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Opinión

26 de Junio de 2010

Reparto de culpas y catástrofe: Educación chilena, entre Zafrada y Cisarro

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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POR MARCELO MELLADO

No se puede vivir sin matar, bien lo saben las grandes instituciones occidentales (iglesia, ejército y las cofradías perversas que promovieron los giros epistémicos de la historia). Bien lo sabe un estudiante adolescente que, frente a la imposibilidad de contar con todos los consumos inicuos de forma inmediata, sólo desea aniquilar al responsable de la no consumación de su demanda, y en una noche de carrete sabatino comete el delito respectivo. Padecer la sociedad de los puros derechos constituye un crimen que se comete a diario. La sociedad de los no deberes es la que manda y destruye; ahora que soy profesor y abuelo puedo decir eso con toda certeza.

Cuando se escucha el alarde catastrofista que produce la prueba Simce o el resultado de la encuesta Inicia, sólo podemos decir que el fracaso es de todos o democráticamente repartido, igual que el odio y el desprecio, su pariente más próximo. Toda la población bajo cobertura educacional se convierte en clientela o en dispositivos de consumo. Tal vez eso que llaman jóvenes o adolescentes no necesitan ser educados, porque ya lo tendrían todo o al menos tienen tal claridad sobre lo que quieren que no necesitan orientación vocacional (y lo que quieren es nada menos que todo lo que necesitan). Y los mensajes desde las instituciones son para producir “esquizofrénicos”, por un lado hay que estudiar (o hacer la pará) por ese asunto de la movilidad social y, por otro, el mensaje hedonista a concho en donde el trabajo que implica estudiar no cabe o no corre, y la alternativa es la astucia perversa (la estafa investigativa que imprime directamente de internet y que optó soberbiamente por la no lectura).

Dada la situación, lo que sí imparte (enseña) nuestro orden social, orgullosamente injusto, es que hay que saber morir para una sobrevivencia eficaz, y en eso hemos mejorado, porque los niveles de violencia criminal van en aumento y benefician, transversalmente, a toda la población de este magullado país. Está más que claro que la educación no la imparten los profesores (no lo digo sólo por sacarme los pillos, sino por un tema sistémico metodológico); se trataría de todo un proyecto de sociedad, que también suelen llamarlo “proyecto país”. El problema es que la educación no puede ser una, debe ser plural atendiendo a la diversidad que somos (y esto lo digo casi en serio). Los saberes son otros; lo que queremos enseñar es otra cosa; los que somos de otra parte o somos de otra manera o modo, queremos otros colegios, otros diseños o una real apertura de ofertas de la diferencia escolar. Todos los colegios no pueden enseñar lo mismo. Cuando el ministro del ramo (o la familia Matte) habla del tema, no habla lo mismo que yo u otros, son temas total y absolutamente distintos. El supuesto fracaso es de ellos, nosotros fracasamos antes y ya lo incorporamos como capital. Es tan simple como decir “no apliquen el modelo cuico al rotaje”, porque lo único que realmente produce la tan ansiada movilidad social es el narco o el fútbol, aunque la cosa suele ser un poquito más compleja. Al sentido común educacional le falta reparar en lo obvio, en educar para la muerte, por ejemplo; no podemos tener una escuela costera que funcione como si el mar no estuviera ahí, no podemos hacer educación rural sin el campo que hay alrededor. Más aún, yo hago clases sobre un asentamiento indígena y donde estuvo emplazado un campo de concentración, y eso no tiene ninguna importancia educativa. Y yo soy profesor, y odio serlo, en este contexto, y soy culpable, por lo tanto opto por la mediocridad hasta nuevo aviso.

Educar Cisarros o Zafradas -dos versiones de un margen disléxico simbólico, porque ambos apodos surgen de palabras “mal” elocutadas- puede ser un acto heroico o acto de complicidad perversa; muchas veces los profesores son verdaderos gendarmes con algo de formación sicopedagógica, lo que optimiza el encierro penitenciario de nuestras escuelas (citando libremente al maestro Foulcault). Yo fui/soy disléxico, igual que ellos, y tuve/tengo problemas de aprendizaje y quise ser profesor para vengarme de la educación que recibí, tanto del colegio como de la universidad. Esto último me lo dijo analíticamente un alumno y decidí creerle. Ahora sólo quiero huir y necesito que me tiren un salvavidas urgente: no doy más. Me despierto todos los días con ganas de matar, tuve que separarme por si acaso, y ahora estoy dispuesto a vender productos Avon.

Lo que la educación chilena está entrando a padecer en este instante preciso es la facistización profunda de la sociedad chilena, el imperio del deseo adolescente como sistema criminal y una mafia política que lo administra. Quiero terminar citando el título de un libro de Jacques Rancière, “El maestro ignorante”, que postula una teoría paradojal consistente en la posibilidad de enseñar lo que no se sabe. Adhiero a esa utopía de la que yo mismo fui protagonista cuando alguna vez en el sur de Chile enseñé agricultura sin ser agricultor. Tal vez la única vez que fui profesor de verdad.

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