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Opinión

7 de Junio de 2010

Después del carnaval

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

POR RAFAEL GUMUCIO.
No puedo evitar alegrarme cuando santones como Karadima, Maciel o Hugo Montes tienen que responder a preguntas incómodas. Siento, como creo que le pasa al 99 por ciento de la población, que la iglesia católica se merece el pantano en que se hunde porque fue ella la que de manera obsesiva centró su mensaje en la cama de los feligreses, en sus abortos, sus divorcios y sus orgasmos. Como en el carnaval, a la hora de las denuncias y los testimonios reveladores, cabalgamos sobre la espalda del obispo, azotamos a los senadores, desnudamos a los expertos, nos meamos sobre todos sus secretos, nos emborrachamos con sus confesiones. Despertamos mareados al otro día con otros jefes y otros dueños que reproducen casi todos los pecados de los anteriores, menos los del sexo.

Con todo lo sano y esencial que son estas denuncias, no pueden evitar dejarme alguna preguntas en el paladar: ¿No caemos de alguna forma en la misma trampa que Juan Pablo II y sus secuaces, la de reducir todo dilema ético, toda duda, todo debate, a lo sexual? Destruir a nuestros enemigos, los poderosos, los presuntuosos, los mentirosos, los luminosos también, desde lo que esconden y no lo que muestran, de lo que los hace monstruos pero también humanos, calientes, manipuladores, mentirosos pero también vivos y canallas como somos casi todos, como a muchos inconfesablemente les gustaría ser.

Maciel y Karadima eran, desde el punto vista de los evangelios, malos curas mucho antes que se descubriera que usaban su sotana para abusar de niños y jóvenes. Antes, mucho antes que el escándalo llegara al río, habían ambos deformado el mensaje de Cristo hasta convertirlo en una especie de adorno frívolo para los ricos. Legitimaron dictaduras que torturaban, justificaron asesinatos, condenaron al infierno a los que no pensaban como ellos, consagraron de no sé qué velo místico la injusticia, la social y la otra. Para ellos, como para nosotros, no había mayor pecado que los del sexo. El pecado de estos curas y diáconos lascivos no era quizás violar los cuerpos de sus víctimas sino antes sus mentes, reducidas a una visión del mundo estrecha y falsa donde todo el poder estaba en las manos de sus amos. El sexo fue sólo el remate de ese trabajo de joyería que otros ejercen (pienso en el Opus, por ejemplo) y seguirán ejerciendo impunemente mientras no atraigan la mirada de la prensa, interesada tanto en salvar a las víctimas como proveernos sexo gratis, hacernos parte de la orgía, dejándonos sin embargo horrorizarnos lo suficiente para que no nos sintamos su cómplice.

Así Polanski espera en Suiza un juicio por un crimen que la víctima ya perdonó (y amortizó financieramente), así en Barcelona, en Santiago o en Bruselas la prensa denuncia redes de pederastia de alto nivel que nunca existieron. Así la carpeta con fotos comprometedoras se transforma en el único argumento irrefutable. Así, cualquier intento de racionalizar el tema o de ponerlo en perspectiva (decir que 15 años no es lo mismo que 6, que un beso no es lo mismo que una violación anal, que una sola violación no es lo mismo que cien mil) choca con el horror de los padres, con el terror de los hijos, con la sensación de que somos todos a diario violados por el poder, abusados en nuestra inocencia tan falsa y precaria como la de los niños.

En un mundo que ha eliminado del debate cualquier problema de clase, cualquier escrúpulo financiero, sólo el sexo tiene derecho a indignarnos todavía. Así, el sexo se ha convertido en la única bandera de reivindicación social atractiva. Homosexuales, lesbianas, transexuales, todos luchando por su derecho a ser, derechos que sólo pueden ejercer si de alguna forma abandonan el sexo mismo, es decir la promiscuidad, la inestabilidad, la ambigüedad. El buen gay que se casa y adopta niños versus el malo que se contamina de sida bajo los puentes. El comportamiento sexual que se convierte así en el principal y único parámetro para juzgar una persona. Juez tuerto que puede llegar el día de mañana a la conclusión que Manuel Contreras, Hitler y Robespierre eran grandes personas y que Leonardo, Miguel Ángel, Sócrates, Tiger Woods y Erasmo de Rotterdam eran unos monstruos.

Inalcanzables los héroes y los bandidos que nos gobiernan, usamos el sexo para igualarlos a nosotros, para reconocerlos como parte de nuestra tribu. Presidentes, vicarios, cineastas que entran en nuestra casa sin permiso. Sociedades de niños que eligen casas, colegios y aspirinas por sus colores. ¿No se siente violado el que de un día para otro perdió la casa que tenía, la vida en la que entró a través del olfato y el gusto, el tocar, el sentir, el querer penetrar y ser penetrado por sensaciones y seguridades que no existen? Hacemos justicia cuando el sexo esconde la tortura, pero no retrocedemos con el mismo espanto cuando convertimos el sexo de los otros -los famosos que tienen demasiadas amantes, los políticos a los que le preguntamos por su vida privada, los raro que no pertenecen a ninguna de nuestras categorías estables- en una tortura. Consumidores defraudados todos antes el sexo, sentimos que hay siempre una injusticia que reparar. Desde la cárcel Zakarach, que necesita también convencerse a sí mismo que es una víctima, pide la castración. Es quizás lo que pide toda nuestra sociedad aplastada por la omnipresencia del deseo, por su todopoderoso reino sin límite. Monstruos o calentones, explotadores o simples donjuanes, nuestra obsesión por el sexo esconde tan mal nuestro horror ante él.

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