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Nacional

24 de Marzo de 2011

Editorial: Hamilton

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POR PATRICIO FERNÁNDEZ

Todos los últimos escándalos y delitos sexo-religiosos de los que hemos tenido noticia, han ocurrido en el peldaño más alto de la escala social. En los centros de reunión, formación y comunión del círculo conservador más poderoso de Chile.

La imagen de Marcial Maciel, el prócer fundador de los Legionarios de Cristo, estaba en las casas y oficinas de varios magnates. Le habían, seguramente, donado cantidades importantes de dinero –Maciel era un pastor de ovejas de lana fina– a este personaje de película gore, un perfecto skinhead bajo una sotana, morfinómano y abusador de menores, dedicado a predicarles la pureza, la corrección, el pundonor y el derecho a condenar.

¡Qué ganas de que hubiera escrito un diario! Sade, Céline, qué malditos ni qué nada: lo suyo hubiera sido un vívido tratado sobre la perversión. Y algunos querían beatificarlo. A Karadima, según contó James Hamilton la noche del domingo, también lo juraban santo. Eliodoro Matte, filtran sus cercanos, le llamaba “el santito” en la intimidad del hogar. Había quienes grababan sus prédicas. Ante cuatro panelistas atónitos –especialmente Eicholz, que no hizo más que representar espontáneamente en el estudio la posición de los traumados– sacó afuera su verdad.

No se le veía rabioso ni acalorado. Quien ahí estaba era un interlocutor válido para el resto de los contertulios, no una víctima con pelos de clavo balbuceando un ruego de justicia, sino un tipo con estudios, solvencia profesional, lenguaje hilado. Tenía, eso sí, por sobre todo, una cualidad que hace tiempo no aparecía en la televisión: naturalidad, transparencia, o como quiera llamársele. Sus palabras y gestos denotaban la ausencia total de un plan.

Con esa templanza que sólo posee a cabalidad quien no pretende engañar, dio nombres, describió situaciones, se recriminó a sí mismo y manifestó comprensión por aquellos que habiéndole hecho daño con su actitud, en el fondo no eran sino réplicas de lo que él mismo habría podido ser si no hubiera abierto los ojos. Y convengamos que se demoró. Para algunos no es fácil despertar; existe un sueño cándido que, por terror a la naturaleza humana, es capaz de sobrevivir incluso a las evidencias con tal de no experimentar la desazón que la realidad conlleva.

El padre Karadima, dijo Hamilton, “estaba todo el día preocupado de sus uñas”, y de controlar hasta los mínimos detalles. Yo creo que nadie dejó de estremecerse cuando, frente a las cámaras, el entrevistado trató al cardenal Errázuriz de criminal. No faltaron los que compararon la escena con el famoso dedo de Lagos. “Hay una gran cantidad de obispos y sacerdotes homosexuales, hipócritas y abusadores en la Iglesia”, declaró. Nada nuevo, sólo que aquí fue dicho distinto, con la autoridad de la víctima a quien el nuevo arzobispo de Santiago le acaba de pedir perdón, a cara descubierta, y cuando esa cara le resulta familiar al mismísimo clan que ha preferido mantener el secreto.

Es innecesario aclarar que no se trata de la Iglesia entera. Yo conocí personalmente la de los curas poblacionales, la de la opción preferencial por los pobres, la enemiga acérrima de los abusos de poder, curas para quienes la moral no era un asunto pélvico, sino más bien referido al respeto de los unos por los otros, “como corresponde a hermanos hijos de un mismo Dios”, decían. Según ellos, ningún hombre merecía más devoción que su vecino. A esos sacerdotes, ya entonces les cargaba Karadima. Lo hallaban un facho de mierda, aunque generalmente lo dijeran de otro modo.

No es difícil imaginar que la Iglesia, en este largo período de hermetismo interno que parece venir desde la Contrarreforma (o por ahí), le haya servido de refugio a quienes se sentían perseguidos por una culpa proveniente del mismo sitio en que buscaron asilo. Hasta hace poco, era insoportable ser homosexual en una familia católica de clase alta. No pocas “vocaciones” deben haber nacido de esa huída, ni pocas complicidades las originadas en la Iglesia en torno a esta “flaqueza”. Habría que ser muy ingenuo para descartarlo.El cardenal Errázuriz, para no seguir con las sospechas, deberá explicar por qué calló.

Sólo una cosa más, y de otro orden. Hamilton habló de un modo que hace tiempo los políticos olvidaron: sin cálculo. Lo hizo –especulo– con la frescura y libertad de los que no acomodan los naipes en el juego antes de una partida, porque participan para divertirse (por seria que sea la competencia), probar suerte o entregarse al devenir. Como alguien que juega limpio, sin la obnubilación del premio. James Hamilton contó su caso, pero también puso en escena la voz de generaciones poco escuchadas, acostumbradas a decir lo que piensan en lugar de lo que deben pensar, sin posiciones que defender ni cargos que recuperar. Habló como si viviéramos en un país enteramente democrático, donde llamar a las cosas por su nombre no da miedo, ni existen mentiras más respetables que una verdad.

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