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Cultura

9 de Enero de 2011

La fábrica que le hizo un maniquí a Pinochet

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En la fábrica de Maniquíes Ortega -la más antigua de Chile, lleva más de cien años en el rubro-, una decena de hombres esculpen formas de todas las partes del cuerpo: una pierna esbelta, una pechuga pronunciada o un poto de la que será una escultórica mujer. La inspiración viene del reguetón, que escuchan a todo volumen y que de vez en cuando cantan eufóricos, mirando fotos de mujeres piluchas. Con tanto poster y pechugas, el lugar es igualito a taller mecánico de Diez de Julio.

Escandalizados. Así estaban los santiaguinos de principios del siglo pasado cuando vieron que cuerpos esbeltos, sin barriga y sin pelos inoportunos en lugares claves, posaban en las vitrinas de los emporios capitalinos. Nadie miraba la ropa, los sombreros o carteras de última moda cuando los maniquíes de color café llegaron a las tiendas: la atención se centraba en estas curiosas réplicas humanas. Las mujeres santiaguinas, más bien robustas, querían parecerse a las muñecas de las vitrinas y los caballeros de cuello y corbata miraban de reojo por debajo de las faldas de las muñecas para ver si se encontraban con alguna sorpresa.

Es que los maniquíes en la capital fueron toda una revolución, a la altura de la píldora anticonceptiva en los sesenta. Por eso cuando Jacinto Roque Ortega empezó con el negocio de los maniquíes en 1907, después de haber aprendido este oficio en Europa, sus amigos lo tildaban de arriesgado y la sociedad entera podía adivinar cómo su idea, en la sociedad conservadora de Santiago, se iba a ir derecho a pique. Pero no, los antiguos palos de madera y colgadores de fierro usados en vitrinas ya no llamaban la atención de nadie, mucho menos de las mujeres de la alta sociedad que buscaban la misma experiencia que se veía con la moda en Europa.

Así, pues, las condiciones estaban dadas para la apuesta de Ortega, que puso sus primeros maniquíes en la tienda Gath & Chávez, que vendía ropa exclusiva traída de París en la esquina de Huérfanos con Estado. El revuelo no se tardó en llegar. Los vecinos lo encontraban escandaloso, sexualmente provocador y sin sentido. Pero ellos no se quedaron en el disgusto, las señoras con sombreros de flores y los hombres con pañuelos en el bolsillo de la chaqueta organizaron una protesta al frente del local donde estaban los maniquíes de don Jacinto. Metieron bulla, hicieron pancartas, hablaron fuerte con la papa en la boca y pusieron el grito en el cielo cuando vieron que, además, los maniquíes eran más lindos que ellos mismos.

Así y todo, sus primeros modelos fueron fabricados en cerolaque, una mezcla de cera, laca y ácidos que se derretía con el sol y los focos. Tenían ojos de vidrio, implantes de dientes y pelo natural. Hasta patillas. Lucían formas realistas, suaves y estilizadas, con bustos pequeños para no horrorizar a la gente, caderas estrechas y piernas y brazos firmes.

Años más tarde, cuando este oficio se había aceptado e incluso popularizado, todo el mundo quería tener su propio maniquí en casa. Una de las clientes frecuentes era Ester Rodríguez, esposa del ex Presidente Arturo Alessandri, quien mandaba a hacer réplicas de sí misma. Esa misma costumbre la imitó Pinochet, quien se encargó uno para que sus modistos le hicieran la ropa a la perfección.

Ahora último ningún presidente se ha mandado a hacer uno. “El diseñador de Cecilia Morel, Luciano Brancoli, nos dijo que encargaría un maniquí a la medida de ella para hacerle sus vestidos. Pero aún no pasa nada. ¿Y Piñera? No ha dicho que quiera alguno, pero sí es que quiere, habría que fabricarle uno especial a él, por los bracitos cortos que tiene, jajaja”, reflexiona Alfredo Ortega, uno de los tataranietos del fundador de la empresa y actual dueño.

Tan reales son sus modelos, hechos actualmente de poliéster y reforzados con fibra de vidrio, que hasta ahora hay gente que piensa que son personas de verdad. Incluso, hace unos años llegó un señor de provincia, bien huaso, recién salido del tren, pidiendo hablar con Alfredo. Se había enamorado de un maniquí que estaba en la tienda La Maravilla, una de las mejores de Linares. Pero no sólo era eso. En las noches tenía sueños cochinos en los que la maniquí salía de la vitrina para irse a acostar con él.  Y se volvió loco. “Él contaba que amanecía todo manchado ahí y como era evangélico, se sentía súper mal por eso. Así que vino donde nosotros para que no hiciéramos nunca más una maniquí como esa, porque era pecadora y lo hacía caer a él en pecado. Quería que lo exorcizáramos. Al final, le dijimos que sí, que íbamos a romper el mono y que se fuera tranquilo”, cuenta Alfredo. Pero ese tipo de anécdotas siempre ocurren. “Hay veces que dejas a los tipos solos y los pillai tocando a la monas, jaja”.

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