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Cultura

10 de Agosto de 2010

Sí o sí

Diamela Eltit
Diamela Eltit
Por

De la misma manera que el divorcio recorrió de forma ultra polémica los imaginarios en torno a la familia hasta la primera mitad del siglo XX, hoy el matrimonio homosexual genera las más escandalizadas resistencias por parte de sectores puritanos o filiados al pensamiento derechista.

Sin embargo, habría que pensar que este exacto matrimonio (más allá de cualquier resistencia) ya está instalado en las superficies sociales de un número significativo y creciente de naciones y va a proliferar de la misma manera que lo hizo el divorcio. El matrimonio homosexual ya llegó para quedarse como un derecho, como una forma y como un deber. Y este Chile extremadamente abierto a los negocios del mundo y a las acumulaciones desenfrenadas de dinero, sin lugar a dudas retardará hasta la caricatura (como lo hizo con el divorcio) la puesta en marcha de estas uniones y liderará, a nivel mundial, la intolerancia y el kitsch que caracteriza a parte importante de nuestras elites.

Pero este nuevo vínculo estatal abre una serie de preguntas que, desde luego, no pueden ser resueltas de manera definitiva. Más bien invita a establecer un ejercicio cultural en torno a cómo se representan a sí mismas las nuevas subjetividades familiares en el marco del neoliberalismo y de la globalización capitalista.

Los jóvenes no votan en Chile, y estos mismos jóvenes son los que no se casan con el ímpetu que desearían los poderes que controlan los discursos públicos. La ruptura entre esos discursos públicos y la realidad de las prácticas de vida es impactante. Los jóvenes no se casan y no tienen los hijos que la demografía les pide. Y entre las parejas casadas, el número de divorcios es notorio, cuando no notable.

La derecha, que en materias familiares y sexuales es siempre abismalmente voluntarista, entiende que su modelo (ideal) de familia (legalizada por el Estado) está en franco peligro, pero responde con bonos a las parejas de escasos recursos que cumplan 50 años de matrimonio en circunstancias que la dimensión de la crisis ya amerita bonos y premios a personas que duren casadas, al menos, cinco años.

Las respuestas en torno a por qué no se casan las nuevas parejas han sido pensadas en relación a un “empoderamiento” de la mujer moderna que le permitiría prescindir de un matrimonio que, en último término, la perjudica como sujeto independiente. Pero también habría que agregar que el matrimonio civil ofrecía en el pasado numerosos beneficios materiales a los contrayentes pertenecientes a las clases medias (hay que recordar que los vínculos legales no han sido especialmente frecuentados en los sectores populares), beneficios que abarcaban salud, vivienda, educación, pensiones para los hijos y otros. Ese Estado (benefactor) fue severamente dañado por el neoliberalismo y actualmente tiene poco que ofrecer y, en ese sentido, habría que considerar que los actuales ciudadanos de las capas medias están librados a sus propias estrategias de sobrevivencia familiares.

Seguramente esta caída del matrimonio como institución (fundamental) para garantizar la legalidad de la familia recorre todo el mundo occidental, y es posible que el debilitamiento del llamado “Estado de Bienestar” haga de ese Estado un signo tan inoperante que ya no convoque ni amedrente.
Y no deja de ser interesante observar que ese mismo Estado que ha perdido su hegemonía para “producir” familia, ahora se disponga a legalizar bajo su contrato matrimonial a aquellos ciudadanos históricamente no sólo discriminados, sino también rechazados.

Justamente cuando el Estado pierde progresivamente su poder vinculante, se abre al matrimonio homosexual en lo que podría ser entendido como una compensación a sí mismo y, de paso, una restitución al mercado que encuentra nuevos nichos de consumidores.

Pero, desde otra perspectiva, el eje en que se organiza la totalidad de la sociedad es heterosexual. Los discursos, las estructuras simbólicas se ordenan y actúan desde el binarismo hombre-mujer, masculino-femenino. Sin embargo, la realidad cultural de los cuerpos (homosexuales, bisexuales, transexuales, entre otros) excede esa rígida nomenclatura y de paso desestabiliza las categorías asignadas. Así, las llamadas “minorías sexuales” adquieren, a través de matrimonio, un reconocimiento a sus subjetividades, pero especialmente se pone de manifiesto ante la esfera social que existen más cuerpos-géneros de los que las normas y las disciplinas sociales promueven.

Sin embargo, el matrimonio (como cada instancia social) es heterosexual, está allí para procrear no sólo hijos, sino también bienes y discursos desde la potencia del binarismo y específicamente desde la dominación masculina.

En ese sentido una pregunta crítica o teórica podría apuntar a que las minorías, apelando a sus diferencias y creatividad, deberían generar una institucionalidad otra, audaz y propositiva, y renunciar a una forma en la cual se han cursado históricamente opresiones y sanciones. Aunque, desde otra óptica, el matrimonio homosexual tensa al matrimonio heterosexual y, en cierto modo, pone en jaque sus presupuestos. O, para decirlo en los términos del teórico francés Jacques Derrida, lo deconstruye. Así, este nuevo vínculo devela el matrimonio como un contrato económico-político y relega a un segundo plano el romanticismo que ha velado su categoría jurídica.

Pero, más allá de las necesarias preguntas, hay que considerar que la ciudadanía debe poder elegir pluralmente sus destinos. Y desde la complejidad sexual que portan las distintas subjetividades las personas pueden escoger casarse o pueden elegir no casarse nunca en su vida. Qué importa. Al fin y al cabo, se trata de una decisión enteramente personal e inalienable.

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