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Por Alvaro Díaz, desde Pekín
El nombre de Ciudad Prohibida, el sitio más conocido y frecuentado de Pekín, es una ironía, porque nada está más permitido que recorrerla sin sobrecogimientos. Millones de turistas lo hacen año a año, siguiendo a un guía que repite datos impresionantes con tono rutinario, más preocupado de que no se le pierdan sus borregos que de la magnífica creación humana que está encargado de presentar. Todos sacan sus cámaras digitales y apuntan hacia donde les digan. Disparan y siguen caminando. Se bajaron de un bus que los dejó en la puerta grande y los espera en la puerta chica, tras un jardín que en su momento debe haber servido para que el emperador meditara en calma sus decisiones y que hoy de atestado produce claustrofobia.
El turismo es un monstruo enemigo del descubrimiento y la curiosidad. Con su presencia todo pierde valor. Es la real banalización del mundo, la simplificación que despoja de sentido y luces aquello que fue extraordinario.
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