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Mundo

14 de Abril de 2010

¿Puede la opinión pública derrocar a un líder religioso?

Pepe Lempira
Pepe Lempira
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POR PEPE LEMPIRA • Ilustración: AJAB
• Benedicto, puesto en el trance de elegir, muchas veces prefirió cuidarle el culo a un pedófilo, antes que proteger el culo de un niño.
• Pero una abdicación en favor de un sucesor, pese a ser legalmente posible desde el punto de vista del derecho canónico… eso es otra cosa.

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Como decía Lagos para darse ínfulas; excúseme, permítame una reflexión… Imagine a cualquier presidente o primer ministro de un país formalmente democrático. Y luego suponga al personaje pasando por una crisis política. Y que esta crisis sea al menos de un cuarto de la gravedad de la que afecta actualmente al papa Benedicto XVI, nacido con el nombre Joseph Ratzinger… Para el jefe de estado del ejemplo, seguro, significaría automáticamente buscar una dimisión lo más ventajosa y honrosa que fuera posible, en vista de las críticas circunstancias.

Aunque nunca fue así con los papas antes en el pasado, se podría suponer hoy que una autoridad de la pretendida naturaleza espiritual del pontífice católico, simplemente necesita -para seguir ejerciendo- no estar bajo la sombra de sospechas criminales fundadas. Este requisito, como hacemos notar, ya es una realidad para gran cantidad de dignatarios civiles alrededor del mundo. Por extensión, se podría pensar que debiera ser una obligación más urgente para un papa. Sobre todo si se encuentra en entredicho por el encubrimiento sistemático de uno de los crímenes más universalmente repudiados en nuestra sociedad; la pedofilia.

EL CASO: ACUSACIONES DETALLADAS Y DEFENSA AL BULTO

Ya la mayoría conoce el caso. Pero recapitulemos el trazo grueso.

La acumulación de evidencia en contra del papa es tal, que ha terminado por ser sustentada por varios de los mayores medios periodísticos de Occidente: The New York Times, The Associated Press, Der Spiegel, y muchos más, que, hasta donde se sabe, no tienen mayor nexo entre sí que su común prestigio profesional. Actas, fechas, papeles numerados, cartas de obispos, archivos, documentos oficiales firmados por el propio acusado, fallos judiciales, relatos de testigo de primera mano, recuentos de abogados y funcionarios. Todo es recogidos por estos medios, dibujando un retrato detallado del actuar del pontífice, que puede resultar predecible para cualquier escéptico de las figuras mesiánicas, pero que, por el contrario, debiera ser verdaderamente demoledor para un partidario del líder religioso, aquel cristiano que debe considerarlo un modelo espiritual y moral, precisamente para poder seguirlo.

Joseph Ratzinger, en vez de aparecer como un ejemplo, es registrado una y otra vez, ya sea como arzobispo, cardenal o papa, actuando como un dignatario sacado de El Príncipe de Maquiavelo. Un político mucho más preocupado de preservar la impunidad de su institución y de inyectar impulso a su propia carrera por el poder, que de cumplir algún deber en defensa de los más desamparados entre los seres humanos, los niños.

Benedicto, como arzobispo, ha reubicando sacerdotes pedófilos. Poniéndolos, así, de vuelta al contacto directo con los niños, y colocándolos en posición de reincidir en sus actividades abusivas, como efectivamente terminó ocurriendo.

Benedicto, como cardenal y papa, aparece preocupado de mantener en secreto las denuncias sobre abusos, alejando su conocimiento de los jueces ordinarios que debían investigarlas. Actuando de esta manera como encubridor y propiciando la impunidad, en definitiva.

En sus propias palabras, “por el bien de la Iglesia Universal” (razón de estado) prefirió no expulsar a un sacerdote ya condenado en juicio como pederasta. Y, preocupado, pide cuidados paternales para el abusador, pero no recomienda acción alguna a favor de las víctimas. En este caso, actúa acorde a la definición del mafioso, profesando lealtad incondicional a la organización y sus miembros, incluso por sobre el parecer de las leyes y la sociedad toda.

Benedicto, en resumen, puesto en el trance de elegir, muchas veces prefirió cuidarle el culo a un pedófilo, antes que proteger el culo de un niño.

Frente a estas gravísimas acusaciones, El Vaticano ha huido al esotérico campo de la teoría de la conspiración. Y espera que sus incondicionales acepten la idea de que los principales diarios, revistas y agencias del mundo actúan manipulados por una campaña concertada desde las sombras para destruir a la Iglesia. Por supuesto, el estado católico no aporta prueba alguna de la existencia de este supuesto combinado de tintes apocalípticos y demoníacos. Abundan, eso sí, los adjetivos con los que los altos cargos eclesiásticos caracterizan la campaña: “salvaje”, “radical” y “demencial”.

Un discurso en el que relumbra el mesianismo paranoide de baja estofa, como el de los líderes sectarios acorralados, al estilo de David Koresh en Waco, Texas.

Mientras, arzobispos y conferencias episcopales de medio mundo piden una “respuesta más adecuada”.

Por ahora, la principal prueba que debería aportar la jerarquía para sostener su tesis, sería una que demuestre que puede existir en alguna parte del mundo un superpoder (como el que pudiera manipular a media prensa mundial) que NO considere al Vaticano como una entidad funcional (o por último, inofensiva) a sus planes.

¿El Vaticano llama a la insurrección popular? ¿Ha paralizado el negocio de las armas? ¿Es un obstáculo serio para la guerra de Irak? ¿Para el surgimiento de China como potencia? ¿Para la creación de los bloques regionales de países? ¿Para instaurar uniones aduaneras? ¿Para el salvataje financiero de Wall Street? ¿Para los lineamientos del Foro Económico Mundial? ¿Para Cuba? ¿Para los intereses de los grandes laboratorios? ¿Para la agenda verde? ¿Para los negocios petroleros? ¿Para la industria del entretenimiento? ¿Para el enriquecimiento de los grandes grupos económicos? ¿Para la acumulación y la codicia? ¿Para el hedonismo? ¿Para el lujo? ¿Para el autoritarismo?

Porque muchas de esas cosas pueden darse ya en el mismo Vaticano. Y fuera de él, en ocasiones, suceden con la anuencia y la facilitación del papado. O igualmente ocurren a diario, a pesar de sus rutinarias palabras de buena voluntad irradiadas desde San Pedro.

Lo que resta, es lo que creo entender que la santa sede está tratando de implicar con su defensa: la existencia de una red mundial de fanáticos que, al mando de la prensa mundial, quieren acabar con el catolicismo por motivos estrictamente ideológicos.

Esta alternativa es, por parte de El Vaticano, atribuirse una importancia que no se tiene. Pues, en el confuso panorama de nuestros días, el mundo no-católico existe y prospera sin ninguna necesidad de doblegar o dar una estocada final a la iglesia de Roma. Y esto es válido sobre todo dónde se publican las principales denuncias: Europa y Estados Unidos.

RESPONSABILIDAD POLÍTICA

Es posible que los tribunales normales terminen por desoír y desechar cualquier acción contra Ratzinger, en virtud de su inmunidad de jefe de estado en ejercicio. Pero también resulta que el papa falla en la misma calidad de jefe de estado que le salva el pellejo. Pues, como tal, faltó a la buena fe en sus relaciones bilaterales con terceros países. No aceptó la jurisdicción ajena sobre su hueste transnacional de servidores, reservando a una oficina vaticana, heredera de la Inquisición, cualquier conocimiento sobre acciones criminales realizadas fuera del territorio pontificio que le otorgara Mussolini.

Y no sólo se interpuso a la acción de los jueces en sus propios territorios jurisdiccionales, dando instrucciones a posibles inculpados y testigos para no declarar. Sino que amenazó con la excomunión a cualquiera que rompiera con esta omertá romana.

Al practicar el encubrimiento a escala internacional, Ratzinger, tiendo a pensar, ha dañado las relaciones internacionales de su país con el resto del mundo, mancillando el principio de no intervención en asuntos ajenos, que únicamente conoce de excepciones y extraterritorialidad en casos como la piratería y la persecución de los crímenes de lesa humanidad.

Ha desautorizado y boicoteado, desde la sombra, el actuar de cientos de organismos y códigos penales, sancionados por los legisladores de decenas de países –representantes electos de la soberanía popular de sus respectivos pueblos. Todo esto, aparentemente inspirado en el viejo concepto de que la Iglesia y sus miembros se encuentran fuera de la jurisdicción del poder civil. Idea que, hasta en un país conservador y católico como Chile, se encuentra superada desde tiempos de la “cuestión del sacristán”, allá por el siglo XIX, para terminar por ser enterrada definitivamente con la Constitución de 1925.

En resumen, Ratzinger ha puesto al Vaticano en el pasillo de espera de los estados parias.

¿DIMISIÓN?

Empezábamos este texto suponiendo qué sucedería a un jefe de estado laico y democrático en caso de enfrentar acusaciones similares a las que complican a ahora al papa. Pero, se me hará notar tarde o temprano, la Iglesia Católica no es una democracia, sino una secta religiosa con tintes de monarquía absoluta, de la que basta simplemente con desvincularse, en caso de desacuerdo.

Es cierto que en el derecho canónico no existe inconveniente alguno para que el papa presente su renuncia. De hecho, me informan desde la sala de teletipos, ya en 1294 el papa Celestino V promulgó un decreto solemne que establece que está permitido a un papa dimitir. Y acto seguido él mismo lo hizo, para convertirse en ermitaño y, después de su muerte, terminar siendo canonizado por semejante desprendimiento.


Calisto V, a la izquierda, el papa que dimitió para vivir como un ermitaño. A la derecha; Alejandro VI, el papa Borgia, famoso por sus orgias y sus instintos sanguinarios.

Todo queda pues entregado a la voluntad del líder. No existe fórmula conocida de fiscalización o auditoría vaticana que pueda vigilar el actuar del pontífice. Es más, la crítica y la disensión con el líder, en caso de ser profunda, termina precisamente con la sanción que no tuvieron los pedófilos de los casos revelados por la prensa: la expulsión, la excomunión y el ostracismo.

El papa se encuentra cazado, en esta ocasión, en la trampa de su infalibilidad. A este atributo ha asociado a su propio magisterio, pese a una historia tachonada de nombres como el del lascivo y sanguinario Alejandro VI Borgia, o Inocencio IV, quien autorizó a los monjes dominicos torturar. Para Ratzinger, actuar como debiera hacerlo cualquier otro dignatario del planeta, sería romper la ilusión de su único acto de magia, el de ser el infalible médium oficial y autorizado, con comunicación garantizada con el plano ultraterreno, para 1.166 millones de personas que comparten su fe.

Ratzinger, como no ha de renunciar, condena a su propia religión a cargar con el peso de su líder hasta el día de su muerte… En este caso, la opinión pública no puede derrocar al líder religioso. Pero el líder si puede hundir a su propia religión.

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