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Opinión

15 de Junio de 2011

El placer de la política

Pablo Longueira es de los pocos políticos de la ya vieja guardia que no parece haber perdido el nervio, la tensión. No es que necesariamente entienda en profundidad los cambios que se están produciendo, pero mantiene vivo como pocos de la Transición el entusiasmo por la política. Y, aunque algunos no puedan verlo, es justamente […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Pablo Longueira es de los pocos políticos de la ya vieja guardia que no parece haber perdido el nervio, la tensión. No es que necesariamente entienda en profundidad los cambios que se están produciendo, pero mantiene vivo como pocos de la Transición el entusiasmo por la política. Y, aunque algunos no puedan verlo, es justamente ese vigor lo que está estallando por todos lados.

La ciudadanía que demanda, en el fondo, puja para que la sangre fluya. Está diciendo sobre qué quiere discutir, o tras qué reclamos debiera irse enfilando la contienda pública. Quizás alguna vez fue tarea de las vanguardias iluminadas, pero hoy la población ha demostrado ser más dinámica en la producción de objetivos que ningún intelectual ni político reconocible.

Justo en tiempos en que los bloques existentes llegaban casi a empastarse de lo parecidos, con Piñera, un filo DC, representando a la derecha en el gobierno, de la sístole se pasó a la diástole. Ya no es parecerse lo que se busca, sino distinguirse.

Longueira no estuvo dispuesto a que todo eso que su partido representa -el más grande del bloque gobernante-, lo que vendría siendo su valor de marca y su razón de ser, fueran ignorados impunemente. Sin ellos Piñera no llegaba ni a la esquina, y no lo llevaron al poder por nada.

Como si fuera poco, según Longueira este gobierno lo está haciendo pésimo. Basta verle la cara.

En cualquier caso, más allá de lo antidemocrática que aparece su patada a la mesa de la Udi -porque convengamos que se ve raro el hecho de que un partido cambie su dirigencia a puertas cerradas, pasando por encima de la voluntad de sus militantes-, lo que hizo Pablo (a los caudillos se les trata por el nombre) fue preparar a su equipo para pasar, como él mismo dijo, “de pedir a exigir”, igual que buena parte de los marchantes actuales. Coloma, el presidente del partido, quedó como la mona, como un flan, pero todo grupo que aspire al poder en serio, sabe que en el camino se hieren sensibilidades. El presidente insiste en soñar con acuerdos que pide a escupitajos.

Yo creo que nunca imaginó lo infinitamente distantes que se encuentran la administración de una empresa y la de un país. Acostumbrado a que sus acciones subieran, le debe costar aceptar que ahora vayan a la baja, y más todavía desconocer el modo de hacerlas rebotar. Dónde ha buscado complicidades, ha terminado con la puerta en la cara. Ahora comienzan las manifestaciones de estudiantes.

El tema de la energía no baja su intensidad. Los presos mapuches están rompiendo récords mundiales de días sin comer. Los homosexuales ya no se contentan con uniones de hecho: aspiran a lo mismo que el resto del mundo.

Todos quieren ser escuchados. Al interior de la Concertación las voces se sobreponen, y cada coro exige su concierto, y ya pocos están dispuestos a entonar canciones neutras. Lo propio de las democracias es pedir más democracia.

Lástima que en este rapto de entusiasmo le tocó a un bailarín torpe. No conoce los meneos de cintura capaces de encantar audiencias y convencerlas, de traer una cabeza en bandeja de plata si es necesario, como cuando Salomé le danzó a Herodes, o Lagos bailó con Longueira. Piñera no se calienta con la Política, como alguien dijo por ahí, la mejor puta del mundo.

Cada vez más gente quiere verla, tocarla, besarla y acostarse con ella en la medida de lo posible. El gobierno, en cambio, insiste en hacerle el quite. Quisiera que todas las noches fueran apacibles, en un período que parece sudar erotismo. O se mete a la cama y juega, transando y conquistando, entrando y saliendo, o es fácil augurarle un mal final a este matrimonio.

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