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Opinión

21 de Junio de 2011

No hay peor ciego que el que no quiere ver

Fotos Agencia UNO Todavía la educación es un problema. Pese a las protestas de los secundarios en 2008, que llevaron a la derogación de la LOCE y su reemplazo por la LEGE y pese a múltiples protocolos y proyectos de fortalecimiento de la educación pública y pese a sucesivos “grandes acuerdos” entre gobierno y oposición […]

Fernando Atria
Fernando Atria
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Fotos Agencia UNO

Todavía la educación es un problema. Pese a las protestas de los secundarios en 2008, que llevaron a la derogación de la LOCE y su reemplazo por la LEGE y pese a múltiples protocolos y proyectos de fortalecimiento de la educación pública y pese a sucesivos “grandes acuerdos” entre gobierno y oposición (con manos enlazadas e incluso lágrimas) y pese a los recursos anunciados para becas de profesores y para los municipios y pese a cambios curriculares; pese a todo, la educación sigue siendo un problema.

La razón es en realidad obvia, aunque algunos muestran extrañeza por esto (son los mismos que dicen que el descrédito de la política se debe a que “los políticos” no se ponen de acuerdo y “pelean”, cuando la explicación es precisamente la contraria: que da lo mismo lo que uno vote, terminan poniéndose de acuerdo en políticas neoliberales), pero en realidad la razón es obvia.

El sistema educacional chileno es un sistema diseñado para transmitir el privilegio. El que está arriba usa el sistema educacional para asegurar que su hijo estará arriba; el que estará al medio, al medio; y el que paga todo es el que está abajo, cuyo hijo estará abajo. Y todo esto usando un lenguaje de merecimiento y esfuerzo, de “igualdad de oportunidades”, cuya función más evidente es transformar injusticias estructurales en experiencias individuales de frustración y fracaso.

Y cuando el que ha recibido una educación que vale $40 mil sale del liceo y ve que tiene que competir con los que recibieron una educación de $400 mil, se queja. Y el ministro le dice que no se queje, que estudie. Y cuando algunos de ellos (¡sorprendentemente pocos!) toman una piedra y la tiran contra una vitrina, todos los que tienen tribuna se unen para decir: “eso sí que no”. Es aceptable tener un sistema educacional que sirve al rico y corta las posibilidades de vida del pobre, tratando además de convencerlo que si no tuvo éxito se debió a su tontera o flojera, pero no es aceptable que el que sufre eso se rebele.

Por supuesto, el problema no es el solo hecho de que el sistema educacional no sea capaz de producir igualación en las posibilidades de vida de ricos y pobres. En todas partes, con cualquier sistema educacional, los hijos de los ricos tendrán más posibilidades de realización en la vida que los hijos de los pobres (eso, en parte, quiere decir ser rico).

El problema es, sin embargo, que el sistema educacional chileno ni siquiera tiene la pretensión de dificultar al rico la transmisión de su privilegio (y, recíprocamente, de dificultar que quien nació pobre muera pobre). Hay pocos sistemas en el mundo con una segregación de clase más aguda que el chileno. Y sobre todo, hay pocas partes donde esa segregación sea tan públicamente indiferente: nadie la ve como un problema, y en la discusión pareciera que la reforma curricular, o la reforma al estatuto docente, o la subvención preferencial o las becas docentes van a solucionar la “inequidad”.

Hoy cada uno va al colegio que su dinero puede pagar: ni un peso más arriba, ni un peso más abajo. El que puede pagar $5000 de financiamiento compartido, se educa con niños o jóvenes que provienen de familias que pueden pagar $5000; pero no con hijos de familias que pueden pagar $7000, porque esos van a colegios que cobran $7000. Y en el fondo del sistema, hay una categoría de establecimientos educacionales que no seleccionan ni cobran.

Ahí van los que no satisfacen ningún criterio de selección, los que no pueden siquiera pagar $5000 de financiamiento compartido. Y al final, cuando todos rinden la misma PSU, entonces es el momento en que los “expertos” reclaman por los dispares resultados, y exigen la creación de superintendencias, o la devolución a la profesión docente de su prestigio social, o becas para estudiantes de pedagogía, o lo que sea que hayan visto en su último viaje a Finlandia o Singapur. Pero nunca hacen la pregunta obvia respecto de esos sistemas exitosos: ¿cuán segregado es el sistema educacional en Finlandia? ¿Qué parte del gasto en educación es privadamente financiado en países con sistemas exitosos?

Un sistema educacional segregado concentra en un tipo de escuelas a los más “vulnerables”, deprivados y marginales. Son los que no tienen recursos, los que no tienen poder, aquéllos cuyo reclamo no se escucha.

Son los mismos que son “unilateralmente repactados” por La Polar. Ser marginal o “vulnerable” quiere decir precisamente que cuando uno reclama nadie lo escucha. Y los “expertos” en educación creen (o al menos dicen que creen) que es de verdad posible mejorar significativamente la calidad de la educación mientras el sistema sea agudamente segregado.

Uno no sabe si esto es la ingenuidad del experto, que cree que el conflicto político se explica por la ignorancia de las personas y no por sus intereses, o el cinismo del que sabe que tiene que prometer que las cosas van a cambiar en lo superficial para que se mantengan igual en lo que verdaderamente importan.
Porque la realidad es otra: mientras el sistema esté segregado como está, la educación que recibirán los más pobres será una educación de mala calidad. Y sobre la de ellos, la de los demás será 5, 7, 10, 100 o 300 mil veces mejor, según el tamaño de la billetera de sus padres.

¿Tiene esto solución? En términos de cálculos político-estratégicos, parece dudoso. Pero en términos de cómo hacerlo, la solución es simple: es proscribir el gasto privado en el sistema educacional formal.

Paradojalmente, es radicalizar la política de vouchers inventada por Milton Friedman: nadie puede pagar educación de su bolsillo, todos pagan con el mismo voucher, y el voucher es financiado con cargo a rentas generales de la nación (¿alguien cree que si sólo de ese modo el rico pudiera pagar por la educación de sus hijos, la subvención escolar sería de $40mil?).

Y, por supuesto, los establecimientos no han de poder seleccionar ni cobrar adicionalmente al voucher. Eso es verdadera libertad: cada uno puede elegir, en igualdad de condiciones, el establecimiento para sus hijos. De este modo el sistema tendería a la integración social, porque el niño que vive en La Dehesa podría encontrarse en su colegio de arquitectura Georgian con el hijo de su empleada doméstica. Por supuesto, no acabaría con toda forma de segregación, porque no hay muchos establecimientos en La Pintana que sean atractivos para el que reside en Vitacura; pero al menos introduciría una tendencia contraria a la actual.

“Esto no es políticamente viable. Por consiguiente es mejor concentrarse en lo que se puede hacer y no quedarse en discusiones académicas”. Pero tener la vista puesta en cómo sería un sistema que verdaderamente dé libertad para todos nos permite ver lo falsas que son las promesas de nuestro sistema actual: le niega libertad a los pobres, porque no pueden elegir si no pueden pagar.

Y el que puede pagar se encuentra, cuando tiene que pasar por el proceso de “elegir” establecimiento para su hijo, con que en realidad él no elige, sino elige el establecimiento. No, el sistema actual no es un sistema que proteja la libertad de nadie, salvo en un sentido. Hay sólo una libertad que es sagrada: la libertad de cada uno para no educarse con quienes están, en el lenguaje eufemístico de la teoría política, “peor situados” que uno.

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