de la humanidad. Según las previsiones actuales, dentro de dos décadas, aproximadamente dos de cada tres personas vivirán en ciudades, y nombres que no se oyen casi nunca, como Chungking, Shenyan, Pune, Ahmadabad, Surat o Yangon, serán sinónimos de cinco millones de seres humanos hacinados en una conurbación; al igual que otros nombres, como Kinshasa, Abidjan o Belo Horizonte, que actualmente se asocian más a vacaciones exóticas que a la primera línea de las batallas contemporáneas por la conquista de la modernización. Las ciudades recién llegadas a la primera división de las aglomeraciones urbanas, casi todas ellas en quiebra parcial o completa, tendrán al menos que intentar “resolver en 20 años la clase de dificultades que Londres o Nueva York sólo consiguieron abordar a duras penas en 150”. Lo que sabemos hoy en día de las consabidas preocupaciones y miedos que acosan a las capitales más antiguas, puede verse eclipsado por las vicisitudes a que deberán enfrentarse los nuevos colosos.

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