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Cultura

12 de Abril de 2009

¿Qué hay de malo con el doble estándar?

Tal Pinto
Tal Pinto
Por

Por Tal Pinto

El término doble estándar está confinado a dos usos: el pelambre –la verdad se dice a espaldas– y el chaqueteo. La segunda no acepta objeciones, es una institución lamentable; la primera, en tanto, es más opaca, ambigua.

Ocurre que mucha gente le exige a otra gente una conducta intachable, serena, proba, perfecta. Como ese marido atrapado con una prostituta, que, horas antes, aseguraba entre sus amigos que nunca le sería infiel a su mujer. Súmense: los curas pedófilos, las farmacias, los empresarios de izquierda, el gobierno, Mauricio Israel, los taxistas, Sergio Lagos, las madres, Jorge Luis Borges y, en general, todos aquellos que mantengan dos opiniones contradictorias sobre el mismo asunto. Súmense todos quienes han medido con distinta vara los crímenes de un hermano y los crímenes de un extraño. Súmese, en suma, el mundo entero.

Lo curioso es que en Chile el alma nacional, esa cosa tan rusa, también conocida como la idiosincrasia, en parte se define, hasta con orgullo, por el doble estándar. Con igual pasión celebramos al mentiroso como lo castigamos. Es la calidad de la mentira lo que importa. Una mala es repudiable; una buena, digna del más generoso elogio. Al escritor que calumnia a otros escritores se le considera honesto, y al que calla, pusilánime. La sinceridad siempre es descortés e injuriante, nunca tranquila y reflexiva. Ser justo es ser cruel, y ser auténtico es ser directo.

Puesto así, ¿qué hay de malo o antinatural con el doble estándar? Quien exige una severa autenticidad, expresada por el infantiloide deseo de ser el mismo siempre, cuando apenas uno sabe quién es, en todas partes y en todo momento, es magníficamente aburrido. La impostación es un pasatiempo extraordinario. Conocer a alguien, una mujer, e inventarse otra vida. Subirse a un taxi y mentir sobre el equipo de fútbol por el que se hincha. Viajar en la piel de otro, con calma y sin perder de vista que no es más que una comedia elaborada para que el tiempo pase de otra manera.

Bertrand Russell fue un genio de la conversación. Pensaba que aunque estuviera de acuerdo con su interlocutor, lo rebatiría: conversar es la meta. La verdad es cosa de tontos, la trama vital de la tribu auténtica. Ahí está Eduardo Molina, “El chico”, quien se pasó toda la vida relatando a sus amigos hazañas lo suficientemente salpicadas de hechos reales como para parecer verosímiles. En otras ocasiones sencillamente fabricó anécdotas como haber conocido de primera mano a las personas en las que se basó Proust para escribir “En busca del tiempo perdido”. No era nada de tonto El Chico; mintió con placer y con elegancia, con desdén a la vida que suelen los demás llamar la real.

El doble estándar es nefasto cuando el que juzga lo hace por interés. Es la típica conducta del chupamedias y del trepador. Stendhal supo plasmar perfectamente a ese bribón en “Rojo y negro”, donde Julien Sorel escala, traiciona, y cambia de opinión constantemente, a beneficio propio. Tampoco hay que olvidar que Sancho escudó al Quijote por una ínsula prometida, y que Barry Lyndon mató a sangre fría.

Un país de auténticos es un lugar tedioso y, posiblemente, totalitario. Quien antepone siempre a los demás por sobre los suyos es un mal amigo y un mal amante y le teme, por sobre cualquier cosa, a su vida privada. Los reyes indiscutidos de la moralina, que en público peroran lo que en privado añoran.

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