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Cultura

18 de Septiembre de 2010

Contra los beatos y pechoños de Chile

Por

POR DOMINGO SANTA MARÍA/ Presidente de Chile entre 1881 y 1886
Como es sabido, la Iglesia Católica, o más precisamente el Papa (de corazón más cercano a la monarquía y a Europa), se resistió durante largas décadas del siglo XIX en reconocer la independencia de Chile. Una vez que se decidió a enviarnos un representante diplomático, al decir de Vicuña Mackenna, al gobierno no le quedó otra que expulsarlo en su calidad de vulgar espía de la Santa Alianza (la confabulación de los reyes absolutistas europeos).

Tras esta tirante relación histórica, hoy se celebra el habitual Tedeum en la Catedral católica de Santiago. Así que aprovechamos de publicar este extracto del texto que Domingo Santa María -predecesor de Balmaceda- escribió por encargo para un “Diccionario biográfico de Chile”. Ha sido reproducido en la “Historia de Chile” de Encina y en el “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile”, de Mario Góngora, quien califica el texto de magistral “a pesar de su laicismo vulgar”, apreciación ésta que no representa necesariamente la línea editorial de The Clinic. El título es nuestro.

Una vida como la mía, que ha tenido en la política chilena tantas vicisitudes, tantos triunfos y quebrantos, tantas glorias y amarguras, debe ser expuesta con claridad para evitar así los juicios favorables como aquellos en contrario a mi persona. Junto con Vicuña Mackenna, he sido uno de los hombres que ha levantado en Chile más admiradores incondicionales y los más fervorosos contradictores. Se me ha acusado de falta de línea, de doctrina, de versatilidad, de incoherencia en mis actos. Es cierto; he sido eso porque soy un hombre moderno y de sensibilidad, capaz de elevarme sobre las miserias del ambiente y sobreponerme a la política de círculo y de intrigas. Pero nadie ni el más enconado de mis enemigos puede acusarme con sinceridad de que no he trabajado, como el que más, por mi Chile, por elevarlo, por magnificarlo y colocarlo a la altura de gran nación que le reserva el destino y un porvenir cercano. Tampoco mis enemigos pueden decir de mí que no haya dejado ni un momento de servir, con el mismo cariño con que he trabajado por mi patria, la causa liberal hasta convertirla en una escuela de doctrina.

El haber laicizado las instituciones de mi país, algún día lo agradecerá mi patria. En esto no he procedido ni con el odio del fanático ni con el estrecho criterio de un anticlerical; he visto más alto y con mayor amplitud de miras. El grado de ilustración y de cultura a que ha llegado Chile, merecía que las conciencias de mis conciudadanos fueran libertadas de prejuicios medievales. He combatido a la iglesia, y más que a la iglesia a la secta conservadora, porque ella representa en Chile, lo mismo que el partido de los beatos y pechoños, la rémora más considerable para el progreso moral del país. Ellos tienen la riqueza, la jerarquía social y son enemigos de la cultura. La reclaman, pero la dan orientando las conciencias en el sentido de la servidumbre espiritual y de las almas. Sin escrúpulos de ninguna clase, han lanzado a la iglesia a la batalla para convertir una cuestión moral, una cuestión de orden administrativo, una cuestión de orden político, en una cuestión de orden religioso, en un combate religioso, de lesión a las creencias, de vulneración a la dignidad de la iglesia. Esto no es exacto, y los resultados están a la vista. La iglesia ha perdido feligreses, ha visto marchitarse la fe de su devotos y el que ha ganado ha sido el partido conservador al aumentar sus filas. El daño que la iglesia se ha hecho es ya irreparable, porque ha dividido la conciencia nacional y el partido conservador ha quedado manifiestamente como un grupo de hombres en los cuales falta hasta el patriotismo por obedecer a la curia romana. Estaba dispuesto a aceptar que un vil italiano, el delegado apostólico tomase la dirección de la iglesia chilena. Frailes y beatos obraron de consuno para conseguir semejante monstruosidad que yo paralicé indignado. Así es la conciencia de los conservadores. Hablan en un lenguaje sutil de patriotismo y de la conciencia, y son capaces de las mayores traiciones.

Es claro; los pecados les duran cuanto el fraile se demora en absolverlos para dejarlos otra vez en actitud de pecar, de escamotear al pobre su trabajo, de mentir con elegancia, de sobornar, etc. Se ha dicho que soy sectario y que me guía un odio ciego a la iglesia. No es cierto. Soy bastante inteligente para saber distinguir entre los ritos ridículos que la iglesia ha creado para dominar las conciencias de los hombres por esa terrible palabra llamada fe, y lo que es un pensamiento razonado y lógico de un hombre capaz de comprender que rige al mundo algo superior, y que la iglesia se embarulla para ejercer un dominio universal en nombre de Cristo, que si se levantara de su tumba los arrojaría nuevamente a azotes del templo. Éstos han hecho de la doctrina de Cristo el más grande peculado y negociado que haya visto jamás la cristiandad. Y a pesar de tener esas ideas, aunque soy librepensador en materias religiosas y de creer en un Cristo humano y piadoso, la iglesia no se ha separado del Estado, porque no he querido y he luchado por mantener la unión. Aquí he visto como estadista y no como político; he visto con la conciencia, la razón, y no con el consentimiento y el corazón. Hoy por hoy, la separación de la iglesia del Estado importaría la revolución. El país no está preparado para ellos. La separación no puede ser despojo ni una confiscación.

El problema de orden jurídico que él entraña, no lo ven ni comprenden en toda su extensión ni Augusto Orrego Luco, ni Balmaceda ni Mac-Iver y apenas si lo vislumbra Isidoro Errázuriz. Para Amunátegui es una cuestión de ley; para Barros Arana, comerse a los frailes asados en el fuego de una inquisición liberal en una parrilla. Es más hondo el asunto. Las leyes laicas dejan preparado el terreno para que algún día en conveniencia de la propia iglesia se produzca la separación por su pedido o tácita aceptación. Esto lo querrá en el tiempo el resultado de las actuales agitaciones al perder con ellas la iglesia su respetabilidad moral y cuando mire serenamente al partido conservador como su peor verdugo, porque ni siquiera es su enemigo. Hay que dejar las cosas tal como están hasta que se forme en la iglesia la conveniencia de la separación. Apurarla es un error, es un crimen político y social. Yo no quise hacer la separación y preferí detenerla y entenderme con el papa para encontrar la paz de las conciencias.

Se me ha llamado autoritario. Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos. Y eso que reconozco que en este asunto hemos avanzado más que cualquier país de América. Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante, y yo no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia.

Se me ha llamado interventor. Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela y si participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente, disciplinado, que colabore en los afanes de bien público del gobierno. Tengo experiencias y sé a dónde voy. No puedo dejar a los teorizantes deshacer lo que hicieron Portales, Bulnes, Montt y Errázuriz. No quiero ser Pinto, a quien faltó carácter para imponerse a las barbaridades de un parlamento que yo sufrí en carne propia en las dos veces que fui ministro, en los días trágicos a veces, gloriosos otros, de la guerra con el Perú y Bolivia. Esa fue una etapa de experiencia para mí en la que aprendí a mandar sin dilaciones, a ser obedecido sin réplica, a imponerme sin contradicciones y a hacer sentir la autoridad porque ella era de derecho, de ley y, por lo tanto, superior a cualquier sentimiento humano. Sí así no me hubiese sobrepuesto a Pinto durante la guerra, tenga usted por seguro que habríamos ido a la derrota.

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