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Opinión

23 de Julio de 2010

Editorial: Fríos, fríos, como el agua del río

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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POR PATRICIO FERNÁNDEZ
Están habiendo unos fríos que pelan. El día martes, los matutinos informaron que entre Bolivia, Uruguay, Paraguay, Argentina y Chile, los muertos por la ola polar de la última semana sumaban 80. Durante la tarde, la cifra fue aumentando. Sólo en Cochabamba fueron hallados los cadáveres de otro par de indigentes en la calle. Es de suponer que, salvo que la cifra involucre expediciones irresponsables como la de los reclutas de Antuco o accidentes cordilleranos, la mayoría de ellos haya muerto en el sitio en que habitaba. No tengo los datos, pero seguramente un buen porcentaje eran niños o ancianos. Las guaguas pierden el calor más rápido que los adultos y los viejos dejan de sentir los cambios bruscos de temperatura. El resto tienen que haber sido tipos muy solos. Cuesta imaginarse a alguien muriendo de frío en la ciudad, y no obstante, mueren. Uno se pregunta cómo no van a encontrar un refugio en medio de tanta casa, departamento y gente. Cómo pueden llegar a fenecer habiendo otros que apenas abriéndoles la puerta lo evitarían. Pero sucede, en Chile no tanto como en otras partes de América Latina –van dos en total-, pero sucede, y el proceso es aproximadamente así: Las partes del organismo más afectadas por el frío son las que se encuentran alejadas del tronco: la nariz, las orejas, los dedos de las manos y los pies. Durante la primera fase de la hipotermia asoman escalofríos de creciente intensidad y se va volviendo cada vez más difícil ejecutar cualquier actividad con las manos. Se pone la piel de gallina. Como en el caso de los animales, el cuerpo busca protegerse activando un escudo de pelos, pero el homo sapiens apenas los tiene, y la defensa sucumbe rápido. Entonces deviene una sensación de calidez, y el hombre o mujer que hasta hace poco temblaba, imagina que se está recuperando. Los expertos aseguran, sin embargo, que en ese momento ya ni siquiera es capaz de juntar el pulgar con el meñique. A continuación pueden estallar tiritones violentos. Cuesta activar las articulaciones. Si el cuerpo continúa bajando de temperatura, los temblores desaparecen para siempre. La mente sufre fatiga, no salen las palabras y llega la amnesia. ¿Dónde quedará el individuo cuándo los recuerdos se marchan? El abandonado se abandona, y habría que concluir que a partir de ese instante, el tipo escondido debajo de unos diarios, es absolutamente nadie. Lo que resta es una vida sin dueño. Pensamientos desconectados por completo de la realidad, adentro de un cuerpo incapaz de moverse. Alucinaciones que, vaya uno a saber, quizás tengan algo de la felicidad que buscan los monjes cuando se retiran a orar en una caverna, o los drogadictos hartos de realidad. Acto seguido, la noche oscura. Todo esto mientras los escolares toman sus vacaciones de invierno y sus familias, dependiendo del nivel de ingreso, los llevan al cine o a Fantasilandia, o a la casa en la playa o la nieve, donde los vientos congelados son parte del paisaje. Las cifras también lo son, como la encuesta Casen o el número de mediaguas construídas tras el terremoto. A propósito, ¿habrá prendido Hinspeter la calefacción?

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