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9 de Agosto de 2009

Torta de balazos, delación y sangre

Por

ENEMIGOS PÚBLICOS
Director: Michael Mann
EE.UU, 2009

POR RENÉ NARANJO S.

En pleno 1933, Capone ha caído dos años antes, la Gran Depresión azota a los Estados Unidos y John Dillinger (Johnny Depp) es, con 30 años recién cumplidos, el asaltante de bancos más reconocido del momento, al punto de alcanzar una estatura similar a la de una estrella de cine. Es en este contexto, muy preciso y delimitado, que abarca un período de no más de 12 meses, que el director Michael Mann sitúa su nueva película, “Enemigos públicos”, una obra contundente, de evidentes resonancias contemporáneas, que se constituye como uno de los grandes estrenos de 2009.

Desde el inicio, cuando narra de manera solemne el ingreso de Dillinger a la prisión y su pronta fuga, el pulso artístico de Mann aparece claramente distinguible. Es una auténtica obertura (el filme posee un indudable aliento operático) que pone en filigrana uno de los conceptos esenciales de la película: la vida es una prisión y el paso de Dillinger por ella es un apresurado e inquieto camino a la muerte como única liberación posible. En su veloz paso por este mundo, Dillinger asalta un banco tras otro y logra conseguir en total unos 300 mil dólares, que era una cantidad enorme para la época. Sin embargo, sus fechorías tienen también un importante eco político, que el filme subraya de modo magnífico. Porque para lograr su captura, el gobierno refuerza el poder de un hombre llamado Edgar J. Hoover al mando de un incipiente FBI. Con ello abre la puerta a una policía más moderna y más brutal, más científica y más ambigua en sus procedimientos, que no vacila en recurrir a crueles métodos para conseguir sus fines.
Así, “Enemigos públicos” propone una lucha de personajes que defienden y violan la ley respectivamente, pero que se diferencian poco y nada, al punto de ser virtualmente intercambiables. Esta idea siempre ha rondado a Michael Mann, desde la admirable “Cazador de hombres” (1987) a las energéticas “Fuego contra fuego” (1995) y “Colateral” (2004). Esta vez, no obstante, le saca el máximo partido, y la película alcanza sugerentes lecturas sobre la relación entre seguridad policial, manejo mediático y poder, en especial a partir del adusto personaje del oficial Melvin Purvis que interpreta Christian Bale. Frente a él, Johnny Depp compone en forma notable un Dillinger veladamente existencialista, un antihéroe que la crítica norteamericana no entendió bien ya que no le debe nada a la tradición gansteril ni al James Cagney de “The Roaring Twenties” (1939) y sí mucho a los atormentados marginales de “Gun crazy” (1957) y “Sin aliento” (1960).
Ciertamente, tal amplificación social y emocional de la historia de un bandido no puede lograrse sin una puesta en escena impecable y una realización creativa y potente. Michael Mann elige con pinzas cada locación (el campo florido, el gran hall de edificio público) para intensificar su relato, se entrega a la música de Elliot Goldenthal para dar cuenta de la impresionante “repatriación” de Dillinger a su odiada Indiana natal, y junto al consagrado fotógrafo Dante Spinotti trabaja una cámara muy móvil, más propia de noticiero o documental, para dar vida a cada plano de la película y someter a sus personajes a un juego constante de luz, sombra y constantes grises, en sintonía con el trasfondo de la narración.
Como corolario de este filme formidable, llega el gran paralelo entre la vida de Dillinger y el cine, entre el ser humano y su imaginario proyectado en la pantalla, entre el mito y su fantasma. Es la guinda que hace explotar las lecturas de esta torta, sazonada de balazos, delación y sangre, prueba indesmentible de que Michael Mann es ya uno de los auténticos autores del cine del tercer milenio y que su búsqueda, alguna vez tentada por lo estetizante, ha encontrado una madurez tan original como apasionante.

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